La placenta del liberalismo
Athenaica recupera ‘El Cádiz romántico’, un ensayo de Alberto González Troyano que ayuda a entender los cambios culturales que alumbraron la Constitución de 1812
10 enero, 2021 00:10El liberalismo, en contra de lo que sostiene la historiografía anglosajona y algunos eruditos a la violeta, es una invención inequívocamente española. Entre otras muchas razones porque su fortuna, precisamente en España, ha sido menor y mucho más hostil que en otras partes del mundo. El liberalismo ibérico, cuyos antecedentes proceden de la herencia ideológica de los escolásticos de la Salamanca del Siglo de Oro, es una flor extraña y efímera en una nación que lleva siglos preguntándose qué es y cuya política está polarizada secularmente por esta falsa incógnita.
La lógica de los opuestos, único argumento de nuestra vida pública, es la razón capital de que el liberalismo sea nuestra mayor innovación política. En un país de pasado estamental, dividido por la institución de los primitivos señoríos, eminentemente agrario, dominado por una aristocracia que consideraba vergonzoso el trabajo –los grandes señores se caracterizaban por vivir de las rentas (ajenas)– y un clero dogmático y oscurantista, parece no sólo pertinente, sino hasta un hecho natural que, en un instante dado de la Historia, germine una suerte de antítesis de esta tradición bajo la forma de un liberalismo (relativo) que, no obstante, en su contexto enuncia la posibilidad de una España distinta y una Hispanidad diferente.
Los políticos (1889) / JOSÉ JIMÉNEZ ARANDA
Todo esto sucedió a comienzos del siglo XIX en un espacio aparentemente periférico –Cádiz– y en un tiempo concreto: el tránsito entre la Ilustración y el Romanticismo. ¿Por qué en Cádiz? El mito afirma que la urbe gaditana, trimilenaria, una isla de tierra rodeada de mar en uno de los últimos confines del Sur de Andalucía, fue la única plaza que quedó libre de la invasión napoleónica. Siendo un hecho cierto, no es verdad por completo: muchas otras zonas del país, sobre todo rurales, como es el caso de parte de Galicia, no cayeron realmente bajo el dominio francés, que fue más urbano que agrario y, sobre todo, irregular.
Cádiz, sin embargo, ha quedado identificada como la capital de esa España patriótica que logró recuperar su soberanía, aunque con el tiempo no pudiera evitar la descomposición del imperio de ultramar, que se prolongó hasta el final de la centuria. La España de las Cortes de 1812, que reunieron a los representantes de “los españoles de ambos hemisferios”, tomó cuerpo constitucional, igual que la transubstanciación de una misa, mediante la tercera carta magna de la Historia –antes nacieron la norteamericana y la francesa– y al tiempo que empezaba a quebrarse la unidad entre las colonias y la metrópoli, donde, por decirlo en términos vaticanos, se vivía una situación de sede vacante.
La promulgación de la Constitución de 1812, de Salvador Vinigiera / MUSEO DE LAS CORTES DE CÁDIZ
Para entender los motivos por los que Cádiz terminó convirtiéndose en la placenta del liberalismo hay que leer un ensayo –El Cádiz romántico– escrito por Alberto González Troyano que profundiza, acogiéndose al género del paseo literario, en el magma cultural y social que permitió el milagro de la libertad en una ciudad situada en la periferia de una España sin caminos dignos de tal nombre. González Troyano (Algeciras, 1940), profesor de literatura en las universidades de Cádiz y Sevilla, ha escrito libros sobre el siglo XVIII, el realismo decimonónico y la imagen cultural de Andalucía. Su estudio sobre el Cádiz anterior a las Cortes fue publicado en 2004 por la Fundación Lara y, ahora, lo resucita –en una edición ejemplar, enriquecida con estupendas ilustraciones y los mejores cuadros de época– Athenaica, probablemente uno de los proyectos editoriales de excelencia más interesantes de cuantos se desarrollan en España, al combinar la producción académica con la publicación de clásicos contemporáneos en el ámbito de la narrativa y el ensayo cultural.
El Cádiz romántico es un excelente ejemplo. González Troyano se sirve del formato de la divagación urbana –los paseos del flâneur– para explicar todas las anomalías gaditanas que contribuyeron a la cristalización de este primer liberalismo y la superación de la España del Antiguo Régimen. Es una crónica deliciosa sobre el círculo virtuoso que hace encajar la Ilustración con el Romanticismo. Junto a la erudición y el estilo diáfano con el que está escrito, el libro de González Troyano sobresale, frente a otras aproximaciones sobre este mismo asunto, por su justicia poética y su honorable sentido del equilibrio. Sin negar las certezas que acompañan a cualquier mito –en toda leyenda existe una parte de verdad– esta historia cultural de Cádiz evita el vicio de la exageración y no incurre en el defecto de la amplificación, reteniendo así la sustancia exacta de los hechos, que contextualiza con referentes y argumentos brillantes.
Primera página de la Constitución española de 1812
La tesis de González Troyano se aleja de la gloria de los costumbristas, a los que conoce bien: “De no haberse dado una situación bélica y de no haber contado Cádiz con unas defensas tan bien organizadas, es muy probable que ese papel fundacional [el sitio donde se enuncia la España liberal] no hubiera recaído en ella”. El azar, en efecto, es uno más de los ingredientes de la Historia. La Constitución de 1812 se promulgó en Cádiz, pero podría haber sucedido en cualquier otro lugar. El elemento diferencial, lo que dota de sentido a este hecho histórico, no es, por decirlo en términos militares, la plaza elegida, sino el sustrato cultural que permitió que este suceso político trascendiera el marco local y se proyectase al resto del país y al naciente nuevo marco autónomo hispanoamericano.
Fue la vinculación entre la ideología liberal y las aspiraciones sociales de una burguesía mercantil, formada por industriales foráneos, enriquecida gracias al traslado del monopolio comercial con las Indias, que pasó de Sevilla a la urbe gaditana por los inconvenientes que presentaba la navegación por el secular cauce del Guadalquivir, la que crearía las condiciones para un cambio de mentalidad que, siendo relevante, en sentido estricto no supuso una revolución. Más bien consistió en una reforma de un sistema de poder caduco, pero no extinguido, como los acontecimientos posteriores se encargaron de demostrar.
Vista de la plaza de Cádiz desde la Catedral Vieja (1789), un proyecto de Thomas Muñoz, Brigadier e ingeniero Director de Marina
El liberalismo, explica González Troyano, cuaja en Cádiz no sólo porque su sociedad, al contrario de lo que ocurre en el resto de la Baja Andalucía, y sucedía en el caso de Sevilla, esté ligada al comercio de ultramar. Acontece porque existió una superposición intelectual entre el espíritu civilizado de los ilustrados y los nuevos aires del Romanticismo decimonónico. Cádiz no buscó ser la sede de las Cortes de 1812, pero su sociedad comercial, en la que la cultura se había convertido en un signo indiscutible de prestigio –el relato sobre las tertulias, el arte del cortejo o las costumbres amorosas de la época que incluye el libro es un pasaje interesantísimo–, junto al cosmopolitismo, un requisito entre las élites y un fenómeno que, a su vez, propició –por compensación– la entronización de determinadas formas de casticismo y un plebeyismo cultural que explica la vitalidad de fenómenos de sincretismo como el flamenco o la popularidad de espectáculos como el toreo a pie, asumió como suyas las disputas de una España que se refundó a sí misma.
El Cádiz liberal, inmortalizado por Galdós en Trafalgar y Cádiz, dos de sus mejores Episodios nacionales, nos habla de una sociedad educada, atenta a la actualidad europea, acostumbrada a la transacción más que a la imposición del linaje, sin suburbios, presta a los negocios y ausente de la ecuación agraria que ha condicionado la historia económica de Andalucía. Estos ingredientes convirtieron a la capital gaditana en una metáfora de España, pero dieron su mejor fruto allí porque, durante los siglos anteriores a 1812, la evolución de Cádiz difería del resto del país.
Apertura de las Cortes en la Isla de León, 24 de septiembre de 1810 / F. PÉREZ
Más que una vocación de ruptura, lo que se percibía, según González Troyano, es una relajación de costumbres y menores resistencias al cambio que en otras partes de España. Los usos mercantiles del siglo XVIII no diluyeron por completo el sentido jerárquico del Antiguo Régimen, pero sí modificaron las formas de convivencia en función de otros parámetros. La uniformidad social –apenas el 10% de la población estaba alfabetizada– de la España del XVIII mutó más rápido en Cádiz, destino y convergencia de orígenes, suertes y riquezas obtenidas por los méritos (comerciales) en vez de gracias al peso de los apellidos.
El intercambio comercial lleva a Cádiz las mercancías que antes arribaban a Sevilla. Traen libros, ideas diferentes, empresarios extranjeros. Para quienes podían permitírselo favorece los viajes culturales. El mestizaje fue más intenso que en otros puertos de la Península, como Barcelona, donde en esa misma época el 82% de los mayoristas eran catalanes frente al 75% de comerciantes extranjeros censados en el Cádiz de 1713.
Sesión de las Cortes de Cádiz / JUAN GÁLVEZ (BNE)
La europeización de España, un proceso todavía no culminado, tiene su génesis en el Sur antes que en el Norte, para asombro de los devotos del factor diferencial. El librecambismo contribuyó al nacimiento de una élite comercial hedonista, enamorada del lujo, que invertía en libros, entradas para el teatro o cuadros de grandes pintores, como Goya. Era su manera de presumir de status social. Este grupo dominante muestra sus privilegios gastando dinero. Parece natural que también apoyase, incluso con cierta obstinación, si se quiere decir así, una reforma política que venía a sustituir el mayorazgo por la igualdad jurídica y desligaba la soberanía común del patrimonio de una familia (real) gobernada por una única persona.
Blanco White retrata a Cádiz en su Autobiografia como una “Babilonia pagana”, en contraste con Sevilla, su ciudad natal, donde ir al teatro se había convertido en un acto contra la piedad cristiana y el Asistente Olavide había sido derribado por la insistencia de los reaccionarios. Frente al modelo agrario de la capital andaluza, el puerto gaditano ofrecía espacios de sociabilidad donde, dentro de un orden, podía practicarse la libertad de pensamiento, que incluía también a las mujeres de la clase comercial, aficionadas a las tertulias y a la frivolidad tanto como al arte pictórico del retrato, donde ellas eran las protagonistas.
Todo este universo germinal queda reflejado –con nombres, apellidos y argumentos– en el ensayo de González Troyano, que del mismo modo que no incurre en la idealización huye de la épica doceañista que anuncia el liberalismo gaditano como la revolución que cambiaría España, una visión, por cierto, amnésica ante hechos como que la Carta Magna de 1812 no admitió la libertad de religiosa, obviaba los derechos de reunión y asociación y, aunque proclamó la libertad de prensa, no llega a eliminar la censura. Para luchar contra los franceses, además, necesitó tener a su favor, o al menos no en su contra, a los púlpitos eclesiales más que a los nacientes y celebrados periódicos políticos.
Portada del diario El Conciso, uno de los periódicos patrióticos editados en 1810 en Cádiz: “Quien no sirva a la Patria, servirá al tirano”.
Los españoles que todavía iban a misa eran más que los que sabían leer y superaban de largo a los petimetres –nuestra variante de los snobs– que deambulaban por las calles, tabernas, salones y plazas de la Habana andaluza. La cultura comercial enseña que en la vida, como en los negocios, no existen los dogmas. Todo es relativo. Incluso las gestas de una Constitución que ha pasado a la historia como un triunfo liberal, siendo una reforma más modesta de lo que parece. Los diputados proclamaron el final del régimen señorial sin abolir el diezmo y otorgaron viabilidad jurídica al tráfico mercantil de derechos de propiedad de origen feudal. La Inquisición se extinguió, pero continuaron funcionando los tribunales eclesiásticos contra la herejía. Cambios con permanencias.
Imagen de Cádiz del Civitates Orbis Terrarum (1578)
La reforma liberal de Cádiz, pese a sus indudables virtudes, no es la Revolución Francesa. La Constitución de 1812 fue hija del posibilismo que regía una urbe amurallada y vitalista, una ciudad que representaba las aspiraciones y contradicciones que identifican a España. El espejismo de Cádiz fue gloriosamente efímero y terminó cercenado por las cadenas voluntarias de la restauración fernandina. Entonces se transformó en nostalgia, primera estación del tren que el Romanticismo conduciría hasta los ensueños criminales de los nacionalismos, esa desgracia.