Las migas
Esta semana he empezado a leer a Marcel Proust por primera vez en mi vida (Pel cantó de Swann, Proa, 2019) y me ha hecho ilusión toparme con el párrafo donde menciona la famosa magdalena. ¿Cuántas veces --ignorante de mí-- habré oído hablar sobre el efecto de la magdalena de Proust sin saber muy bien de qué me hablaban?
Pues bien, la famosa magdalena aparece en un momento en que el autor recuerda cuando, de pequeño, su madre, en un día de frío, le ofrece un poco de té en el que previamente ha mojado una pequeña magdalena en forma de pechina. Al llevarse la primera cucharada a la boca, Proust experimenta al instante un “fenómeno extraordinario”, un “placer delicioso” sin motivo aparente: ha recordado que ese té con migas de magdalena sabe igual que el que le ofrecía su tía Léonie los domingos por la mañana cuando él iba a darle los buenos días a su habitación, en su casa de Combray. Proust --cuyo estilo no es precisamente ir al grano-- necesita tres páginas para explicar el placer inesperado de regresar a su más tierna infancia a través de un bocado de magdalena, pero le doy las gracias porque esas tres páginas me hicieron pensar a mí también en las veces que he evocado un suceso pasado a través de los sentidos.
Por ejemplo, la primera vez que reconocí en el cuello de una mujer (no me acuerdo quién era) el olor del perfume Eau de Rochas. Me quedé en una especie de shock placentero durante unos segundos, hasta que entendí lo que ocurría: era el perfume que usaba mi abuela materna, fallecida cuando tenía 11 años. Volví a sentirla a mi lado, comprando ciruelas en la frutería de Tona o regando las plantas del jardín.
Me ocurrió lo mismo hará cosa de un año, cuando un amigo me ofreció para desayunar tostadas de pan Bimbo untadas con margarina y mermelada barata junto a un café con leche humeante. Ese era el sabor de los desayunos mano a mano con mi abuelo. Aún lo estoy viendo, la mano temblorosa sujetando la taza, las migas esparcidas sobre su jersey de lana, la luz del sol calentándonos a través de los cristales traslúcidos de la ventana de la cocina.
Por muy mayor que me haga, el recuerdo de haber sido feliz junto a mis abuelos siempre me acompaña. “No es cierto que los muertos se olvidan”, me espetó el mismo amigo que me invitó a desayunar tostadas con mermelada cuando le comenté que estaría bien hacer como los mexicanos, tener en casa un altar con fotos y objetos personales de los difuntos, para recordarlos en todo momento. Según mi amigo, todo este folclore no es necesario porque los muertos que nos importan de verdad --como era el caso de su abuela-- los seguimos recordando casi cada día. Y creo que tenía razón. Una simple magdalena, un perfume, una chocolatina medio deshecha (así sabían los huevos de chocolate que mi àvia escondía por el jardín el lunes de Pascua) pueden hacernos evocar inesperadamente su recuerdo.