Falange y Literatura. Fascismo / DANIEL ROSELL

Falange y Literatura. Fascismo / DANIEL ROSELL

Democracias

Analogías sobre el 'Camelot' falangista

La guerra cultural que desde los años veinte del pasado siglo condujo a España al fascismo y a la dictadura presenta inquietantes analogías con nuestro presente

13 marzo, 2021 00:10

“Somos Gabinete Caligari y somos fascistas”. La frase que pronunció Jaime Urrutia en la sala Rock-Ola de Madrid en 1981, la noche de la puesta de largo del grupo, que había tomado su nombre de la película expresionista dirigida sesenta años antes por Robert Wiene en Weißensee, al Noreste del Berlín recién salido de la Primera Guerra Mundial, sonó como una descomunal provocación. Y lo era. Desconcierto y silencio. Acto seguido, un sonido de guitarras oscuras abrigó la proclama punk de tres músicos fascinados por la estética nazi, devotos de la tauromaquia y que en sus canciones hablaban, en aquellos años inciertos, de la grandeza de "la sangre española". Ninguno de ellos era nacional-socialista, pero la impertinencia retumbó en esa España recién salida de una dictadura asesina, sólo un año antes de ser gobernada por el socialismo de Suresnes, como un cañonazo. De repente, eran el centro de la atención. 

Lo que en ese instante de la Santa Transición parecía una irreverencia, tras cuarenta años de represión y ausencia de libertades, seis décadas antes había sido interpretado y acogido por una masa social más que relevante como uno de los fenómenos sociales que expresaban la irrupción en Europa de la modernidad y el principio de la era de las vanguardias. Es la prueba de que un mismo hecho –el ascenso de los nacionalismos agresivos– puede ser contemplado, en un lapso de tiempo no excesivamente largo, apenas algo más de medio siglo, de forma divergente y hasta contradictoria. 

Trapiello, paisaje con figuras / DANIEL ROSELL

Intelectuales españoles / DANIEL ROSELL

El fascismo fue un movimiento totalitario. Emergió, igual que ahora en el caso de los populismos, por factores múltiples y con una actitud entre descarada y temeraria. En Alemania, sin embargo, lo trajeron las urnas. Pero suele olvidarse que en su génesis influyó una suerte de guerra cultural, expresada tanto a través tanto de planteamientos artísticos como ideológicos, que presenta inquietantes analogías con nuestro presente. La historia no se repite nunca de forma idéntica, pero, igual que verso estricto, tiende a rimar. Las disonacias de entonces, en cierto sentido, son equivalentes a las de nuestros días. Especialmente cuando en una España sacudida por la calamidad de la pandemia y la devastación económica, contemplamos el ascenso electoral de la ultraderecha –un ritornello provocado por el desafío del soberanismo catalán–, en algunas plazas públicas vuelve a cantarse el Cara al sol o presenciamos, a través de las redes sociales, a nínfulas vestidas con la camisa azul que odian “a los judíos” y se declaran devotas de Onésimo Redondo. 

Falange y literatura, Mainer

Vivimos en el centro de un vendaval regresivo cuyas causas, antes de que se conviertan en manifestaciones políticas, son culturales. Y no parecen demasiado alejadas de las que, entre los años veinte y mediados de los treinta del siglo pasado, condujeron a España a la Guerra Civil. La patología internacional que supuso el facismo (en Italia) y el nazismo (en Alemania), con su extraordinario coste en vidas humanas, no fue percibida en su momento –a excepción de mentes brillantísimas, como Manuel Chaves Nogales, el milagroso periodista sevillano– como un desastre. Para muchos fueron incluso una forma de salvación ante un mundo dislocado y hostil, que es el universo mental que comienza con la Guerra de 1914, cierre de la centuria decimonónica y anuncio del siglo XX. 

El liberalismo político se enfrentaba al acoso de movimientos redentoristas que prometían orden, patria y prosperidad, aunque acabaron trayendo muerte, destrucción y ruina. Sus líderes, entre mesiánicos y ridículos, sedujeron a las masas populares –en Rusia, en Italia, en Prusia– con una combinación de sentimentalismo elemental, la furibunda reivindicación de ficticios orgullos patrióticos y el uso de la violencia como herramienta política. Sin polarización no hay fascismo que prospere, pero para que su triunfo –que es el fracaso de todos– acontezca es necesario articular una arquitectura ideológica a partir de los elementos disponibles en la cultura de una época. Crer una aleación de ideas, tácticas, mentiras y calamidades. 

Casi unas memorias, Dionisio Ridruejo

Probablemente los dos libros que mejor retratan este sustrato cultural de los fascismos sean Falange y Literatura (RBA), de José Carlos Mainer, y Las armas y las letras (Destino), de Andrés Trapiello. El primero profundiza, con una clarividencia admirable, en el fenómeno cultural del falangismo; el segundo, una obra capital en la historia de la literatura española, escrita además al margen de la academia, traza una raya en el agua del océano (tan ibérico) del sectarismo cultural y establece la necesidad de discriminar entre literatura y política frente al revisionismo literario con intereses partidarios. “Unos ganaron la guerra, otros los manuales de literatura”, explica Trapiello en la primera edición de su ensayo, publicado por vez primera en los años noventa y ampliado desde entonces con el infinito material de las dos Españas de las Letras

El ensayo de Mainer, editado por primera vez en 1971, con Franco todavía vivo –su segunda edición data de 2013 e incluye una antología de textos fascistas–, probablemente es el estudio más riguroso sobre la asombrosa fascinación que, en su orígenes, provocaron unos fascismos que, junto a los fusiles, se apoyaban en veleidades literarias, sobre todo poéticas, que han dejado libros y personajes moralmente deleznables, pero literariamente notables, como es el caso de César González Ruano, Agustín de Foxá o Dionisio Ridruejo. Sin ellos no puede entenderse lo sucedió entonces ni tampoco lo que ocurre ahora. 

'Las armas y las letras', Andrés Trapiello / DESTINO

En la tormentosa Europa de inicios del pasado siglo, las calamidades se sucedían sin remedio: tras la Gran Guerra del 14, llega la Revolución Rusa –el totalitarismo comunista toma el poder–, se produce la marcha sobre Roma (1922) de Mussolini y acontece el crack financiero de 1929, mientras las vanguardias inventan un mundo bizarro y defienden el arte irracional. La política se polariza hasta abrazar los extremismos. Las clases medias desaparecen y los falsos redentores encuentran libre el camino que han abandonado las democracias liberales. Su fracaso alimentará el discurso rupturista de una nueva política

En España los fascismos no son tanto un fenómeno popular –sí es el caso en Italia o Alemania– cuanto la aspiración de unas minorías intelectuales con vocación aristocratizante que, unidas a movimientos tradicionalistas y reaccionarios, como es el caso del carlismo, terminarían configurando el sincretismo instrumental que Franco bautizó como Movimiento Nacional. Hasta la Guerra Civil, cuando los generales golpistas fusionan el simbolismo falangista con el integrismo religioso para establecer sus dos principales ejes ideológicos, y hasta 1945, cuando el ascendente falangista queda orillado por otras capillas del régimen franquista, el fascismo español opera sobre un escenario político incendiario pero a todas luces diferente. 

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España no participó en la Guerra de 1914. No contaba con una minoría hebrea porque era un país básicamente agrario y con una industrialización incipiente, localizada en Euskadi y Cataluña, territorios donde brotan los nacionalismos periféricos. Carecía también de excombatientes. Los agravios –el desastre americano del 98 y la frustración del sueño colonial africano– molestaban más a las élites y a la milicia que al resto de la población, que bastante tenía con sobrevivir. Era un país con un elevadísimo grado de analfabetismo, socialmente convulso y culturalmente atrasado. Las aspiraciones de volver a vivir una nueva grandeza era el sueño de un grupo social limitado, cuyos herederos buscaban su entronización personal más que la defensa de un proyecto político sólido. 

No es nada casual que la fascinación de la modernidad fascista –una modernidad errada– prendiera entre la juventud. El símbolo de esta generación, santificado más tarde por el franquismo, es José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador amparado por Alfonso XIII y vástago de una dinastía agraria jerezana. A falta de un enemigo exterior, dada la irrelevancia internacional de la España del desastre, el falangismo encuentra a sus adversarios en los nacionalismos periféricos y en los sectores ilustrados partidarios del reformismo republicano. La Anti-España, como la bautizará la propaganda dirigida por un Dionisio Ridruejo –traductor de Josep Pla– que terminó siendo adorado como guía por la intelectualidad del tardofranquismo –Benet, Pradera, Ferlosio–, compuesta por  los hijos díscolos (en su mayoría comunistas) de los vencedores de la Guerra Civil. Lo que había fascinado a sus padres, horrorizaba a sus hijos. 

poesiaLa gran pregunta, vista desde nuestros días, es qué diablos encontró esa generación de los años veinte y treinta en el fascismo. La respuesta, según Mainer, está en la estrategia de manipulación cultural, exitosa, que desarrolla el falangismo más temprano, hecha primero en espacios culturales compartidos con intelectuales de izquierdas –es el caso de La Gaceta literaria (1927-1932), dirigida por Ernesto Giménez Caballero, el gran agitador cultural de Falange, pero donde escribían Alberti y otros significativos poetas republicanos– y más tarde  mediante la instrumentalización (interesada) de referentes intelectuales como Unamuno –que apoyó el alzamiento militar para acto seguido enfrentarse a los golpistas–, Baroja y Ortega y Gasset, por el que los camisas viejas sentían, al mismo tiempo, admiración y rechazo. 

La gran pregunta, vista desde nuestros días, es qué diablos encontró esa generación de los años veinte y treinta en el fascismo. La respuesta, según Mainer, está en la estrategia de

Vanguardistas de camisa azul

El retrato de Mainer sobre los afluentes intelectuales con los que la Falange nutre su ideario menciona desde la estrategia de apropiación de la Generación del 98 –demasiado sabia y escéptica, según Trapiello, para creerse su cuento de la redención política– a la canonización en vida de personajes como Menéndez Pelayo –frente a Galdós, padre intelectual del regeneracionismo– o Pemán, sin obviar episodios como la fundación del periódico La Conquista del Estado (1931), un semanario fascista alumbrado al calor de las tesis de Curzio Malaparte, o la jura de armas de Eugeni D’Ors, brújula del Noucentisme, que había roto con la Mancomunitat y escribía su Glosario en las páginas del ABC, el diario monárquico para el que trabajó en Roma un joven Rafael Sánchez Mazas, años más tarde resurrecto de un falso fusilamiento –que se cuenta en Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas– que, tras constatar el ascenso del fascismo escribe: “Los partidos que van a caballo ganan siempre”. ¿Acaso sirvió esta imagen como inspiración del vídeo electoral donde Santiago Abascal  (Vox) anuncia su reconquista montado en un córcel? Las casualidades, en política, no existen. Y en cultura, como dejó escrito Xènius, “todo lo que no es tradición, es plagio”. 

137705 5A Primo de Rivera, fusilado en Alicante, cuyos últimos días narra Antonio Rivero Taravillo en la novela El Ausente (La Esfera), y cuyos restos son ya los únicos que reposan en el Valle de los Caídos, lo rodeaba una corte de devotos y poetas. Entre otras excentricidades, organizaban fiestas aristocráticas de etiqueta –Las cenas de Carlomagno– y se congregaban para discutir sobre poesía, arte y revolución en un imaginario Camelot fascista. Lo describen en La corte literaria de José Antonio Mónica y Pablo Carbajosa o Mechthild Albert en Vanguardistas de camisa azul

A Primo de Rivera, fusilado en Alicante, cuyos últimos días narra

El pretérito sigue proyectando su sombra sobre nuestro presente, con la diferencia de que la violencia callejera no ha degenerado (todavía) en pistolerismo. Los líderes políticos, a derecha e izquierda, no buscan el acuerdo ni contribuyen a la convivencia. Alimentan el odio. Buscan el exterminio (simbólico) del contrario. Los liberales desestabilizan el sistema que los acoge. Los socialistas comulgan con el separatismo. Nada es igual y, en cierto sentido, todo parece un poco lo mismo.

Eugeni d'Ors: el hombre de las mil caras

Eugeni d'Ors

En 1914, Ortega y Gasset pronunciaba en el Teatro de la Comedia de Madrid una conferencia para explicar las diferencias entre la Vieja y la Nueva Política. Veinte años después, en ese mismo escenario, Primo de Rivera se dirigía a los primeros militantes de Falange, jóvenes airados y líricos que se creían los únicos héroes de una epopeya sangrienta que nos condujo al desastre. Los sueños (culturales) de la modernidad (regresiva) producen monstruos (políticos).