El cantante y compositor francés Serge Gainsbourg

El cantante y compositor francés Serge Gainsbourg

Músicas

Serge Gainsbourg

Tras varios años componiendo para otros, Gainsbourg inició una carrera propia y se convirtió en el francés más raro y personal de toda la música popular de su país

7 febrero, 2022 00:00

La primera vez que vi la espantosa jeta de Serge Gainsbourg (nacido en París de padres judíos ucranianos en 1928 como Lucien Ginsburg y fallecido en esa misma ciudad en 1991, tras una quinta y definitiva crisis cardíaca que se había trabajado con tanto ahínco como las cuatro anteriores) fue en la pantalla de un cine de barrio barcelonés ya desaparecido. El hombre interpretaba un papel breve, pero muy desagradable, en un péplum de Gianfranco Parolini cuyo título he olvidado: el de un afeminado patricio romano que me provocó una grima instantánea y duradera (ruego que se me disculpe esta temprana muestra de homofobia), pues aún recuerdo su amaneramiento y su actitud viscosa.

La segunda, si no recuerdo mal, fue en la portada de un single que había grabado con su nueva novia, la británica Jane Birkin (exesposa del músico John Barry, que tanto contribuyó al esplendor sonoro de las películas de James Bond) y que la censura franquista prohibió cuando ya se había distribuido y lo tenía hasta el compañero de los escolapios con el que lo escuché en su casa sintiéndome muy transgresor, ya que la canción Je t´aime, moi non plus iba de una pareja retozando feliz, aunque yo no supiera muy bien en aquella época de qué iba la cosa. Cuando ya tuve la edad suficiente para saber que Gainsbourg era un importante intérprete y compositor francés, andaba tan metido en el pop anglosajón y me aburría de tal manera la chanson que tardé lo mío en prestarle atención. Eso sí, desde que escuche su álbum Histoire de Melody Nelson (1971), me convertí en uno de sus fans más devotos, tanto dentro como fuera del escenario, donde solía protagonizar todo tipo de tanganas y escándalos mientras se fabricaba ese personaje de canalla alcoholizado que se fumaba tres paquetes de cigarrillos al día que acabó devorándolo (mi interés por la canción francesa, eso sí, nunca pasó de la apreciación esporádica de algunas canciones de Brel y Brassens).

Tras tirarse un montón de años tocando el piano en tugurios, tratándose con Boris Vian y escribiendo canciones para otros (de Juliette Greco a Françoise Hardy, pasando por la adolescente France Gall, a la que mandó a Eurovisión con Poupée de cire, poupée de son en 1965 y a la que endilgó, de paso, una oda a la felación titulada Les sucettes, tras la que fue repudiado por Gall al enterarse de qué iba la cosa), Gainsbourg inició una carrera propia que le llevó de la chanson al funk y al reggae, pasando por el pop y el rock, y le convirtió en el francés más raro y personal de toda la música popular de su país. Le costó alcanzar el éxito generalizado, pero lo acabó logrando, hasta el punto de convertirse en una especie de cochambroso tesoro nacional de cuyas meteduras de pata, provocaciones y boutades estaba pendiente todo el país. Mucha gente fuera de Francia lo recuerda básicamente por sus salidas de pata de banco, como cuando le dijo en televisión a Whitney Houston que se la quería beneficiar, o cuando encendió un cigarrillo en público con un billete de 500 francos ardiendo, o cuando casi lo linchan unos militares que habían considerado una intolerable falta de respeto su versión reggae de La Marsellesa (retitulada Aux armes et caetera). Esos numeritos los protagonizó cuando ya se había convertido en Gainsbarre (el Gainsbourg que desbarra, uno de sus alias), personaje que se lo iba comiendo a dentelladas sin que a él le pareciera mal, aunque le plantara Jane Birkin (a la que sustituyó por la hermosa, pero desprovista de talento, Caroline Paulus, en arte Bambou).

Creo que la tercera vez que vi a Serge Gainsbourg fue en uno de aquellos reportajes fotográfico de tono sadomaso que publicaba de vez en cuando la revista Lui, que recuerdo con la misma nitidez que su papel de romano pervertido en un péplum y la primera vez que oí Je t´aime, moi non plus. Mi descubrimiento de su obra es posterior, tras vencer los prejuicios contra la chanson, y su evolución musical se me antoja desde hace tiempo admirable: no sé hasta dónde podría haber llegado si no le hubiera dado por suicidarse lentamente a base de tabaco y alcohol, ya que interpretó diferentes papeles a lo largo de los casi treinta años que van de Le poinçonneur des Lilas a Love on the beat. Aunque se le veía hecho caldo en sus últimos años, yo le creo muy capaz de haber podido fabricar algunos discos más de no mediar el quinto infarto que se lo llevó por delante y lo convirtió, definitivamente, en un extraño héroe nacional y en un nuevo ejemplar de artista maldito, figura adorada por quienes no corren ningún riesgo, pero agradecen las experiencias vicarias.