Moratín en su tiempo
David Félix Fernández Díaz recupera en 'El ilustrado errante', Premio Dominguez Ortiz de Biografías, los rastros intelectuales del afrancesado Leandro Fernández de Moratín
27 marzo, 2022 00:00Leandro Fernández de Moratín es el máximo exponente del teatro neoclásico en el siglo XVIII. Así se ha etiquetado permanentemente en todas las enciclopedias. Pero su figura es más compleja de lo que sus célebres obras teatrales (la más glosada ha sido El sí de las niñas) sugiere. La primera precisión, por obvia que pueda parecer, es que no hay que confundir al hijo Leandro con el padre Nicolás cuando hablamos de Moratín. Se les ha unido siempre y son muy distintos. Nicolás, estudió Derecho en la Universidad de Valladolid y ejerció un tiempo de abogado. Leandro, nunca tuvo estudios universitarios y vivió en su juventud la profesión de su abuelo paterno de guardajoyas hasta que entró en el ámbito literario.
Nicolás vivió intensamente el mundo cultural de su época (tertulias, sociedades económicas), pero viajó poco, se casó con Isidora Cabo, tuvo a su único hijo Leandro y no experimentó vaivenes políticos. Leandro arrastró el problema de la enfermedad de viruela que sufrió de pequeño, tuvo una vida sentimental convulsa (enamorado posiblemente de una vecina que acabaría casándose con su tío que le doblaba la edad) y una situación económica de lo más frágil. Viajero impenitente, estuvo en París como secretario coyuntural de Cabarrús dos años antes de la Revolución francesa. Se paseó por diversos países europeos durante varios años (Francia, Inglaterra, Bélgica, Alemania, Suiza e Italia), apoyado primero por Floridablanca y luego por Godoy, regresando a España en 1797.
Pero sobre todo, lo que diferencia al padre del hijo es la coyuntura histórica que les tocó vivir. Nicolás, nacido en 1737 y muerto en 1780 vivió la estabilidad política del absolutismo borbónico carlotercerista sin tensiones. Leandro, en cambio, vivió intensamente los dos grandes hitos de la crisis del Antiguo Régimen: 1789 y 1808. Respecto a la Revolución francesa fue un espectador asustado como su mecenas circunstancial Floridablanca. En cuanto a la Guerra de la Independencia, optó por hacerse afrancesado. Su ansiedad por la difícil conjunción de su condición de autor y la supervivencia económica debió ser notable, siempre a la caza de un cargo (aunque fuera secundario) en las entretelas de la Administración.
Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780)
Lo hizo con los Borbones y lo hizo con José I. Sus retratos más conocidos son los que le hizo Goya, el más temprano en 1799, el más tardío en 1824. Solo se parecen en la nariz prolongada y puntiaguda. El uno marca la imagen del Leandro impresionado por la Revolución, el otro, el Leandro definitivamente decepcionado después del fracaso de la última ilusión del Trienio Liberal. Leandro escribió mucho más que su padre. Tradujo desde Molière a Voltaire y permaneció soltero toda su vida con amores más imaginarios que reales. Editor de la obra póstuma de su padre, se convirtió en el gran satirizador de las costumbres establecidas, desde las relaciones asimétricas de pareja a la ironía en torno a la pedantería y la retórica.
Leandro, a diferencia de su padre, cultivó todos los géneros, desde la poesía (épica, lírica y dramática) al teatro, pasando por los libros de viajes y su diario personal. Su gran éxito fue El sí de las niñas, estrenada en 1806. La joven Paquita de dieciséis años, obligada a casarse con Don Diego, un rico caballero de 59 años, cuando ella está enamorada de un sobrino del caballero en cuestión. Al final, la solución al triángulo viene de la propia generosidad del viejo. ¿Triunfo del amor? Quizá la deducción sea que los grandes problemas se resuelven por la vía de los comportamientos individuales. Mensaje conservador pero funcional y desde luego nada feminista, en contraste con algunas de las lecturas que se han hecho de la obra.
La atormentada vida errante de Leandro es propia de los años de transición política que le tocó vivir, con compañeros de generación que hicieron apuestas ideológico-políticas diferentes entre sí: los Jovellanos, Meléndez Valdés, Forner, o sus dos grandes amigos Melón y Conde. Leandro murió en París en 1828 en pleno retorno del fernandismo político más reaccionario, con él enmarcado en el ámbito de sus últimos protectores, los Silvela. Sus restos se trasladaron a la Real Colegiata de San Isidro de Madrid en 1853.
Se han escrito muchas aproximaciones biográficas a la figura de nuestro personaje. Ya su amigo Juan Antonio Melón y su otro amigo Manuel Silvela escribieron algunos retazos biográficos. A lo largo del siglo XIX se hicieron ediciones de sus obras incorporando injertos biográficos. En la segunda mitad del siglo XIX Mesonero Romanos, Galdós, Patricio de la Escosura le hicieron sentidos homenajes. Las mejores biografías comenzaron a hacerse en el siglo XX. Ahí están las que escribieron Ortega Rubio, Ruiz Morcuende, Miguel de los Santos Oliver…
En 1960 la revista Ínsula le dedicó un número biográfico con artículos de Julián Marías, Lázaro Carreter y otros. En los últimos años han escrito perfiles biográficos suyos Leandro Conesa (1972), Giuseppe Carlo Rossi (1979), Beatriz M. de Fiore (1974) o Fernando Doménech (2002). René Andioc editó entre otras obras su correspondencia. La última biografía la ha escrito el filólogo David Félix Fernández Díaz en un libro que ha obtenido el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías del año 2021 (Fundación José Manuel Lara). Fernández Díaz se doctoró en Filología Hispánica en la Universidad de Virginia en el 2013 y en la Universidad de Barcelona en el 2017, impartiendo su docencia en España y en Estados Unidos.
El libro de Fernández Díaz demuestra un conocimiento profundo de las fuentes para biografiar a Moratín que, por otra parte, mayoritariamente son las propias obras de Leandro, con especial atención a su registro autobiográfico. En este libro se explora bien el complejo perfil caracterológico de Moratín: contradictorio, tímido, ególatra, introvertido y un tanto atormentado. Para el autor del libro, Moratín es “un literato errante rumbo hacia una huida interior” en un marco que le acabó generando “un resentimiento inmarchitable hacia la vida y la patria”.
Su vida sentimental queda reflejada a través de la relación con la mujer de su tío, Isabel de Carvajal, lo que condicionaría alguna de sus obras como el propio El sí de las niñas o El viejo y la niña. En el libro se aportan referencias interesantes respecto a su estancia en Valencia en 1812 o en Barcelona en junio de 1814. Esta última, nada feliz por cierto. La mujer más citada en su diario fue Paquita, que aparece por primera vez en 1798 y con la que tuvo una extraña relación entre el amor y la amistad. Sus problemas con la Inquisición quedan también muy explícitos.
En su testamento echa mano de toda la ternura que quizás no pudo desarrollar en vida: “atendido en ningún valor de la dádiva y las dificultades de hacerla llegar a su destino, suplico a mis amigos de España disimulen mi silencio y crean que llevo al sepulcro la memoria de su bondad y de los muchos favores que he recibido siempre de ellos… Réstame solo pedir perdón a mis buenos amigos presentes y ausentes, de las molestias que les haya podido causar y despedirme de ellos como lo hago, con toda la ternura de mi corazón deseando que disfruten larga vida y constante felicidad.