Philippe Lançon: “La burla es una manifestación de libertad. Nos quisieron matar porque nos reíamos”
El periodista francés, superviviente del sangriento atentado integrista cometido contra la revista satírica francesa ‘Charlie Hebdo’, relata su experiencia en ‘El colgajo’
9 septiembre, 2019 00:05El 7 de enero 2015, Philippe Lançon, periodista y crítico literario, sobrevivía al atentado contra la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo. Una de las balas disparadas por los terroristas, los hermanos Kouachi, le destrozó la mandíbula. Lançon se enfrentó entonces a dieciocho operaciones e interminables meses en un hospital, además de tener que reconstruir su vida, partida en dos. El colgajo (Anagrama) es el relato de esta odisea física y emocional. La historia de un hombre que se enfrenta a sus fantasmas.
–El colgajo, según cuenta en su libro, es para usted un intento de reconstruir el puente que une su pasado y su presente, destruido por el atentado.
–No escribí el libro como terapia. Al contrario. Lo empecé cuando la reconstrucción física y psicológica ya estaba encaminada. Como me dijo Chloe, mi cirujana, cuando le comenté que me costaba escribir sobre lo que me había pasado, necesitaba recuperarme antes de comenzar. Así fue: empecé a cruzar este puente de palabras cuando tuve la fuerza necesaria y ya había comenzado a vivir mi nueva vida. Lanzarme a escribir El colgajo era la manera de adentrarme en esta nueva vida y, en cierto sentido, de poner punto final a esa existencia anterior que yo quería contar.
–A través de Proust, usted reflexiona sobre cómo escribir de ese pasado que quiere recuperar sin alterarlo demasiado, narrando la verdad de lo vivido.
–Siempre que escribes sobre el pasado lo modificas porque, en realidad, el pasado no existe. Lo único que existe es la conciencia del pasado. Las primeras frases del inicio de esta entrevista ya no existen o, mejor dicho, existen solo en tu conciencia y en la mía. Si un día rememoramos esta conversación, estaremos reescribiéndola, convirtiéndola en relato. Lo que yo he intentado hacer en este libro es aceptar la inevitable modificación del pasado, teniendo muy presente que, en mi caso, entre el pasado y el presente se había producido una ruptura. El atentado implicó una ruptura artificial de la vida, fue como un relámpago. Piensa en las pinturas de El Greco, en esas luces que aparecen en medio de la nada y te conmueven: cambian el sentido de tu vida. Los atentados fueron un relámpago negro, algo que cae desde arriba sin que tú sepas de dónde viene. Te quedas bajo este cielo poco estrellado sin saber qué queda de tu vida y de tu pasado.
–La escritura dota de sentido el pasado.
–Escribir este pasado, reconstruirlo, es una operación vital. Normalmente la gente reconstruye su propio pasado paulatinamente. Yo lo he tenido que reconstruir de golpe y, si no lo hubiera hecho, ¿qué futuro habría tenido? Volviendo a Proust, es un autor que siempre había leído con absoluta admiración, pero me interesó releerlo, prestando atención a sus reflexiones en torno al tiempo, que están muy influenciadas por la filosofía de Bergson y su concepto de duración. Lo paradójico es que, a diferencia de Proust, para mí la duración ya no existía, pues se había interrumpido. Yo solo podía y puedo hablar de la interrupción de la duración. A pesar de esto, sigo siendo un proustiano y, como todo lector de Proust, su obra me contamina. Mi acceso a la vida pasa por Proust, que fue un importante interlocutor a la hora de escribir y de pensar el relato, si bien era consciente que su concepción del tiempo no me servía para reconstruir mi pasado, cuya continuidad con el presente se había roto.
–Para subrayar esta ruptura a la que se refiere comienza El colgajo narrando la noche anterior al atentado.
–Había una vida antes del atentado. Sin yo pretenderlo, en el primer capítulo se siente el pulso de un pasado que ya nunca volverá. Pero este pulso no está envuelto de nostalgia. De hecho, diría que en el libro no hay nostalgia. No es que yo considere que la nostalgia sea negativa, sino que es inútil porque es imposible recuperar el pasado y más todavía cuando se ha vivido lo que yo. La nostalgia es un lujo que no me puedo permitir. Evidentemente, a veces me encuentro en situaciones que me recuerdan que, tiempo atrás, tenía otra mandíbula y otro rostro, tenía más fuerza y una cierta inocencia vital que ya no tengo. Sin embargo, lejos de recrearme en estos recuerdos, trato de sacudirme de encima la nostalgia que pueden despertar.
–Cuando usted sale por primera vez por París tras abandonar el hospital, ya sin escolta, se describe como un niño que descubre el mundo por primera vez.
–Sí, volvía a ser niño. Para mí, más que un renacimiento, ese momento fue un verdadero nacimiento. Renacer implica que ya se ha nacido antes y, evidentemente, yo nací “por primera vez” en 1963. Sin embargo, prefiero hablar de nacimiento, porque renacer implica una continuidad que en mi caso no existe. Yo volví a nacer, volví a ser un niño que salía a la calle solo por primera vez y descubría las aceras, las tiendas, la gente…
–Al salir debe hacer frente al miedo. Cuenta como debe enfrentarse al miedo que le despiertan dos jóvenes árabes en el metro de París.
–Efectivamente, tuve que hacer frente a ese miedo. Lo combatí al no bajarme del vagón del metro y continuar mi viaje a pesar de la presencia de esos jóvenes. El miedo que sentí en en el metro de París lo volví a sentir hace dos veranos. Había ido a Londres con mi esposa y regresábamos a casa desde el aeropuerto. Estábamos en el metro que lleva desde el Charles de Gaulle hasta el centro de París; delante de nosotros, estaba sentado un joven árabe que miraba en su móvil vídeos violentos en los que, al grito de “¡Allah Akbar!”, unos hombres con la cara tapada mataban a otros. El joven tenía cara de loco y los ojos fijos en la pantalla. Yo sentía miedo, mi esposa también. Discretamente ella me preguntó si quería bajar, pero me negué. No pasó nada. Como hombre civilizado, yo me quedo donde estoy, sigo con mi vida, a pesar de la presencia de quienes actúan con violencia y provocando miedo. Bajarme del metro no hubiera sido una forma de derrota. Si me bajo una vez del metro, me bajaré siempre, sucumbiré al miedo y a los prejuicios, caeré en el racismo. No es esto lo que quiero, yo quiero permanecer firme.
–El miedo ha llevado a más de uno a abrazar consciente e inconscientemente el racismo, a temer lo árabe por ser árabe.
–Sí, pero no podemos dejar que esto suceda. Yo siempre tuve claro que quienes cometieron el atentado no fueron los árabes, sino unos individuos muy concretos. Uno no puede dejarse vencer por los prejuicios, puesto que el 99% de los árabes no llevan consigo una bomba ni ejercen la violencia; al contrario, lo que quieren es vivir pacíficamente como tú y como yo. Tú no puedes evitar sentir miedo, el tema es qué haces con este miedo, cómo reaccionas.
–Combatió también los sentimientos de ira y de odio. Cuenta que le incomodó que su hermano le dijera: “por fin han matado a estos cabrones” refiriéndose a los Kouachi.
–En ese momento, por razones también meramente físicas, yo tenía una necesidad profunda de paz. No quería escuchar palabras de ira o de violencia, simplemente quería paz. Nunca he sentido ni resentimiento ni odio. Vivir un atentado como el de Charlie Hebdo te fuerza a dar lo mejor de ti, te obliga a reaccionar con inteligencia. Es una cuestión de dignidad. Evidentemente, hablo para mí. No me atrevería nunca a juzgar a alguien que ha pasado por algo similar y que reacciona con odio. Un atentado como el que viví es una expresión de tanta violencia que es imposible juzgar de una manera u otra a la gente que lo ha padecido, pues cada uno reacciona como puede. Por lo que se refiere a mí, creo que lo mejor es buscar la paz y huir del odio.
–Usted ha hecho hincapié en que El colgajo no es un ensayo ni tampoco un trabajo periodístico, sino el relato íntimo de un yo.
–Si hubiera sido el libro de un periodista habría sido necesario realizar una investigación desde fuera sobre a lo sucedido, en torno a los hermanos Kouachi, a Charlie Hebdo y al contexto político. No era mi objetivo. Yo quería escribir un libro íntimo, narrar cómo un suceso como el que viví cambia la vida de quien lo vive, en este caso yo, y de la gente que lo rodea: amigos, familia, médicos, compañeros… Quería escribir exclusivamente desde mi perspectiva, de ahí que me prohibiera escribir cualquier cosa que no viví. Te daré un ejemplo: puesto que leí los informes policiales y hablé con otros supervivientes, sé cómo quedaron los cuerpos de cada una de las víctimas del atentado, pero yo no llegué a verlos. Por esto no escribo ni una sola línea sobre ellos. La primera imagen que vi justo después del atentado fue la cabeza abierta de Bernard Maris. El problema moral del escritor reside en conseguir narrar la verdad del recuerdo. Hubiera sido inmoral narrar aquello que no viví.
–En una entrevista en Le Temps afirmaba que aspiraba a ser íntimo, no indiscreto.
–Y creo que lo he conseguido. El colgajo no es un libro indiscreto, ni hacia a mí, ni hacia mis familiares y amigos ni tampoco en relación a Gabriela, mi pareja de entonces. Nunca es necesario ser indiscreto en un libro, pero es indispensable ser íntimo. Y esto vale para mi libro y para una novela. Un gran novelista tiene que respetar a sus personajes y esto significa acceder a la verdad de los personajes, respetando su intimidad. Como lector, además, creo que resulta bastante molesto que el escritor sea indiscreto con sus personajes, porque te coloca como quien espía por una cerradura.
–¿Cómo afrontaron el atentado las personas que lo rodeaban?
–Yo estaba en primera fila del combate; era mi cuerpo y era mi conciencia los que estaban heridos porque era yo quien había vivido el atentado. Los que estaban a mi alrededor, empezando por mis padres y mi hermano, sin embargo, aguantaban en cierto sentido mucho más que yo, porque estaban viviendo lo que yo vivía, pero desde fuera. Era su historia y, a la vez, no lo era. Ellos no podían reaccionar frente a lo sucedido, porque la herida la tenía yo, y este no poder reaccionar los ponía en una situación muy difícil. Se sabe, además, que muchas veces los que se quedan atrás en el proceso de recuperación son los acompañantes y no la víctima.
–En el libro destaca el papel de sus padres que, ya mayores, vuelven a protegerle como si volviera a ser un niño.
–Fue así. Mis padres volvían a ser los padres de un niño que necesitaba protección, aunque, al mismo tiempo, yo me sentía responsable de ellos, de lo que estaban viviendo. Cuando ya pasó todo, mi padre enfermó y falleció. Murió a causa de un cáncer que se desarrolló cuando yo me estaba recuperando; él entró en el hospital cuando yo salía. Así fueron las cosas, nunca sabremos exactamente el porqué. Mi idea es que, como en la conciencia, también en el cuerpo tenemos puntos débiles y fuertes. A veces los débiles permanecen ocultos a lo largo de toda la vida, pero, a causa de un acontecimiento doloroso, estos puntos débiles se manifiestan. Sucede lo mismo con las cualidades y los defectos, pueden quedarse enterrados o brotar como flores después de un determinado suceso. Esta es una idea muy interesante para un escritor, pero muy incómoda para un moralista, puesto que tiene muy poco que ver con la moral.
–Reflexiona sobre lo difícil que es sobrellevar el dolor del otro y lo hace a través de la figura de Chloe, su cirujana, que decide marcar distancia emocional con usted.
–El capítulo en el que explico el alejamiento de Chloe se llama El mal del paciente, que es la expresión que se utiliza cuando el médico, incapaz de mantener una distancia emocional, carga con el mal del enfermo y se lo lleva a casa. Esto no debe ocurrir, todo médico debe ser capaz de olvidar a sus pacientes en casa. En el momento en el que Chloe, mujer muy inteligente y fuerte, comenzó a sentirse excesivamente conmovida por mi historia se alejó. Evidentemente, a mí no me gustó nada su reacción, pero hizo bien en marcar esa distancia, algo que entendí tiempo después.
–¿Y también comprendió que Chloe, a pesar de sus peticiones, no podía asegurarle cómo iba a progresar su tratamiento y la reconstrucción de su rostro?
–Sin duda. Ningún buen cirujano te da detalles de cómo se desarrollarán tus heridas sin estar seguro del todo y, puesto que es casi imposible que el médico tenga una absoluta certeza de cómo irán las cosas, casi nunca te dice nada. Mi cirujana fue muy socrática, me ayudó a enfrentarme con inteligencia a mis heridas y a mi recuperación: me informaba tanto sobre lo que hacía como de las dudas que ella misma tenía, aunque estoy convencido de que había cosas que no me decía. En un mundo ideal todos los pacientes tendrían la inteligencia y la capacidad para hacer frente a las informaciones médicas. Sin embargo, no es así: hay muchos pacientes que no saben qué hacer con la información que se les da. Si se les informa de más, lo único que se consigue es angustiarles en exceso. No todos los pacientes tienen ni la cultura científica ni la serenidad para afrontar su enfermedad. Dicho esto, también es cierto que los años del sida nos enseñaron la necesidad de que los médicos hablen más con los pacientes, les cuenten qué les pasa. En mi opinión, los médicos tienen que dar la máxima información posible, pero solo a los enfermos que sean capaces de digerirla y asimilarla.
–No se puede tratar a todos los pacientes por igual.
–En absoluto, aunque no es una conclusión fácil. Los ultrademócratas te reprocharían una afirmación de este tipo y te preguntarían quién es el que decide a qué paciente se le puede informar más y a quien menos. Es un problema de autoridad. Cuando estás frente a un médico inteligente, como fue mi caso, no hay problema alguno, pero cuando no es así… Chloe sabía perfectamente cómo tratarme y, además, era una mujer con mucha empatía. Las mujeres médico son más atentas y empáticas que sus compañeros varones. No quiero generalizar, pero hay que reconocer que Chloe tenía una empatía que sus compañeros cirujanos no tenían.
–Usted escribe: “Escribía en Charlie Hebdo, había resultado herido y visto a mis compañeros muertos, pero yo no era Charlie. El 11 de enero, yo era Chloe”.
–Yo me sentía ajeno fuera de mi pequeño mundo. Lo paradójico es que, junto a otros, estaba en el centro de un acontecimiento nacional, pero no lo vivía así. Era una situación contradictoria, como estar dentro del vientre de una ballena ajeno al mar que la rodea. Como escritor, solo puedo narrar esta situación; son los psicólogos, los sociólogos e, incluso, los filósofos quienes pueden dar una explicación, pero no creo que sea la función del escritor dar una respuesta. El oficio del escritor es el de narrar lo que ocurre, ya sea en clave de ficción o en clave de no ficción, pero ya está. Contar es lo que permite al lector sentirse libre frente a las situaciones que viven los personajes.
–¿Se siente más libre como escritor que como periodista?
–Yo siempre me he sentido libre como periodista. He realizado muchos retratos y he contado muchas historias a lo largo de mi carrera y nunca he echado en falta la libertad. La gran diferencia entre mi trabajo como periodista y este libro reside en la interioridad desde la que se escribe. En el periodismo no hay interioridad o, mejor dicho, la interioridad del periodista no se explicita y, cuando se hace, como se hacía en el Nuevo Periodismo, tiende a ser un tanto histriónico. El periodismo es discreto.
–También escribe: “¿Víctima yo? Un periodista puede resultar herido o muerto mientras hace un reportaje, pero no puede ser víctima”.
–Por supuesto, un periodista herido o fallecido en una guerra o en un atentado es una víctima. Lo que quería decir es que la víctima tal y como la entiendo en el libro es alguien que de repente es protagonista de un acontecimiento que no podía esperar, para el cual no estaba preparado. Un periodista que va a cubrir un conflicto armado está preparado, en cierta medida, para vivir el hecho de convertirse en víctima. Y subrayo “en cierta medida”, porque nadie está realmente preparado para ser herido o para morir.
–¿En Charlie Hebdo tenían la sensación de que algo iba a suceder?
–Es muy difícil hablar en nombre de mis compañeros, en especial de los que han fallecido. Por lo que sabemos, Charb era consciente de que algo como lo que sucedió podía pasar. Una persona que estaba en la redacción y que no fue herida me comentó que, cuando entraron los asesinos, cruzó una rápida mirada con Charb y está convencida de que él entendió de inmediato lo que estaba pasando. No fue mi caso, tardé bastante en comprender qué estaba pasando.
–¿Se siente menos libre ahora al hacer humor?
–En Charlie Hebdo se siguen haciendo los mismos dibujos, lo que ha cambiado es la reacción ante ellos. Hoy en día es mucho más difícil burlarse de todo. Y cuando digo de todo me refiero a todo. Esta es la función del periodista satírico. La posibilidad de hacer humor es sinónimo de libertad. Recuerda la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. El asesinato que se narra está motivado por el deseo de prohibir el libro de Aristóteles sobre la risa. Algo parecido a lo que cuenta Eco nos ha pasado a nosotros: nos quisieron matar porque nos reíamos. Nuestros asesinos no eran tan cultos como el viejo monje de Eco, pero las motivaciones eran similares. Aquellos que llenan de mierda la cabeza de quienes cometen los atentados quieren un mundo en el que nadie pueda reírse. La burla satírica es una manifestación de libertad y energía, es una luz que proyectas sobre algo. Tú puedes prohibir esta luz, pero terminarás por prohibirlas todas. Para mí el debate sobre el respeto es absurdo: yo puedo burlarme de una religión y respetar a los creyentes. El humor no tiene nada que ver con la falta de respeto.