Cuarenta años de contrarrevolución
Las transformaciones sociales y políticas de los años 60 encontraron desde la década de los 80 la oposición de movimientos reaccionarios que cumplen ahora cuatro décadas
25 abril, 2021 00:10Hay dos décadas de la segunda mitad del siglo XX que se proyectan sobre el presente. Una, la de los años sesenta; otra, la de los ochenta. En la primera se iniciaron diversas transformaciones sociales, empezando por la defensa de la tolerancia, que mejoraron la vida de las gentes. En la segunda se puso freno a los cambios. Como señalaba Manuel Vázquez Montalbán evocando a Antonio Machado, se diría que “a todo movimiento progresista de superficie se le opone una reacción en profundidad que acaba por aniquilarlo”. Los sesenta se abrieron con el Concilio Vaticano II y con la música de The Beatles. Los ochenta, con Juan Pablo II y Abba. No es que los suecos fueran malos, pero carecían de la impronta creadora de los muchachos de Liverpool. En cuestiones de tecnología, los sesenta se inauguran con Yuri Gagarin como primer hombre en viajar al espacio y se cierran con Neil Amstrong pisando la luna. Lo más parecido en los ochenta es el gasto armamentista en el proyecto de guerra de las galaxias de Ronald Reagan, forzando una carrera belicista en todo el mundo.
Reagan, el papa Woytila y Margaret Thatcher son las figuras relevantes de los años ochenta, frente a la esperanza que simbolizan Juan XXIII y Martin Luther King en los sesenta. En los diez años que van de 1980 a 1990 fueron asesinados el obispo Óscar Arnulfo Romero, John Lennon y el dirigente sueco Olof Palme, símbolo de que se ponía fin al Concilio, a los Beatles y al Estado del Bienestar. Desde entonces todo ha ido a peor. Hasta hoy, cuando este movimiento contrarrevolucionario cumple cuarenta años y amenaza con consolidarse a medio y largo plazo. Ya ni siquiera la vida es un valor supremo y los partidarios de la pena de muerte presumen de ello con orgullo.
Fue en 1980 cuando se editó la novela La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Escrita tiempo atrás, su autor no consiguió publicarla en vida, pero cuando apareció se convirtió de inmediato en un éxito en todas partes. El mundo ya estaba preparado para identificarse con Ignatius Reilly, un antihéroe sumido en el fracaso de todos los proyectos, positivos o no. En los sesenta nace definitivamente el feminismo. Las mujeres cobran conciencia de su forma de estar en el mundo y de sus posibilidades de cambiar las cosas. La minifalda que se impone en esos años es, junto al sinsostenismo hoy olvidado, un anuncio de que estaban dispuestas a asumir el viejo eslogan libertario: la libertad no se da, se toma.
Incluso en la moda, por influencia del hippismo, se abrió paso la tendencia Adlib, contracción de la expresión ad libitum, que significa con libertad. Nada que ver con las hombreras ochenteras que no eran más que pura apariencia, con las melenas archipeinadas y rígidas de laca, con un vestir abarrocado que potenciaba la imagen de la mujer-objeto. El artificio triunfaba sobre lo espontáneo y natural. Las mujeres de los sesenta habían decidido ser libres, siguiendo el ejemplo de Rosa Parks, quien poco antes había revitalizado la defensa de los derechos de los negros al ocupar un asiento reservado a los blancos.
En Francia, Simone de Beauvoir, que cuando se licenció en filosofía no tenía aún derecho al voto, defendía ya en esa década el derecho al aborto, mientras que se generalizaba el uso de la píldora que liberaba a las mujeres de embarazos no deseados y les permitía una sexualidad libre. El movimiento de liberación sexual encalló, cómo no, en los ochenta, cuando empezó a expandirse la amenaza del virus del sida. Al mismo tiempo, la iglesia seguía condenando los anticonceptivos.
Al acabar los sesenta parecía consolidarse el principio esperanza del que había hablado Ernst Bloch o, si se prefiere, la humanidad empezaba a pensar que se hallaba cerca de la utopía. Para decirlo con Herbert Marcuse, se atisbaba el final de la utopía. Una expresión, señalaba el filósofo Francisco Fernández Buey, que debía ser entendida como “el comienzo de la posibilidad de realización de aquello que la utopía (socialista) anticipaba”. En los ochenta, todo amenazaba con irse al traste. Quizás por eso una de sus películas más emblemáticas sea la semigótica Blade Runner. En las antípodas, para no moverse de filmes sin final feliz, de la nítida West Side Story o la vibrante Espartaco. Ambos filmes son un canto a la libertad y el entendimiento. Hasta el Vaticano asumía parcialmente este mensaje y suprimía el índice de libros prohibidos.
Los años sesenta fueron los del triunfo y generalización (en Occidente) del Estado del Bienestar, mientras que los estudiantes, de París a Berkeley, de Roma a Barcelona, se rebelaban contra las desigualdades y criticaban la opulencia de la sociedad de consumo. Rechazaban el autoritarismo incluso en las aulas, cuestionaban el militarismo y se negaban a cumplir el servicio militar, al tiempo que se manifestaban en todas partes contra el imperialismo que masacraba Vietnam o invadía Checoslovaquia y aquí y allá se consolidaban los movimientos anticolonialistas.
Nada que ver con lo que ocurrió tras la llegada de Reagan y Margaret Thatcher, dos dirigentes que supusieron un cambio de marcha radical. De inmediato aprobaron un incremento de los gastos militares. Y no para realizar desfiles. En 1982 Reino Unido intervino en la guerra de las Malvinas y ese mismo año Reagan envió tropas al Líbano y se encargó de recordar al mundo que América Latina seguía siendo el patio trasero de los Estados Unidos, financiando y armando a la guerrilla que combatía el reciente triunfo del sandinismo en Nicaragua.
Que luego el propio sandinismo arruinara las esperanzas que hubiera podido generar su lucha contra la dictadura de Somoza es algo en perfecta consonancia con el movimiento contrarrevolucionario que triunfa hoy en el planeta. Hasta la izquierda se desacredita sola. El sandinismo no hizo otra cosa que seguir los pasos del resto de las izquierdas, desde las del llamado socialismo real (“En el socialismo real todo era real menos el socialismo”, dijo por entonces el sociólogo alemán Rudy Dutschke) hasta la socialdemocracia, convertida en mera gestora de las políticas capitalistas. Y así se llegó al presente. Un presente que nace en los ochenta: la década de la contrarrevolución. Como señaló en su día Paco Fernández-Buey, esa década “ha sido una continuada ofensiva de las fuerzas conservadoras después del éxito de las medidas de reconversión que insuflaron nuevas potencialidades al capitalismo tardío” (Sobre izquierda alternativa y cristianismo emancipador).
En los años que siguen y hasta hoy, se consolidó la crisis de la izquierda, se dio preeminencia a los gastos de defensa frente a los sociales (el último presupuesto de Donald Trump aumentó la partida militar en casi un 25%), se generalizó una política financiera y de deslocalización de empresas que generó un considerable paro estructural, facilitando que los poderes políticos y económicos acometieran una estrategia que buscaba –y consiguió– desmantelar la fuerza de los sindicatos y su capacidad negociadora, al mismo tiempo que se multiplicaban los discursos xenófobos y racistas que calaron incluso entre sectores de la antigua izquierda y que sugerían que la pérdida de las mejoras sociales se debía a la llegada de trabajadores extranjeros y no a la explotación del empresariado local. Sin contar con las dos guerras del Golfo y la corrección represora de lo que representaron las primaveras árabes.
En el presente se impone el discurso impuesto por Reagan y Thatcher y heredado por Trump, Boris Johnson, Berlusconi, Salvini, Bolsonaro o Aznar. Lo primero, la exaltación de lo privado frente a lo público. Aunque la pandemia ha puesto en evidencia la imposibilidad de que la mera iniciativa privada dé solución a problemas de envergadura, los gobiernos occidentales siguen apostando por la privatización de los servicios públicos, incluida la producción de vacunas. Y ahí está, como ejemplo menor, pero no menos significativo, la batalla de Madrid, donde los dos partidos que según las encuestas tienen posibilidades de gobernar (PP y PSOE) se presentan prometiendo no subir impuestos, lo que inevitablemente significa más recortes en gastos sociales. Salvo que se confíe en que éstos sean financiados por el Espíritu Santo.
Y es que la izquierda ha renunciado incluso al lenguaje, abandonando términos como plusvalía, explotación o nacionalización. A veces emplea alguna de estas expresiones en actuaciones retóricas (mítines electorales), pero nada de ello se traslada a la iniciativa legislativa. Ser de izquierdas, anotaba Fernández Buey poco antes de su muerte, “no es ya proclamar –y luchar en favor de– los ideales de libertad, igualdad, justicia social, solidaridad e internacionalismo, sino casi exclusivamente estar a la izquierda” de las derechas tradicionales. El resultado es que la izquierda actual es capaz de “proclamar que el capitalismo es el menos malo de los sistemas existentes en el mejor de los mundos posibles”. Para emplear una vez más las palabras de Fernández Buey, se ha convertido en la “mano izquierda de la derecha política”.
Ése es el gran triunfo de la contrarrevolución: haber convencido a todo el mundo de que ya no hay transformaciones posibles. En el combate ideológico ha vencido la derecha por goleada porque ha dejado sin discurso a la izquierda. Algo a lo que han contribuido decisivamente la televisión y otros medios de comunicación. Para bien o para mal, hasta los informativos se han convertido en un espectáculo, dando prioridad a cualquier fenómeno que apunte a un incremento de audiencia y abandonando el espíritu crítico. En el año 1965, la estudiosa de teoría política Judith N. Shklar (Estonia, 1928-Estados Unidos, 1972) se preguntaba por qué no había ya utopías y se respondía con otra pregunta: “¿Por qué no hay nazismo, fascismo, imperialismo ni monarquismo borbónico?”. Hoy ya no podría responder lo mismo. Y lo que es más grave: no se divisan barreras que frenen el retorno de la barbarie.