Representación
Roger Chartier ha sido el historiador que más ha investigado en los últimos años sobre el concepto de representación. Ciertamente, en un mundo mediático como en el que vivimos, la fuerza de la representación se ha impuesto sobre la realidad objetiva como objeto de interés para los historiadores. Todo es imagen, representación, escenificación. La cubana Lupe cantaba con su característico desgarro: “Lo tuyo es puro teatro / falsedad bien ensayada / estudiado simulacro / fue tu mejor actuación / destrozar mi corazón / y hoy que me lloras de veras / perdona que no te crea / me parece que es teatro / lo tuyo es puro teatro”. La escenificación no sólo incide en la peripecia sentimental que tanto preocupaba a la Lupe. Hoy la política ha degenerado en puro ejercicio escénico.
La cosa viene ciertamente de lejos. Luis Vives, a comienzos del siglo XVI, decía: “La vida del hombre viene a ser una representación escénica en la cual cada uno desempeña el personaje que se le señaló. Hay que procurar que en esa comedia anden las pasiones moderadas, porque no sea catastrófico ni manchado de sangre el desenlace, como suele ser en las tragedias, sino apacible y risueño, como acostumbra a ser en las comedias”. La vida es teatro. Para Vives, de nosotros depende que ese teatro lo convirtamos en comedia y no en tragedia. El valenciano Vives se pasó buena parte de su vida fuera de España disimulando su condición de descendiente de judíos, intentando olvidar la tragedia de su familia (sus padres muertos por la propia Inquisición, acusados de judaizantes) e instalado en la voluntad de representación, de fingimiento, de evasión de la realidad.
Esa misma conciencia del sentido escénico de la vida la tuvo Mariano José de Larra tres siglos más tarde. Después de la Guerra de la Independencia, él, un liberal con vocación crítica, le escribía a otro liberal: “Todo es pura representación... desengáñate de una vez y acaba de creer a pies juntillas no sólo que vivimos bajo un régimen representativo, aunque te engañen las apariencias, sino que todo esto no es más que pura representación, a la cual para ser de todo punto igual a una de teatro, no le faltan más que los silbidos”.
La política actual en Cataluña merecería infinidad de comentarios irónicos de un genio de la sátira como Larra y podría ser objeto de alguna película dirigida por el mejor Berlanga
La política actual en Cataluña merecería infinidad de comentarios irónicos de un genio de la sátira como Larra y podría ser objeto de alguna película dirigida por el mejor Berlanga. ¿Cómo se podría describir la preparación escénica impecable de las manifestaciones independentistas en Barcelona? ¿Qué decir del seguimiento de consignas como la aplicación del horario 17.14 para cualquier expresión de protesta en función de la mítica significación que se le atribuye a 1714? ¿Cómo se podría comentar la singular operación de extracción de 155 euros en los bancos el viernes 20 de octubre en base a la memoria del famoso artículo 155 de la Constitución?
El simbolismo simplista, la dramatización impostada, la conversión de la política en espectáculo lo inundan todo y desde luego esconden la realidad, que pasa a ser irrelevante. La política se reduce a la dualidad actores-espectadores. La sociedad sólo es público destinado a consumir mensajes breves, con el pensamiento simple y maniqueo como eje. La complejidad abruma. La inteligencia, a lo máximo que puede aspirar, es a exhibir ingenio. Me temo que no ha cambiado mucho hoy el público consumidor respecto al de 1827 cuando decía de él, el citado Larra: “Es caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que lo componen, que es intolerante al mismo tiempo que sufrido y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras: que ama con idolatría sin porqué y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito modesto; que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes y premia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados”.
Larra se suicidó el 13 de febrero de 1837 harto del escenario teatral en el que le tocó vivir. No sé si consuela mucho saber que lo de la posverdad y su sarta de mentiras y distorsiones interesadas, tiene un largo recorrido histórico. Ciertamente, algún día la función teatral acabará y emergerá la realidad perdida entre tanto despliegue escénico. No quiero ni pensar en las consecuencias del descubrimiento.