El escritor Andreu Navarra / PABLO MIRANZO

El escritor Andreu Navarra / PABLO MIRANZO

Democracias

Andreu Navarra: “Estamos viviendo una etapa de iconoclastia antiintelectual”

El ensayista y profesor de Secundaria reflexiona sobre el estado de postración en el que se encuentra la educación y el efecto de los dogmas tecnológicos y lúdicos en la escuela

27 septiembre, 2021 00:10

Si alguien conoce la verdadera realidad de las aulas de Secundaria es Andreu Navarra. Historiador y escritor –es autor entre otros libros de La escritura y el poder. Vida y ambiciones de Eugenio d’Ors (Tusquets) y acaba de publicar La revolución imposible. Vida y muerte de Andreu Nin en la misma editorial– ejerce profesionalmente como profesor. Desde esta experiencia ha contado con mirada crítica, pero huyendo de una visión apocalíptica, la dramática situación que vive la educación pública. En Prohibido aprender (Anagrama) sostiene que la democracia ha sido incapaz de crear una escuela de calidad y explica cómo las leyes educativas, independientemente de su color político, han convertido la educación pública en una enseñanza de segunda división, bajando el nivel y dejando a muchos estudiantes por el camino. 

–¿Cuál es la relación entre Devaluación continua, su anterior ensayo, y Prohibido aprender? 

Devaluación continua era un diagnóstico. El subtítulo lo indica: Informe urgente. Quería contar lo que sucede en nuestros centros educativos, aunque las experiencias más extremas o truculentas no las expliqué para no parecer demagógico y evitar la estridencia. Es un libro contra los Apocalipsis cotidianos, los tópicos y el populismo. Pretendía dar esperanza a miles de docentes que son cuestionados e insultados cada día en los medios para que de algún modo vieran que no estaban solos. Me consta que el libro ha cumplido esa función y creo que es la razón de su éxito. 

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–¿Prohibido aprender es menos vivencial?

–Sí. Es un libro político. Creo que las preguntas sobre el sistema educativo deben dejar de centrarse en lo que desea el sistema –las discusiones bizantinas sobre metodologías– para hablar del pensamiento único neoliberal y poner el foco en ese haz de doctrinas ultrarreaccionarias que impiden el desarrollo de un sistema democrático desde 1970. Mientras se cocina artificialmente la guerra civil entre profesaurios e innovadores, el sistema sigue estando infrafinanciado, la escuela pública se está convirtiendo en una red de centros de internamiento para inmigrantes y cada vez más alumnos desfavorecidos son abandonados en el analfabetismo funcional. 

La manera de abordar esto no es retomar el espíritu de las leyes del tardofranquismo y de la LOGSE, es decir, el populismo educativo. Es bajar las ratios por clase, invertir del 5% del PIB como mínimo (en Europa ronda el 6%), acabar con las legislaciones disruptivas para, desde un punto de vista evolutivo, introducir mejoras y no provocar terremotos burocrático-mediáticos. También detener la proliferación de burocracia en los centros educativos, que deben servir para educar y no para producir datos cocinados.

–¿Hasta qué punto la pedagogía ha caído en manos de la ideología? 

–La pedagogía está en manos de una ideología antidemocrática: el neoliberalismo postmoderno, cuyo principal rasgo es el economicismo radical. Es una ideología difícil de combatir porque ni siquiera es percibida por quienes la defienden por acción u omisión. Digamos que no se ve. Hemos naturalizado que sea la banca, el FMI, la OCDE o fundaciones privadas con intereses extrapedagógicos las que nos dicten las políticas educativas para moldear la sociedad al servicio de los mercados. Las leyes se proponen facilitar la explotación de los jóvenes, no su desarrollo personal o ciudadano. 

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Lo decía Bertrand Russell: sin ciencia no es posible la democracia. La lucha por la cultura se percibe como elitista, cuando toda nuestra izquierda (la republicana, la socialdemócrata, la libertaria, incluso la radical y la marxista) se basaba en la extensión de la cultura y la ciencia, como sucede en cualquier país civilizado. Esta ludificación interesada, esta escuela para el placer y el capricho, es profundamente ideológica y política. Busca el mantenimiento de las élites económicas en el poder absoluto, sin contrapesos democráticos. De ahí la moda emotivista, que impide situar al alumnado en una comunidad heredada o escogida desde la que luchar por la emancipación social y personal. La ideología dominante ha tomado el aspecto de una religión incontestable, las propuestas oficiales son dogmas de fe. Cualquiera que se atreva a plantear cualquier duda es etiquetado inmediatamente de fascista, reaccionario, obsoleto o retrógrado. Pero ¿qué hay más retrógrado que la persecución de los saberes científicos y humanísticos, que el sueño de una escuela sin libros y sin saber transmisible, con las bibliotecas cerradas? Estamos viviendo una etapa de auténtica iconoclastia antiintelectual.

–En el libro subrayas que, en temas de educación, no hay diferencia entre izquierda y derecha ¿Ambas suscriben un mismo concepto educativo?

–Sin duda, igual que las consejerías autonómicas: se limitan a adaptar las directrices europeas, orientadas a las competencias, la empleabilidad y la anulación del conflicto social, que es el alma de las democracias. Deberíamos estar dispuestos a diseñar nuestra propia ruta educativa, con valores no economicistas, en un sentido cultural, inclusivo y científico. Las últimas leyes son hipócritas y declarativas. Es algo que se nota en los capítulos dedicados a la inclusión: nadie aclara con qué dinero se implantarán las medidas, todo suena a hueco y a escaparate. Se trata de que parezca que se hacen cosas grandes sin invertir ni un euro más. Es lo que explica que eminencias universitarias apoyen disparates durante su gestión política. Y ya veremos si no se acercan recortes.

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–¿Esta concepción neoliberal de la educación puede leerse como una traición de la izquierda? 

–Es una traición a la juventud. El alumnado no quiere condescendencia ni regalos fraudulentos. Deberíamos ser capaces de diseñar una educación normal para un país normal. Nuestra juventud no es completamente estúpida, sólo un idiota o un interesado puede dar por buenas las propuestas oficiales. No resisten ni el más mínimo análisis racional ni la confrontación con la realidad. Necesitamos realismo, menos postureo y más lealtad al futuro de nuestra juventud. Además, hay un problema del que aún no hemos hablado: la tara de nuestra sociedad es la ausencia de empleos calificados. Tenemos personal bien formado que va a malvivir para en el precariado más extremo.

Hay personas de cuarenta años que no han visto un contrato laboral en su vida. Por eso se devalúa adrede el sistema educativo. Una sociedad poco formada no reclamará lo que le toca por justicia: vidas dignas con empleos dignos con salarios dignos. Los buenos empleos son para la elite económica, educada de forma más exigente. Al alumnado pobre se le exigirá que lo siga siendo siempre, y encima callando, entre juguetes y entretenimientos banales. Las leyes de educación nos conducen a perder el tiempo, son un palo en la rueda de la bici de nuestra juventud, que se merece algo más que autoritarismo paternal y el fraude académico.

–Le preguntaba si existe una traición de la izquierda

–La izquierda no nos ha traicionado porque carecemos de ella. Nos arreglamos con simulacros populistas de todos los sectores. En un sentido global, tanto la izquierda como la derecha han traicionado a los jóvenes. Han antepuesto el partidismo a la consolidación de una democracia madura que brinde un futuro. Ya no engañan a nadie estos políticos cruzándose acusaciones: lo que está sobre la mesa en este instante es el futuro de la democracia, y en esto se han de comprometer todos, izquierdas, derechas, creyentes, ateos, clericales y anticlericales. 

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–Usted pone el foco es en Álvaro Marchesi, uno de los padres de la LOGSE. ¿Con él empezó todo?

–No. Empezó en 1970, con la ley del ministro Villar Palasí. Hubo un momento esperanzador cuando José María Maravall, quizás el único socialista real en aquella época, consiguió extender la educación hasta la totalidad de la población, casi doblando el presupuesto educativo. Desde esa posición podríamos haber evolucionado hacia la dignificación de la Formación Profesional, combinando el rigor académico con la universalidad de un servicio público esencial en democracia. Marchesi pensó que con la LOGSE se conseguiría atraer a más y más gente hacia valores educativos, pero todos los peligros que anunció se cumplieron fatalmente: masificación, banalización, dependencia de modas, inercias… Lo que sí se debe totalmente a la reforma marchesiana es el pensamiento binario que condenó a miles de buenos docentes a ser residualizados y a ser considerados personas inútiles y sobrantes. A partir de 1990 se monta el numerito consistente en anular la oposición pedagógica, erradicar el debate educativo sano y crítico para sustituirlo por el ordeno y mando. En 1990 iniciamos la mala praxis de imponer el pensamiento único sin consultar a los docentes. Y ahí seguimos. Una democracia no se puede permitir este ninguneo del debate público. 

–¿España ha sido incapaz de construir una escuela pública de calidad tras el franquismo?

–El franquismo (el Movimiento) se construyó a partir de culturas políticas de extrema derecha: el tradicionalismo carlista, el falangismo y la tecnocracia integrista. De estas tres ramas acabaron predominando las dos últimas. Es evidente que el fascismo contribuyó a crear una escuela autoritaria y ultranacionalista, con valores regeneracionistas. El franquismo tecnocrático intentó implantar reformas que lavaran la cara al Régimen y le aportaran la necesaria modernidad. Pienso que, quizás por un trauma colectivo asociado a la odiosa escuela fascistizante, están muy vivas ideas como la letra con sangre entra o la lista de los Reyes Godos. Son símbolos de la educación franquista que no nos dejan ver que el modelo actual bebe mucho de la tecnocracia de los años 60 y 70, y que no tiene nada de progresista. 

El problema es que estamos en 2021. A esas inercias conceptuales derivadas de 1970 hay que añadir la pura y simple dictadura competencial que procede de Bruselas. Mi pregunta es: ¿Por qué tantas prótesis? ¿Por qué no abrimos el presupuesto a lo que necesita realmente el país? ¿Por qué mandamos al exilio a nuestra juventud formada? ¿Por qué seguimos apostando por los valores económicos de 1959, especulación inmobiliaria y turismo? ¿Por qué no innovamos tecnológicamente? ¿Por qué funcionamos como una colonia voluntaria? ¿De verdad no somos capaces de ver algo más allá de la estricta titulitis y que se lo pasen bien antes de ser triturados en empleos basura o dejarlos en la cuneta de la historia, parados para siempre? La creación de empleo digno volvería a hacer necesaria una escuela digna y llena de saberes.

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–¿Qué papel juega la escuela concertada?

–La concertada es una herramienta a través de la cual las clases medias altas y altas impiden mezclarse con la inmigración. Sospecho que, más allá del debate sobre la libertad de opciones, lo que hay es aporofobia y una situación de apartheid en las periferias de las grandes ciudades. Una red estatal fuerte y prestigiosa, bien dotada y cultural, paliaría esta utilización fraudulenta de la red pública. Las propuestas oficiales se llenan de palabras bonitas: multiculturalidad, inclusión; la realidad es más prosaica: somos racistas y nos interesa disimularlo. No vamos a financiar la pública como toca porque es la red de segunda división para pobres y desahuciados. Es lo que ha ocurrido en Suecia, Reino Unido y Estados Unidos.

–Leyendo su ensayo da la impresión de que las propuestas pedagógicas que están detrás de las reformas educativas no están demasiado lejos de la autoayuda…

–La autoayuda y los ansiolíticos son la respuesta que da nuestra sociedad al malestar social. Nadie tiene la más mínima intención de dotar a la sanidad pública o a la educación de suficientes personal y recursos, o explicar a la población las razones de la privatización y los recortes. Los problemas personales se reducen a problemas de salud mental, que se solucionan con pastillas y rentas mínimas. La autoayuda lo reduce todo a la esfera individual. La nueva educación hace lo mismo: borra todo lo que pueda dar un sentido colectivo a nuestra vida. La pedagogía oficial, que es autoayuda happycrática, nos reduce a ser productores pasivos de datos, siempre ante una pantalla. Las nuevas pedagogías buscan empleados intercambiables, prescindibles, que incluso acepten positivamente sus propios ceses y aplaudan a los zoquetes que elegimos como líderes.

–¿El igualitarismo es un concepto trampa? 

–La pedagogía oficial trabaja mucho con la idea de equidad, pero en un sentido abusivo. Si hubiera equidad real, no llegarían a primero de ESO tantos alumnos que no saben leer ni escribir. La equidad –en un sentido disfuncional– está conduciendo a la equiparación del nivel por abajo, por el nihilismo, lo que dispara el nivel de desigualdad social. Estamos dejando inermes a nuestras clases bajas rodeadas de paternalismo sonriente e hipócrita. La respuesta está fuera del sistema educativo: el problema es la desigualdad social mantenida por las élites. Carecemos de políticas democráticas, sólo tenemos fachadas. Por eso esta situación se parece tanto a la de 1970. 

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–En su ensayo señala que se ha bajado el nivel educativo. ¿Se busca ciudadanos acríticos e incultos?

–El mercado exige que formemos camareros y ciberproletariado. Es decir, que desformemos. No hace falta ir muy lejos para encontrar declaraciones oficiales en este sentido. Oímos a la ministra anterior, Isabel Celaá, abominar del “enciclopedismo”, para “dar un vuelco” al sistema, como si aprender cosas fuera algo malo. ¿Es que tendremos que ponernos a derribar estatuas del Padre Feijoo, volver a la situación de 1680? El sistema no necesita más revolcones. Necesita apoyos y mejora progresiva. También hemos oído hablar de una “renta mínima cultural”. ¡Y se quedan tan anchos! ¿De verdad nos debemos conformar con esto? Enseñar no es oprimir, si se enseña desde el sentido racional. No necesitamos una vaporosa Escuela del Ser, sino una Escuela del Pensar. Nuestros dirigentes sin embargo no parecen dispuestos a dejar que nuestra juventud piense algún día por sí misma. Para alcanzar esa madurez hace falta estudiar, escuchar, leer, aprender con pausa y serenidad. Y, desde luego, lo que no hay en nuestra secundaria es tiempo, tranquilidad necesaria para escuchar, adaptar, pensar en libertad.

–¿Tampoco hay libertad de cátedra?

–Eso no existe en secundaria. Todo depende cada vez más de las políticas de los centros, pero paradójicamente no hay suficientes horas para coordinarse. Todo el mundo espera instrucciones como agua de mayo, y cuando llegan son tan abstractas y extravagantes que no sirven de nada.

–¿Se ha sustituido los conocimientos teóricos-culturales por la tecnología? Estamos habituados a escuchar a los políticos hablar de pantallas en las aulas y de clases online

–Pero sólo en sentido pasivo. Todo el mundo habla de utilizar redes sociales y programas, pero no de crearlos. Hemos banalizado incluso la tecnología. Si nos creyéramos esa canción estaríamos pensando en cómo formar programadores. Pero, claro, eso implica saber matemáticas, saber lenguajes y aprender idiomas formales. Hay que estudiar bastante duro para ser informáticamente creativo. Lo que estamos haciendo es generar juguetes humanos de las redes, crear trampas para la pasividad y la inercia. Eso no es aprendizaje tecnológico. Jugar a un videojuego no es formación tecnológica. Borrar la cultura de la faz de la tierra para sustituirla por la nada no es formación tecnológica, es nihilismo iconoclasta. Formación tecnológica es diseñar videojuegos y crear las condiciones para que ese tejido empresarial se desarrolle. Hay iniciativas de este tipo, pero deberían estudiarse en serio. No necesitamos leyes megalómanas, sino proyectos reales y realizables.

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–Usted incide en la falta de capacidad lectora de los estudiantes, en su desconocimiento sobre cultura general o en sus dificultades a la hora de redactar. ¿Tiene esto que ver con el abuso de las pantallas? ¿O es fruto también de una sociedad que tacha la alta cultura de elitista?

–Todo tiene que ver, pero me parece que lo determinante es el ambiente antiintelectual que impide que el cultivo de la lectura y la información contrastada sean cosas naturales. Por las redes me escriben muchas veces: “Mi hijo no lee. ¿Qué hago para que lea?”. Y respondo: “¿Usted lee? ¿Su hijo lo ve leer? ¿Le quita el smartphone alguna vez? ¿Comentan lecturas? ¿Desconectan alguna vez?”. Nunca hay que culpar a la juventud de sus resultados o valores: si hay algo malo o disfuncional en ellos es culpa nuestra, de los adultos que se niegan a comportarse como tales. Todos sabemos que la tecnoadicción es terrible. Pero no hacemos nada. Es la nueva religión. Escapar de sus dogmas y de su poder absoluto, devolviéndole a la tecnología el estatus de herramienta útil, debería ser el papel de las familias y de la escuela. Sin embargo, la ley obliga a consolidar este imperio de superficialidad, ansiedad y falseamiento de nuestras propias vidas. El dinero fluye a espuertas hacia las comercializadoras.

–¿Se puede decir que los bajos índices de lectura de los adultos se ven reflejados en los más jóvenes?

–De manera total. De hecho, muchos jóvenes leen más que los adultos. Entre todos deberíamos crear un movimiento crítico que nos devolviera nuestras propias vidas, nos desalienara. No faltan entre nosotros pensadores que nos alertan de este nuevo totalitarismo y nos invitan a recuperar ritmos y tiempos propios: Remedios Zafra, Catherine L’Ecuyer, o el filósofo Joan-Carles Mèlich. Ya es hora de que emprendamos el camino contrario a la tecnoutopía que nos degrada.

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–Hay quien sostiene que son muchos los que, siendo lectores infantiles, dejan de leer en la adolescencia. ¿Realmente es así?

–Es un problema de toda la sociedad. No hay que focalizar las culpas en sentido moralizador. Las familias, las escuelas, los institutos, las universidades y las instituciones deberían pensar en un modo nuevo de actuar: más pausado, crítico, reflexivo, informado, maduro. Estamos extendiendo la insatisfacción mientras proclamamos lo contrario, esa felicidad que en el fondo no es más que control social. No existe felicidad posible sin autonomía personal. La esclavitud mental es la peor de todas. La autonomía personal da un empleo digno, un sueldo justo y las herramientas culturales necesarias para analizar el entorno y controlar nuestras vidas. Todo lo demás es lavado de cerebro economicista.

–Usted escribe: “Los equipos universitarios progresistas legislan de espaldas a la realidad de las aulas de Secundaria” ¿Una de las realidades a las que se le da la espalda es la económica? 

–Uno de los objetivos de la Nueva Pedagogía, y su principal éxito, es el ocultamiento de la realidad social: en Europa, únicamente Bulgaria y Rumanía, son más desiguales que España. Esta realidad es intolerable. Hay que disimularla como sea, y el modo más eficaz de hacerlo es copando los medios con paraísos teóricos. Los regímenes fascistas inventaron el Estado corporativo para simular que en sus sociedades todo el mundo estaba de acuerdo con los destinos nacionales. Hoy ese papel lo ejerce el estándar digital: a nadie le gusta reconocerse como pobre, para eso están las redes, para crear simulacros de prosperidad. Así construimos entre todos nuestro simulacro de sistema educativo sólido. El simulacro sustituye una realidad incómoda. La actitud madura, naturalmente, consistiría en paliar la desigualdad.

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–Vivimos en una sociedad que no permite a los padres estar atentos a sus hijos. ¿Hemos trasladado nuestra labor a la escuela? ¿Es un problema de conciliación?

–Iría un poco más allá: diría que se ha romantizado el estado de salvajismo. Parece que no haya nadie dispuesto a poner límites, a enseñar, a educar. Es la sociedad en bloque la que deserta. El problema es de valores. Habitamos en un simulacro, cada uno de nosotros estamos únicamente atentos a los accidentes que pueden dañarnos a nosotros, sin empatía. No miramos los problemas, los tapamos con eslóganes, y santas pascuas. Tiene razón José Antonio Marina: en cinco años no se ha hecho nada para mejorar la educación. Las autoridades parecen ciegas, sordas y terriblemente cortoplacistas.

–Los profesores parecen haber adquirido mayor responsabilidad a la vez que pierden autoridad.

–Se culpa a la escuela de todas las disfuncionalidades de la sociedad, pero a la vez se la despoja de los recursos para conseguir algún cambio. Ha de haber asignaturas para todo pero nunca hay tiempo ni para lo básico: leer, comprender, escribir, multiplicar, dividir, saber dónde vive uno y qué le espera… Esto también es una situación provocada. Hace tiempo que hemos colapsado, que la desorientación general es palpable, y los políticos la agravan con acusaciones irracionales.

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–¿Qué hacemos con quienes no quieren estudiar?

–He escuchado a algún especialista responsable (quedan algunos) decir que se podría instaurar un sistema de doble titulación: una serviría para ir a trabajar o a aprender un oficio, y otra para seguir estudiando. Lo que no podemos hacer es excluir a todos, quedarnos en el caos actual. Se regalan los cursos a quienes ni siquiera han pisado las aulas y se quedan sin recursos ni estímulos los que de verdad desean aprender. Entre todos deberíamos dejar de mentirnos y acusarnos para examinar estos temas con sentido común. Sin empleos dignos estamos condenados a dinámicas propia del subdesarrollo.

–¿Estamos dejando a muchos estudiantes atrás?

–La elite económica está consiguiendo dejar a grandes mayorías sin armas intelectuales con las que defenderse y sin futuro. Ni siquiera disponemos de un corpus progresista alternativo que no deje de babear ante las promesas de los poderes económicos. La demagogia más burda se lo ha comido todo. Ésta es la invitación de mi libro: dejémonos de utopías y de autoengaños. Dibujemos un camino progresista para hoy, sin nostalgias ni servidumbres externas.