Estudio de trabajo de Flaubert en Croisset (1874) / GEORGES ANTOINE ROCHEGROSSE

Estudio de trabajo de Flaubert en Croisset (1874) / GEORGES ANTOINE ROCHEGROSSE

Letras

Flaubert, autobiografía epistolar

Alianza reúne en ‘El hilo del collar’ la correspondencia del novelista francés, cuyas opiniones son una enmienda a la totalidad a los dogmas ideológicos vigentes

28 septiembre, 2021 00:00

“Vivir como un burgués y pensar como un semidiós”. Este fue uno de los lemas de Gustave Flaubert, cuyo bicentenario es una buena excusa para volver a su obra, por ejemplo a su inagotable correspondencia, de la que se acaba de publicar una generosa antología titulada El hilo del collar (Alianza, 2021), editada y traducida por Antonio Álvarez de la Rosa. El actual descrédito del canon, convertido de pronto en un instrumento de censura y discriminación, nos está permitiendo disfrutar de los autores consagrados en él con una fruición inesperada. Despojados de su autoridad y liberados del museo, escritores como Flaubert irradian desde una postura oblicua mucho más parecida a la que tuvieron en su época, cuando abominaban del estado de su sociedad

El canon, hasta cierto punto, les había anestesiado, pero ahora su voz vuelve a incordiar. Buena parte de las opiniones que Flaubert vertió en sus cartas son hoy en día anatema. Misógino –aunque toda la vida rodeado de estupendas amigas, amantes algunas de ellas–, atrabiliario, descreído del sufragio universal, alérgico a la vida, siempre inflamado de indignación contra la estupidez que a su juicio había provocado el mito de la igualdad, el oso de Normandía no acepta ninguno de los dogmas de nuestro siglo. Y por eso hay que volver a prestarle atención.

Flaubert

A diferencia de Balzac y Stendhal, que se adaptaron al tránsito entre dos eras y supieron aprovechar lo mejor de la restauración borbónica, Flaubert tuvo que enfrentarse a una sociedad –surgida de las revoluciones de 1830 y 1848– que encumbró a una nueva burguesía mercantil, filistea, hortera y bastante idiota. Su condena a Stendhal, aunque expresada en términos formales –Flaubert no soportaba su estilo desmañado, tampoco el de Balzac–, mal disimula la envidia por un hombre que se dedicó sobre todo a pasárselo bien. Para Stendhal, escribir era una forma más de felicidad, lo mismo que viajar, comer o amar. Flaubert, en cambio, se apartó de la vida, llegando a decir que la única manera de soportarla consistía en evitarla. Salvo un viaje de juventud a Oriente y otro a Túnez y Argel –para documentarse durante la redacción de Salambó (1862)–, apenas se movió de la casa familiar de Croisset, con puntuales estancias en su apartamento de París, una ciudad que detestaba. 

En su estudio, forrado de libros, con una piel de oso como alfombra y vistas al Sena, se dedicó a leer y releer a los clásicos, a estudiar latín y griego y a escribir con lentitud de orfebre sus pocas novelas, sus tres cuentos, algunas obras de teatro y miles de cartas. Los marineros que navegaban por el río se acostumbraron a ver la luz de su gabinete encendida toda la noche y a oír su voz estentórea declamando las frases que parecía grabar con buril. Fugitivo siempre de cualquier compromiso, exonerado de las servidumbres laborales por la epilepsia y amparado por las rentas, vivió casi toda su vida con su madre y con una sobrina huérfana, Caroline, a la que ahijó y cuidó con una ternura que sigue conmoviendo. 

Flaubert

Sus cartas conforman una autobiografía desinhibida, a ratos desternillante, llena de observaciones sagaces, exabruptos, procacidades, algunas barrabasadas y mucha información acerca del proceso de escritura de sus obras. Sorprende constatar hasta qué punto Flaubert tuvo claro el guión de su obra entera desde muy joven. Las tentaciones de San Antonio, Salambó, La educación sentimental y el Diccionario de ideas recibidas –y por tanto, de algún modo, Bouvard y Pécuchet– bullían en su imaginación ya a los veinte años. La estupidez, como fenómeno de la modernidad, fue sin duda su gran obsesión. Pero más allá de la aparente arrogancia de su actitud elitista, el asunto tiene implicaciones muy serias y su forma de abordarlo fue lúcida y valiente.

Los antiguos todavía distinguían entre dos variantes de locura: la manía y la moría. La primera es de origen divino y la segunda se parece más al desvarío o a la ignorancia. De ahí que el Morías enkómion de Erasmo se traduzca tanto por Elogio de la locura como por Elogio de la estupidez. El caso es que la estupidez, como signo de extravío mental, era todavía algo extraño y excepcional, ya que el hombre, incluso el más ignorante, podía encomendarse a la sabiduría. (Quizá por eso, al final de su vida, Flaubert creó al único personaje amable de toda su obra, la criada Félicité de Un corazón simple, ejemplo radical de beatitud: “para almas así lo sobrenatural es totalmente sencillo”.) 

madame bovary espanol

En la modernidad, en cambio, la estupidez es hija del afán de conocimiento. Flaubert es muy perspicaz cuando dice, en varias cartas, que el origen del mal de la inepcia estriba en “querer concluir”. Como le escribió a su íntimo Bouilhet: “Somos un hilo y queremos conocer la trama”. A su juicio, los más grandes –Homero, Shakespeare, Cervantes– se habían limitado a representar, que es lo único que realmente nos ha sido dado a los humanos. Con esa andanada al enciclopedismo, al positivismo y en realidad a la filosofía hegeliana, Flaubert se convirtió en el primer autor posmoderno, profeta tanto de la emancipación de la forma como del colapso de la Ilustración. 

Más allá de las jeremiadas, su crítica a la democracia contiene paralelismos con la que, poco antes, había formulado Tocqueville en La democracia en América (1835), sobre todo en lo que se refiere a lo que el pensador francés denominó “el gran vicio del espíritu democrático”, que tiende a crear un sistema de producción en detrimento de la educación y la contemplación. En una carta a Louise Colet de agosto de 1853, Flaubert se explaya a gusto al respecto:

La educación sentimental, Flaubert“¡Qué jaleo provoca la industria en el mundo! ¡Qué cosa escandalosa la máquina! A propósito de industria, ¿has pensado alguna vez en la cantidad de profesiones idiotas que engendra y en la masa de estupidez que, a la larga, va a generar? ¡Sería una estadística espantosa de hacer! ¿Qué puede esperarse de una población como la de Manchester que se pasa la vida haciendo alfileres? ¡La fabricación de un alfiler exige cinco o seis especialidades diferentes! Al subdividirse el trabajo, al lado de la máquina nacen cantidad de hombres-máquina. ¡Qué función la de acomodador de un tren! ¡La del ajustador en una imprenta!, etc., etc. Sí, la humanidad ha tomado el rumbo de la estupidez. Leconte tiene razón: nos lo ha formulado de un modo que no olvidaré. Los soñadores de la Edad Media eran hombres diferentes a los activos de los tiempos modernos”.

Y en otra carta a Leroyer de Chantepie, una escritora con la que tuvo una intensa y hermosa amistad epistolar –nunca llegaron a verse–, Flaubert se define como un libéral enragé:

“Continuemos con las confidencias. No siento simpatía por ningún partido político o, mejor dicho, abomino de todos ellos, porque me parecen igualmente limitados, falsos, pueriles, ocupándose de lo efímero, sin visión de conjunto y sin situarse nunca por encima de lo útil. Odio todo despotismo. Soy un liberal empedernido. De ahí que el socialismo me parezca un horror pedantesco que será la muerte de todo arte y de toda moralidad. Como espectador, he asistido a todas las revueltas de mi época”.

Con respecto al progreso y el socialismo, Flaubert formuló críticas muy precisas sobre el neocatolicismo que a su juicio suponía el movimiento. En una carta a Edma Roger des Genettes, escrita en el verano de 1864, disparó así contra los reformistas:

“Cada vez estoy más indignado contra los reformadores modernos que no han reformado nada. Todos, Saint-Simon, Leroux, Fourier y Proudhon, metidos en la Edad Media hasta el cuello; todos (cosa que no se ha analizado) creen en la revelación bíblica. ¿Por qué explicar cosas incomprensibles mediante otras cosas incomprensibles? Explicar el mal con el pecado original no es explicar nada en absoluto”. 

Si tenemos en cuenta el espíritu redentor que tendrán los movimientos revolucionarios en el siglo XX, la observación cobra aún mayor calado. Y con respecto al mal, su intercambio con Baudelaire es también muy revelador. Flaubert leyó muy bien Las flores del mal –como demuestra en la larga carta que le escribió al poeta– y a su vez Baudelaire escribió una reseña brillante de Madame Bovary. Los dos sufrieron procesos por inmoralidad y se enfrentaron a la hipocresía de su tiempo, pero después de leer Los paraísos artificiales, Flaubert le reprochó a su autor lo siguiente:

“Esta (para acabar de inmediato con el pero) es mi única objeción. Me parece que en un tema, tratado desde tanta altura, en un trabajo que es el comienzo de una ciencia, en una obra de observación natural y de inducción, ha insistido usted (y en varias ocasiones) demasiado sobre el Espíritu del mal. Huele a levadura católica por doquier. Hubiese preferido que no culpara al hachís, al opio, al exceso. ¿Sabe lo que, más adelante, saldrá de ahí?”

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

Baudelaire se quedó bastante perplejo y se defendió así: “Siempre me ha obsesionado la imposibilidad de dar cuenta de ciertas acciones o pensamientos repentinos del hombre sin la hipótesis de la intervención de una fuerza malvada exterior a él”. Es decir, para Baudelaire, el mal era aún la última manifestación de lo sagrado, mientras que para Flaubert ya es algo banal. Baudelaire es el último romántico. Flaubert, en cambio, entendió que esa vía estaba agotada y que se avecinaba el exterminio. De todos modos, lejos de ser un reaccionario predecible, Flaubert se enfrentó a todo el espectro ideológico. Durante la redacción de La educación sentimental (1869), le escribe a su amiga y confidente George Sand:

“El neocatolicismo, por una parte, y el socialismo, por otra, han embrutecido a Francia. Todo se mueve entre la Inmaculada Concepción y las tarteras de los obreros. Ya le dije que en mi libro no halago a los Demócratas, pero tampoco se salvan los Conservadores. Estoy escribiendo tres páginas sobre las abominaciones de la guardia nacional en junio del 48, lo que me pondrá en el punto de mira de los burgueses. Hago lo posible por restregarles su infamia por las narices”.

Destrucción de la Columna Vedome durante la Comuna de París / ANDRÉ ADOLPHE EUGÈNE DISDÉRI

Destrucción de la Columna Vedome durante la Comuna de París / ANDRÉ ADOLPHE EUGÈNE DISDÉRI

Desengañado de su tiempo, con una amargura que durante la crisis de la Comuna se convertirá en histeria, Flaubert se refugió en la literatura. A su juicio, la novela aún esperaba a su Homero y la prosa, a diferencia del verso, no se había convertido aún en Arte. Baudelaire sufrió el peso de una opresiva tradición prosódica y en sus poemas se atrevió a sacudir los barrotes del alejandrino francés, enfangando la pudorosa dicción lírica de su tiempo con el lenguaje del periodismo y la inmediatez del habla. 

Flaubert, por su parte, abominó del periodismo y de casi todos los novelistas contemporáneos, con la excepción de Dickens. Sus grandes referentes fueron Cervantes y Shakespeare, a quienes leyó y releyó durante toda su vida, dejándonos sobre ellos algunas reflexiones muy inteligentes. Su extrema exigencia formal y su deseo, expresado muy pronto, de escribir un libro “sobre nada”, que se sustentara tan sólo en el estilo, anuncia ya la crisis de las vanguardias. No por casualidad, Joyce fue un lector muy atento de Flaubert. De alguna manera, sus novelas presienten el final del género, de la alegría de narrar que aún se percibe en Balzac y Stendhal. Bouvard y Pécuchet preludian a Mercier y Camier de Beckett.

El novelista francés Gustave Flaubert / DANIEL ROSELL

El novelista francés Gustave Flaubert / DANIEL ROSELL

Y es que en realidad toda la obra de Flaubert habla de una sola y misma parálisis, de la extinción de la experiencia política, sentimental y religiosa. Tanto Madame Bovary como La educación sentimental ilustran el agotamiento de la representación amorosa, que ha desembocado en una atrofia del sentimiento. (Heredero de Flaubert, Nabokov tendrá que recurrir al estupro para poder decir algo aún al respecto). El desahucio del hombre como animal político, debido a la emergencia de las masas, atraviesa todas sus novelas, también Salambó, que puede leerse en esa clave. Y por último hay en Flaubert una osadía espiritual, patente en el experimento de Las tentaciones de San Antonio, que resulta muy llamativa para el lector del siglo XXI, habitante de un mundo postcristiano. 

Es célebre su observación, escrita en otra carta a Edma Roger des Genettes y que inspiró Memorias de Adriano a Marguerite Yourcenar, sobre el impasse religioso que supuso el estoicismo: “Cuando ya no estaban los Dioses y Cristo aún no estaba, hubo, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, un momento único en que solo estuvo el hombre”. Flaubert no fue, como a veces se ha dicho, un nihilista, precursor de la (insufrible) violencia apostrófica de Bernhard, sino en el fondo un spinoziano, creyente en un lógos supremo, antecesor en realidad de Robert Musil en su intento desesperado de salvar el espíritu en la modernidad:

“Cuando durante algún tiempo hayamos tratado el alma humana con la imparcialidad que ponemos en las ciencias físicas para estudiar la materia, habremos dado un paso inmenso. Es la única manera que tiene la humanidad de situarse un poco por encima de sí misma. Con franca pureza, se mirará entonces en el espejo de sus obras. Será como Dios, se juzgará desde lo alto. Creo que esto es factible. Quizá sea como para las matemáticas, solo el hallazgo de un método”.  

Por todo ello, Flaubert sigue siendo un escritor para nosotros