El historiador y editor Miguel Ángel del Arco

El historiador y editor Miguel Ángel del Arco

Ensayo

Miguel Ángel del Arco: “La verdad está perdiendo la guerra”

El editor de Comares, especializado en ciencias sociales e historia, reflexiona sobre los riesgos de editar libros desde la periferia cultural y la depreciación social de la cultura

7 febrero, 2022 00:10

Hijo de un juez de reconocido prestigio y aún más acusada personalidad, Miguel Ángel del Arco se zafó de la predestinación a formar parte de la judicatura gracias a su hermana mayor, que nació –dice él– casi con la toga puesta. Ese alivio permitió a un niño nacido un 17 de Julio de 1978 seguir los pasos de su madre, profesora de Letras, profesión que, por razones obvias, gozaba del apoyo familiar. Sí heredó la vocación de editor que ejerció su padre, asumiendo la dirección del sello editorial Comares, casi una hermana pequeña nacida para la divulgación de libros y estudios jurídicos y –más tarde– abierta al resto de ciencias sociales con una mirada específica sobre la Historia. Comares lleva desde 1983 publicando títulos, en su mayoría ensayísticos, que tocan prácticamente todas las materias y mantiene viva una colección de poesía –La Veleta– dirigida por el escritor Andrés Trapiello. Toda una hazaña. 

–Se dice que nunca se ha leído tanto como en los últimos dos años.     

–Es algo misterioso. Las cosas han ido bien para las editoriales y los autores, pero algo menos para las librerías, sobre todo durante el confinamiento y las restricciones de horario comercial. La pandemia ha supuesto un despegue brutal del comercio digital: nosotros pasamos de vender veinte libros en la web al mes facturar veinte diarios. Sin invertir en publicidad ni hacer presentaciones. Claro está: es una situación excepcional.  Comares, de todas formas, no sirve como ejemplo general. Somos una editorial especializada con lectores fieles. Nada que ver con los grandes grupos editoriales. La pandemia contribuyó a la lectura, pero los problemas del sector, desde el tijeretazo de la crisis de 2008, siguen ahí. No se ha recuperado nada desde entonces.

–¿A qué se refiere?

–Sobre todo al apoyo institucional. Siguen faltando políticas activas de promoción de la lectura. Ese es el quid. Puede cambiar el tipo de comercio o el formato, pero nosotros somos lo que los lectores quieren. Se editan más libros que lectores. Y, desde luego, no se han restablecido las ayudas públicas o las compras para bibliotecas. Una editorial como Comares, implicada en la divulgación del conocimiento, no podría subsistir sin las bibliotecas universitarias. Las universidades sí han hecho un esfuerzo.  

–¿El hecho de ser una editorial consagrada, veterana pero asentada en Granada, en la periferia cultural, les perjudica? ¿Existe un centralismo editorial? 

–Podríamos llamarlo así, aunque hay que subrayar circunstancias. Desde luego seguimos construyendo relaciones comerciales y de distribución centrípetas, a favor de Madrid. Sobre todo desde que Barcelona ha perdido fuerza en el mundo editorial en español. Pero es que el libro es urbano. La mayor parte de los lectores viven en grandes ciudades. Nosotros vendemos en Madrid la mitad de nuestro catálogo. Y además en Madrid están las comisiones de subvenciones, las administraciones, los medios y grandes eventos como la Feria del Libro. El esfuerzo que hacemos desde la periferia es increíble: mover material, desplazar personas, dietas, transporte... Perdemos dinero, pero no podemos no estar. Lo hacemos para no desparecer. Este año ha sido un desastre.

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–¿Las Ferias del Libro siguen siendo indispensables? 

–Yo creo que sí, pero depende del tamaño de las editoriales. Desde luego las que sí son necesarias son la locales, que permiten a los sellos pequeños ofrecer su catálogo sin grandes costes y relacionarse con su público objetivo, especialmente en el casoo de libros que tocan temas locales. Se puede mover el fondo, mostrarlo. Si nos pasa a nosotros que somos una editorial consolidada, imagine a las nuevas o más pequeñas. 

–Hay una crisis y, al mismo tiempo, una concentración dentro del sector, pero también cada vez hay más editoriales.

–Es cierto. Es una cuestión de costes: una pequeña editorial, si se dimensiona bien, puede soportar gastos asumibles. A veces sólo hay una persona detrás –el editor– y la tiradas son tan reducidas que un grupo más grande no se las podrían permitir. Pero la cara B de esta proliferación de marcas editoriales es que muchas de ellas no generan empleos. El editor, prácticamente, se autoemplea. Son frágiles: aparecen y desaparecen. Si me permite la comparación, es lo que ocurrió hace unos años con los diarios y blogs digitales: crecieron como setas y luego muchos fueron desapareciendo. Tiene toda la pinta de ser una burbuja, me temo, pero es el único pasaporte para la supervivencia.

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–Las librerías son las primeras perjudicadas por el libro electrónico. ¿Pasa lo mismo con las editoriales si tenemos en cuenta que desde España también se edita para el ámbito hispanoamericano? 

–Por un lado, es una oportunidad, porque te quita problemas de distribución, uno de los talones de Aquiles de la mayoría de las editoriales. Pero hay otra parte del sector del libro que sufre. El cobro es uno de los problemas más graves. En América les interesamos y nos quieren, pero es muy difícil cobrar. A veces, imposible. Y luego están, sobre todo para los libros de ficción, porque la poesía no se piratea, las copias ilegales. En el caso de los best-sellers y los booms editoriales se trata de una amenaza seria, incluso terminal. De todas formas, no se han cumplido las profecías que auguraban el fin del libro de papel. En Estados Unidos se ha vivido la hecatombe de las librerías, pero en Europa y en Latinoamérica, no.  

–¿Usted compra en Amazon?

–No, nunca. Pero es personal ¿eh? No hago proselitismo.

–Tanto en papel como en digital al lector le resulta muy cómodo conseguir un libro con un clic. Sobre todo cuando cuesta encontrar algunos en las librerías.

–Este es un tema clave: la dictadura de novedades que cada vez duran menos. Los libreros no dan abasto. Me consta que a veces no abren ni los paquetes porque no tienen sitio, no pueden gestionar los envíos ni la cantidad de libros que se les ofrecen. Es un drama cada vez mayor, pero que a editoriales como Comares no nos afecta: somos un sello de fondo. No competimos con la mesa de los grandes éxitos. Estamos en un ala distinta de las librerías. Nuestro trabajo es mantener un catálogo que sirva al lector y al autor. Tenemos más de tres mil títulos vivos. Podría parecer ruinoso porque hay que almacenarlos, catalogarlos y hacer los envíos, pero es nuestra opción. No podemos jugar una liga en la que otros triunfan con ventajas y tienen el apoyo de grandes grupos de comunicación, que al final son los inversores de los libros. Y con el poder de estar en el foco. Mucho menos fuera de Madrid. Es una guerra que ni nos toca ni debemos librar.

Comares–Usted parece un resumen de la Tercera España. Nació en la misma fecha del alzamiento de Franco en África y en el año de la Constitución.  

(Ríe a carcajadas y aclara que, aunque se hable del 18 de julio, el 17 fue la fecha clave del golpe de Franco) 

–Yo nazco en democracia, pero soy consciente de mi pasado, de dónde veníamos. Y no sólo como historiador. Supongo que es el privilegio de nacer en una casa llena de libros y de cine. Vi todas las películas de la Transición, incluso las que sorteaban la censura.  Me eduqué en un colegio progresista de Granada –los Escolapios– donde también iba Luis García Montero. Había curas andalucistas y comunistas. Y ya se sabe; no hay nada más rojo que un cura rojo (sigue riendo)

–Tampoco siguió la tradición jurídica de su padre.

–Sí. Mi hermana me libró. Casi una deconstrucción de género hicimos: yo me incliné por las Letras, como mi madre, y mi hermana por la toga. Nunca tuve presión a la hora de elegir una carrera y, aún menos, por la mía. Esto no ocurre siempre porque, fíjese, ahora mismo yo noto malestar en algunas familias porque sus hijos no quieren ser ingenieros o abogados. Eso, los de clase más alta. Los que sí están contentos son los que vienen de familias que no han tenido acceso a la educación.

–¿Los ricos valoran menos las humanidades?

–Hombre, yo lo diría al revés: las familias humildes celebran el conocimiento. Valoran las humanidades como un rasgo de prestigio y el acceso a un mundo que antes tenían vedado. Cuanto más acomodada es una familia menos valor le da a estudiar letras.

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–¿Qué está más cerca del género de la literatura fantástica: la Historia o La Justicia?  

(Pone cara de susto pero, se lo piensa un momento y entra al trapo sonriendo) 

–Yo le diría que la Justicia. La buena Historia reconoce que es incapaz de explicarlo todo, que hay lagunas. El Derecho, sin embargo, vive con la voluntad de fijar las cosas como son. Y punto. Para los historiadores todo lo que no es demostrable está lleno de matices. Los juristas tienen la tentación de identificar la ley con la verdad. Un disparate.  Especialmente ahora que todo es tan complejo. Los jueces juzgan sobre personas, un material diverso y singular, y creen que la ley tiene respuesta para todo. Viven un poco en esa fantasía. 

–Cuando murió Santos Juliá el politólogo Fernando Vallespín alabó que fuera un maestro en una disciplina que, a diferencia de otras ciencias sociales más especulativas, se asemeja al trabajo de un obrero de la construcción, dato a dato. 

–No nos hacemos una idea de lo que hay detrás de una afirmación histórica comprobada y fiable. Santos Juliá demostró ese compromiso y ese rigor más que nadie, hasta cuando sus opiniones eran inobjetables. La Historia en España vive un momento buenísimo. Además del rigor y la fidelidad a los datos, existe también la necesidad de contar con el trabajo que otros colegas han hecho. La Historia la hacemos todos y la escribimos muchos.

–Pues a pesar de esos esfuerzos parece que algunos no les hacen mucho caso. Sobre todo si escuchamos algunos discursos como el del alcalde de Madrid sobre cómo los musulmanes nos invadieron en el siglo VIII. ¿Los historiadores no responden?

–Si no hay respuesta es porque no nos preguntan…(Se pone serio) Mire: si saliéramos cada vez que un personaje publico dice una barbaridad no haríamos otra cosa. Es algo constante. No hay tiempo para contestar a tantas barbaridades. Y esto justo lo contrario de lo que ocurre en la Academia. Los historiadores sí tenemos consensos y estamos de acuerdo en los grandes temas. ¡Cómo nos va a consultar si lo que hacen no es una referencia histórica sino una construcción de memoria! No les hace falta el diagnóstico.  Apelan a la posverdad. Los historiadores les estorbamos. En parte tenemos algo de culpa. Vivimos en nuestra torre y nos cuesta adaptarnos a la rapidez y la brevedad de ciertos discursos. No somos capaces de simplificar y menos aún de competir con la simplicidad de muchos burradas. Algunos, como Julián Casanova,  tienen ese don, pero la mayoría, no. 

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–¿La Academia necesita un dircom?

(Vuelve a  sonreír y hace un gesto de complicidad) 

–No sé yo… Debemos tomarnos más en serio la difusión. Formarnos para aportar y que se nos entienda. Por mucha estima que nos tengamos no pintamos nada en el debate social. La verdad va perdiendo la batalla. La gente ya no quiere datos ni demostraciones, sino que alienten sus emociones y engorden sus convicciones. Pensamos con las tripas

–A eso le llaman guerra cultural. ¿Tirar estatuas y cambiar de nombres las calles es una forma de combate?

–Esto hay que explicarlo. Cuando en Estados Unidos se derriban estatuas no se está combatiendo el pasado, sino el presente. Derribar el busto de un conquistador no es una acción contra el ayer sino contra el hoy. Curiosamente, desde aquí se traduce como un ataque a España, la de hoy, cuando en ese ayer aún no existíamos como nación. Es una forma de denuncia de lo que están viviendo ahora: racismo, clasismo, violencia. 

–¿Las estatuas de Stalin o Franco están bien fuera de su pedestal? 

–Eso es otra cosa distinta. Volvamos al presente. Nuestras calles, nuestras estatuas, nuestros monumentos hablan de quiénes somos ahora. De cómo queremos ser. De cómo nos vemos y nos presentamos en público. De qué papel juega el espacio colectivo. Eso es hablar de democracia. No es juzgar lo que hicieron otros. Es discutir quiénes representan nuestros valores. Podemos poner una calle a Lorca o a Queipo de Llano. Y eso dirá quiénes somos y a quién escogemos: un poeta universal o un militar golpista. 

–Ese ruido no se oyó en la Transición. 

–Hace veinte años la derecha española no estaba en este juego. Yo he estudiado lo que ocurrió con los símbolos franquistas: las cruces a los caídos sólo de un bando, las placas. En los primeros años ochenta se retiraron muchísimas y no paso nada. Le hablo de pueblos donde podían existir heridas abiertas... Tal vez fue el momento de ajustar cuentas, pero no se hizo y, cuando al fin se han restablecido, o se están restableciendo  algunas deudas con los perdedores, con los valores republicanos pisoteados por la dictadura,  es cuando la derecha se levanta. Desde la ley de memoria histórica, la derecha ha dejado de creer en la reconciliación de la Transición. Mientras no se hacía nada, callaban. Ahora… 

–¿Eso no ocurrió en Europa tras la Segunda Guerra Mundial?

–En Alemania y Francia se vivió la ficción de que ambos países no habían colaborado. Fue en los sesenta cuando afrontaron el trauma de asumir este pasado vergonzoso.Algunos se desligaron rápidamente, la Democracia Cristiana italiana, por ejemplo. En Alemania se hizo los más sano: cortar de raíz, asumir el dolor y la vergüenza y poner los medios para restablecer la memoria de las víctimas y reconocer la verdad. Fue una prioridad de Estado. Aquí no pasa eso y ya ha transcurrido suficiente tiempo para que nuestra derecha se convierta en europea. 

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–Parece que la ultraderecha se rearma en esta Europa.

–Hay síntomas evidentes, fiebre alta. Pero también en esto existen diferencias. Una derecha europea, la CDU o el mismo Macron, establece líneas rojas; la española se entrega. ¡Hace falta tanto consenso europeo en la defensa de la democracia! Mire lo que ha sucedido en Afganistán. Nos estamos quedado solos y sin papel en el mundo. 

–¿Qué nacionalismo –el español, el catalán o el vasco– retuerce más la Historia?  

–Todos. El nacionalismo necesita una identidad legendaria y casi religiosa. Y en cuanto al nacionalismo español, que existe, no hemos sabido construir el nacionalismo de la España democrática. Esa es la verdad. Los demócratas, especialmente la izquierda, delegaron los símbolos identitarios, la propia idea de país, a la derecha. Y ahora se lo apropian los más ultramontana. Nos hemos consensuado un vínculo, más allá de una vaga idealización o suplantación del pasado. Vivimos una vuelta al menendezpelayismo que hace años parecía haber sido superado. Era un partido que debíamos haber jugado y, sin embargo, no acudimos al terreno de juego.

–¿Y los nacionalismos periféricos?

–Se alimentan, igualmente, de leyendas. Sobre todo en Cataluña, con la vuelta a ese nacionalismo inventado de finales del siglo XIX que construyó un relato colonialista, obviando a Valencia, a Baleares. Olvidando la Historia. Aunque lo que a mí más me preocupa es la nueva interpretación de la Guerra Civil, que es absolutamente falsaria. Es una falacia presentar a toda Cataluña como víctima –y no como parte activa del golpe– de la dictadura. Hubo franquistas, y muchos ministros catalanes, que se hicieron ricos con el régimen. Algunos de sus descendientes se presentan ahora como víctimas y eso, además de falso, es faltar al respeto a los miles de catalanes que defendieron la República y los pagaron con muerte, exilio y humillaciones. Es insultar a cientos de miles de españoles que defendieron la democracia. Es ocultar a las auténticas víctimas. Es robar la memoria.

–Usted lleva muchos trienios en la universidad ¿cómo le llegan los estudiantes? 

–Pues con un concepto muy viejo y muy poco actualizado de la Historia. Y eso que yo me topo con gente que aspira a saber de Historia. Lo terrible, en mi opinión, es la falta absoluta de conocimientos de humanidades en otras carreras, como en Derecho. Muchos de sus estudiantes juzgaran a seres humanos cuyas circunstancias y cuyo pasado ignoran. O políticos. ¿Cómo se puede interpretar la realidad sin saber de de dónde venimos? ¿Cómo se puede hablar de liberalismo sin conocer el siglo XIX español? La idea de libertad no está en la letra de una ley.  

–¿Existen precedentes del papel que la Justicia está jugando políticamente en países como Brasil? Hay quien dice que hoy los golpes de Estado ya no se hacen con fusiles. 

–Las dictaduras ya no se quieren llamar dictaduras. Todos dicen ser demócratas. Hasta Putin. La democracia tiene tanto prestigio que todos se la atribuyen. Aparte de eso y de los casos graves que repercuten en la convivencia y en nuestras relaciones nacionales e internacionales, los mecanismos legislativos adolecen de obsolescencia respecto a los cambios sociales. La sociedad cambia muy rápido: se reconocen derechos y libertades inimaginables hace sólo cien años, como el matrimonio igualitario, el respeto a las personas transgénero o los retos de la biogenética. Las leyes no dan respuesta porque no se aplican en función de las personas y sus circunstancias. Una sociedad compleja necesita diagnósticos, no sentencias complejas. El problema no es tanto de la Justicia cuanto de quien la aplica.

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–Ustedes llevan lustros reclamando una ley de archivos. 

–Es una necesidad imperiosa. Es necesario que abran unos y que otros estén operativos. La ley de patrimonio es de los ochenta y –es un escándalo– la de secretos oficiales procede del franquismo. Es hermana de la ley de prensa de Fraga. El problema no es sólo que haya archivos cerrados, sino que la ley otorga la última palabra al archivero. El investigador carece de derechos. No sabe la cantidad de veces que he querido investigar algo sobre alguien y me han pedido la certificación de su fallecimiento antes de setenta años… Yo que sé si se trata de investigaciones de anónimos, como el estudio de las hambrunas que llevo haciendo desde hace tanto tiempo. Y no es por los funcionarios, que son estupendos y responsables. Es que no hay catalogación, ni indexación ni digitalización. Es increíble. A veces para saber cosas de España es más cómodo consultar en Estados Unidos que aquí. La Stasi tardó un par de años en ofrecer su documentación después de la caída del muro. Otra cosa distinta es todo lo que se ha destruido, como todo lo relacionado con la Falange. Lo mandó destruir Martín Villa.

–¿Qué biografía es imprescindible, y todavía no se ha hecho, para entender la España del siglo XX?

(Piensa un rato, va a decir algo, calla, vuelve a abrir la boca. Y sonríe) 

–Creo que falta una buena biografía crítica (subraya la palabra) y documentada de Felipe González y su papel en la construcción de la democracia. Con luces y sombras. Todo: la clandestinidad, la Transición, los acuerdos con la OTAN, las primeras corrupciones y, ahora, sus contactos, sus relaciones. Y, sin ninguna duda, falta y es necesaria (subraya la palabra) una biografía del Rey Juan Carlos hecha desde el rigor. Es buena la de PrestonUn rey para el Pueblo, pero solamente en los primeros años de su infancia. Sobre su sufrimiento como un niño apartado de su casa y su educación al lado de Franco. Pero vale hasta ahí, no más. Ya sabemos que hay agujeros negros que debemos conocer. Ya sé que ahora es casi inviable. Pero tendrá que hacerse y se hará.

–¿A qué personaje de nuestra Historia reciente se le puede aplicar la famosa frase de Fidel Castro: la Historia me absolverá? 

(Lo piensa unos minutos, con la cabeza baja. Levanta la vista) 

–Si alguien merece pasar a la Historia con todos los honores son las mujeres solas. Las viudas, las huérfanas, las madres solteras. Esas que han levantado este país desde el silencio y la invisibilidad. Las que lo dieron todo, en algunos casos hasta la buena fama y la honra, para sacar a su familia adelante. Las que saciaron el hambre de sus hijos. Ellas se merecen que la Historia no las olvide nunca.