'José vendido por sus hermanos' (1655)
La catedral invisible: 'José y sus hermanos' de Thomas Mann (IV)
Para los judíos no existe un más allá equivalente al cristiano y el espacio simbólico del infierno es un inframundo al que van todos los que perecen, con independencia de si son buenos o malos, lo que prescinde de cualquier connotación relacionada con la idea de castigo
“A decir verdad, a José le hacía cierta gracia saber que se encaminaba hacia un país que su padre detestaba por principio, y la idea de entrar en contacto con las aberraciones morales del inframundo le infundía una sensación de triunfo juvenil”. En José en Egipto, Thomas Mann narra la supervivencia de José en un país considerado tradicionalmente la tierra de los muertos, como si el favorito de Jacob hubiera perecido en el pozo y continuara su aventura salvado en un ámbito escatológico.
Pero en realidad la cultura egipcia –extremo que fascinó a Rilke– no distingue propiamente entre la vida terrenal y la ultraterrena, siendo esta una prolongación natural del mundo de los vivos. Su religión, además, unifica a la deidad con el hombre y el animal, lejos de la creencia en el Dios único de la cultura judía. Por tanto, José sabe que se dirige a una tierra que representa todo lo contrario que encarna su padre, cuya bendición –que no es sino un trasunto de la transmisión– lleva consigo, a pesar de que Jacob se haya creído el cuento que se han inventado sus hijos sobre el ataque de la bestia que acabó con su vástago predilecto.
Thomas Mann
A estas alturas de la novela, Thomas Mann ya ha establecido una relación compleja con su protagonista, transfiriéndole algunos rasgos de su propia biografía –su relación difícil con su hermano mayor Heinrich, por ejemplo– e incluso enamorándose de él, como si fuera una especie de Tadzio bíblico. José es descrito como un joven muy guapo y seductor, encarnación del efebo griego que para Mann fue siempre el ideal de la belleza absoluta, el culto de su propia homosexualidad sublimada y reprimida –él hablaba de los perros encerrados en el sótano– que se convirtió en el alimento de su pulsión creativa. Hay una larga tradición literaria e incluso mística en la que la castidad funciona como vehículo para la transformación de la energía sexual en potencia artística, una forma, como sostenía Charles Williams, de preservación más que de renuncia, un intento de robarle al instinto su carga de finitud y desviarlo hacia la eternidad.
Según Mann, el artista es casto porque solo es espectador de la vida, sin entrometerse en ella, cual había sido el caso también de Henry James. Como escribió Mann en su diario, en una apuntación muy tardía de 1950: “Lo ilusorio, lo intocable cual nube, lo inaccesible, pero que, aun así, y con todo su sufrimiento, es lo más entusiasta, se convierte en el fundamento del ejercicio artístico”. Mann hace de la castidad el principal contenido de José en Egipto, convirtiéndola, de hecho, en la causa de la segunda caída en el pozo de su personaje. En la tierra de los muertos, José entra al servicio de Petepré –el Potifar bíblico–, un oficial del Faraón, castrado en su niñez por sus padres para consagrarlo a la divinidad y asegurarse así su ingreso en la corte.
Su bellísima mujer, que en la Biblia no tiene nombre pero a la que Mann hace descender de la diosa Mut –la diosa madre egipcia– y llama Mut–em–enet o simplemente Eni o Enit, se obsesiona enseguida con José e intenta por todos los medios acostarse con él. Pero José se resiste en nombre del padre, como una forma de supervivencia en el mundo anterior a Egipto: “La lujuria es la profanación de lo paterno, una incestuosa irrupción del hijo en lo que está reservado al padre”. En la esposa de su patrón, José el casto ve por otra parte la pervivencia de los dioses cananeos, asociados a la naturaleza, que el Dios único había trascendido y vencido:
Representación de la diosa egipcia Mut
“En la vehemente Mut veía, con aversión y rechazo, la encarnación de Baal, para desgracia de ella, la deidad desquiciada y afligida de procedencia cananea, unida, algo peor todavía, a una costumbre muy egipcia: la veneración de la muerte y de los muertos, la prostitución de Baal adaptada al país. Para José la combinación de la muerte y la voluptuosidad estaba vedada por un precepto muy riguroso que surgió en la noche de la humanidad y que hacía las veces de la advertencia; se trataba de la negativa fundamental a aliarse con un plano inferior y los bajos instintos, y vulnerar esta prohibición, 'pecar' o desviarse del camino recto en semejante situación significaba perderlo todo”.
La satisfacción del deseo de Mut, pues, hubiera entrañado la traición a todo lo que representaba el Dios de los padres de José, un Dios espiritual cuyo vínculo con el hombre ni “la voluntad de virtud” que compartía con él tenían nada que ver con el plano inferior o la muerte, ni tampoco “con ninguna desfachatez relacionada con la tenebrosa fertilidad”. Durante su lucha contra la gran tentación que supone la belleza de la mujer de Petepré, José es muy consciente de que no puede dejar de observar el precepto, severo y estricto, “de no mirar al más allá”, que era justamente lo que a él y a su estirpe les distinguía de los pueblos vecinos.
Hay ahí una cuestión de gran alcance que Mann trata con sutilidad. El judaísmo es una religión en la que Dios no es sino el infinito (Ein Sof) que, al contraerse, crea el vacío del que surge lo finito. El lenguaje es la prueba de nuestra finitud y el Dios hebreo es innombrable porque está por encima de la palabra y de la mortalidad que conlleva el verbo. No hay por tanto un más allá, al modo cristiano, en la espiritualidad judía, para la que todo tiene que ver con el aquí y el ahora, de ahí también su fuerte componente ético. Dios no es incomprensible porque sea irracional sino porque es infinito. Su esencia, lo que en hebreo se denomina Atzmut, no es ningún dogma sino simplemente aquello que no puede alcanzar la mente humana.
'Tránsito rápido al Seol' (1888)
Por otra parte, en este estadio de la religión hebrea, en la época del Primer Templo, el reino de los muertos, que en la Biblia se llama Seol, no tiene nada que ver aún con el infierno o con cualquier clasificación escatológica que dependa de la suerte de los difuntos. El Seol es simplemente el inframundo al que van todos los que perecen, ya sean buenos o malos. Pero no aún hay ahí ninguna connotación de castigo. La Biblia hebrea se preocupa –y esa es su grandeza aún vigente– por la vida, y su Dios infinito no es sino la evidencia de todo lo imperecedero que late en la finitud. Al rechazar la intimidad con Mut, José se está protegiendo del peligro de dejar de estar “al abrigo de la muerte”, de quedar desnudo de la protección paterna, un amparo que también supone una afirmación de vida, en contra de la conciencia de muerte que tiene Jacob de él: “Por desgracia para Mut, José vio en sus anhelos la tentación, la trampa que le tendía Seol mediante la unión de la muerte y la voluptuosidad, y que, si caía en ella, quedaría desnudo y lo echaría todo a perder”.
Thomas Mann publicó José en Egipto en 1938, ya en el exilio y con los nazis en el poder. Para nosotros, es inevitable interpretar esa cuestión de la muerte como un trasunto de lo que estaba entonces ocurriendo en la civilización de Atenas y Jerusalén. El totalitarismo, en cualquiera de sus variantes ideológicas, no fue sino la consecuencia del dominio técnico del hombre sobre la muerte, una muerte moderna que ya nada tenía que ver con el antiguo descenso de las almas al inframundo, sino simplemente con la planificación del exterminio y la aniquilación de la vida. Como comentábamos al principio de esta serie de artículos, en José y sus hermanos Mann lleva a cabo una reversión de los principales elementos que conforman la modernidad, entre ellos la claudicación ante la muerte, extremo que vibra en este episodio con particular intensidad.
Al contarnos la minuciosa estrategia de seducción que Mut despliega para hacerse con José, Mann exhibe toda su capacidad de narrador, demostrando una vez más su genio de mago inigualable. La extrema morosidad con que se sucede la acción, su aplazamiento paulatino en forma del delirio de poseída que embarga a la despechada –y toda la inolvidable comparsa de personajes de la corte que hace desfilar, como los dos enanos opuestos– recuerda un arte perdido de la novela, que fue el género de la despaciosidad. Al final, la mujer, al verse derrotada, decide acusar a José de haber intentado violarla y provoca así su segunda caída en el pozo, la tercera de la novela después de la inicial sinfónica: “De este modo, por segunda vez, José descendió a la fosa, a la reclusión. La historia de cómo salió de ese nuevo pozo y ascendió hacia un destino más elevado será el tema de cantos futuros”. (Continuará)