Rusia y la decadencia de Occidente
Se cumplen cien años de la publicación completa de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, un libro popular en la Alemania de los años 20 y que también tuvo un enorme impacto entre historiadores, políticos y público europeo en general. El contexto jugó a favor de esta gran difusión. El desastre que supuso la Primera Guerra Mundial y las duras condiciones impuestas a la derrotada Alemania facilitaron que la obra de Spengler tuviera una magnífica recepción.
De un modo caótico pero sugestivo, el libro ofrecía una amplia visión comparada de la trayectoria de ocho grandes culturas (Egipto, India, Babilonia, China, Grecia-Roma, Islam, México y Occidente) con sus correspondientes y semejantes fases ascendentes y descendentes. Defendió que, si el mundo de la naturaleza está gobernado por causas y consecuencias inteligibles, la historia de la humanidad está regulada por el azar y el destino. En la historia no había linealidad, sino una morfología de distintas culturas, cada una de las cuales es un inventario cerrado en sí mismo, único e irrepetible, pero dinámico y que avanza en el tiempo.
“Las culturas son organismos y la historia universal es su biografía colectiva”, con esta suerte de historicismo biológico planteó que las culturas eran comparables a los seres vivos: nacían, vivían plenamente su infancia y juventud, y tras alcanzar su madurez como civilización, llegaban a su vejez o decadencia que “no es una catástrofe exterior, sino una ruina interior”. Por ejemplo, la Grecia clásica fue la cultura; la Roma imperial, su civilización con el inevitable final. Existía, según la morfología spengleriana, una fuerza predestinada que inevitablemente llevaba a la humanidad a un fin decadente y desastroso.
“En este libro se acomete, por vez primera, el intento de predecir la historia”, afirmó Spengler en su introducción. La comparación le permitía prever el recorrido de cada cultura y, por tanto, la clave para comprender el presente que estaba viviendo Europa y su humillada Alemania. Desde ese enfoque, el viejo continente se encaminaba hacia una profunda e inmediata crisis, con las “megalópolis” --la ciudad de las masas sin rostro--, la omnipotencia del dinero y la inminente irrupción de un nuevo cesarismo. El hundimiento de Occidente era más que previsible, tal y como le había sucedido a cada una de las otras siete culturas; ayudaba a ello la fáustica “alma occidental”, que había abandonado progresivamente los principios y valores con el objeto conseguir conocimiento, riquezas y otros beneficios.
En un principio los nazis creyeron a pie juntillas esta tesis hasta que Spengler, en 1933 y poco antes de morir, insistió en anunciar más desastres para la civilización occidental si se continuaba con la “lucha de clases” y la “lucha de razas”. El remedio que ofreció a sus compatriotas para escapar a la inevitable decadencia era el repliegue sobre sí mismos, apelando a la estirpe y la sangre prusiana; de ese modo, Alemania podría imponerse al Imperio británico y constituirse en “una potencia generadora de las nuevas fuerzas”. Para los nazis, Spengler era demasiado conservador y contrario a su racismo descarnado, y terminaron por rechazarlo.
El ensayista alemán señaló otros signos que confirmaban la decadencia occidental, como la deriva que había tomado la democracia parlamentaria, por la degeneración de sus partidos políticos o por la rebelión de las masas contra las élites dirigentes. El resultado final, según él, sería una oclocracia moderna, o gobierno de la plebe.
A este pesimismo cósmico se sumó su profética visión sobre quiénes serían los ejecutores de Occidente. Para Spengler, los rusos tendrían un papel destructivo similar al de los pueblos germánicos en la crisis y caída del Imperio Romano. Toda su obra estuvo marcada por una fijación con la Rusia zarista y bolchevique.
Afirmaba, por ejemplo, que “el marxismo entre los rusos obedece a un fervoroso malentendido. [...] El ruso no combate al capital, sino que no lo comprende”. Incluso cuando reflexionaba sobre su coetánea intelectualidad, insertaba a Rusia como un factor determinante que no se tenía suficientemente en cuenta: “Cuando tomo en las manos un libro de un pensador moderno, me pregunto si el autor tiene alguna idea de las realidades políticas mundiales, de los grandes problemas urbanos, del capitalismo, del porvenir del Estado, de las relaciones entre la técnica y la marcha de la civilización, de los rusos, de la ciencia”.
La entrada en Berlín de los soviéticos en la primavera de 1945 confirmó el desastre que había vaticinado Spengler, al menos para Europa del Este. No acertó en el colapso definitivo de las democracias liberales, que sobrevivieron gracias al apoyo americano y a la puesta en marcha del proyecto común europeo.
El despertar del nacionalismo ruso en el siglo XXI es un nuevo envite al envejecido, tembloroso y dubitativo Occidente. La invasión de Ucrania puede ser la primera jugada que altere el equilibrio europeo impuesto por el dominio atlantista desde 1989. Vendrá el jaque mate si la oligarquía rusa lo permite, y entonces Putin podrá ser recordado como el ejecutor de Occidente.
En algunos aspectos Spengler tenía razón: la historia no es lineal y el progreso no es ininterrumpido. El resto de sus ideas fueron composiciones místicas y elucubraciones proféticas, eso sí, temerosas ante un poderoso factor externo: el nacionalismo ruso. Ahora toca de nuevo su ofensiva, no sabemos cuál será la próxima, pero sea la que fuere, los nacionalismos propios o foráneos serán siempre unos sepultureros para el decadente Occidente, del todo o de una parte de sus miembros.