Vargas Llosa, último tren para el Parnaso

Vargas Llosa, último tren para el Parnaso DANIEL ROSELL

Letras

Vargas Llosa, último tren para el Parnaso

El escritor peruano, autor de una narrativa excepcional, brillantísimo ensayista literario y el creador más importante en nuestro idioma desde hace un siglo, salió desde la periferia del sistema cultural y, tras una carrera esforzada y sostenida a lo largo del tiempo, consiguió convertirse en uno de los indiscutibles inmortales

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Toda biografía es una forma de extraño viaje en el tiempo y en el espacio, geográfico o mental. Cualquier existencia, incluso la más modesta, puede ordenarse mediante una forma narrativa (sobre lo que nos contamos a nosotros mismos acerca de aquellos que somos, o de quienes un día lejano anhelamos ser) equivalente a una novela. Mario Vargas Llosa (1936-2025) escribió cinco grandes indiscutibles obras maestras de ficciónLa ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Conversación en la Catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000)– y alumbró unos ensayos literarios que pueden calificarse, sin exagerar, como milagrosos, además de adentrarse en otros géneros, como las memorias o el teatro, sin olvidar el ejercicio (juvenil y de madurez) del periodismo.

Pero el relato supremo que otorga pleno sentido a sus narraciones es el que vincula sus experiencias individuales con sus libros, sus afanes y trabajos, sus placeres y sus días, por decirlo al modo de Marcel Proust. Un viaje que comienza con un niño de Arequipa (Perú) que fue criado en Cochabamba (Bolivia), sigue con un desvío selvático a los pagos de Piura y tiene una estación de regreso a Lima –la horrorosa–, donde estudiaría en San Marcos (aulas de la Universidad Católica), descubriría las diferencias sociales que todavía persisten en el Perú, tomaría conciencia política, se entregaría a la rebeldísima militancia juvenil y empezaría una travesía trasatlántica (a los puertos de París, Londres, Barcelona, Madrid) que le conduciría, desde la más extrema precariedad económica, al estrellato literario absoluto.

Vargas Llosa y el criollismo sentimental

Vargas Llosa y el criollismo sentimental DANIEL ROSELL

Aquel niño al que le dijeron que su padre había muerto (fue la primera de las sucesivas mentiras de su vida, que él transmutaría en verdades), y que murió este año, en apariencia de forma pacífica, en una casa con balcones al Pacífico en Barranco, su último barrio de Lima, al borde de los noventa años, ganaría el Nobel, disfrutaría del título de marqués (grandeza otorgada por la Corona española al adquirir la doble nacionalidad) y se sentaría en un sillón de los elegidos de la Academia francesa, que gozan del privilegio de ser presentados –de forma figurada– como inmortales, aunque no lo sean ni lo puedan ser, confirmando así esa otra mentira absoluta y colosal que es la Eternidad, y tornando la vanidad personal en triste ceniza.

La historia es alucinante porque relata cómo un niño nacido en la periferia de un sistema cultural de orden secundario –el territorio de La Mancha, como llamase el novelista mexicano Carlos Fuentes al ámbito común del español de ambos hemisferios–, acaba no sólo conquistando el centro del canon literario de su tiempo, sino convertido en una de las sagradas efigies del Parnaso. En uno de esos robustos pilares que, igual que las columnas de mármol con las que se representa a la arquitectura y la literatura clásica, sostienen los templos de nuestra civilización. Para entender esta odisea, a la que puso su término la diosa Fortuna, como nos sucederá a todos, baste decir que Vargas Llosa es el escritor más importante en nuestra lengua del último siglo, incluso más allá si nos circunscribimos estrictamente al campo de la narrativa.

'Conversación en la Catedral'

'Conversación en la Catedral'

Desde Galdós, al que el novelista peruano dedicase uno de sus ensayos literarios postreros, y que no llegó a comprender por completo, no ha existido en español un creador con semejante capacidad para levantar mundos verbales desde la nada, igual que los demiurgos. Ninguno otro está a su altura. Nadie puede competir con él, incluyendo a los afamados y difuntos autores de su misma generación literaria, de la que además ha sido el último superviviente. El que apaga la luz. Frente a muchísimos de ellos defendió –con actitud admirable– la relación crítica del intelectual contra el orden político por convicción sincera, en vez de en función del interés.

Seducido primero por Sartre y comprometido con la causa (revolucionaria) de la primitiva izquierda latinoamericana, no dudaría en emanciparse de su propia tribu (ideológica) al descubrir, por supuesto en los libros, el horizonte del liberalismo democrático, que defendió contra viento y marea hasta el día del último crepúsculo. “La incertidumbre es una margarita cuyos pétalos jamás se terminan de deshojar”, escribió una vez.

Vargas Llosa durante un acto académico

Vargas Llosa durante un acto académico RAE

La flor se quedó sin hojas después de una sosegada puesta de sol que, igual que sucede en sus libros, parecía responder a un argumento sopesado con inteligencia, estilo y sobriedad. Primero, la despedida de la narrativa (con Le dedico mi silencio), más tarde, un adiós al articulismo (una tribuna que puso el punto y final a su célebre colección de piedras de toque). Después una discreta reconciliación familiar (relativa y piadosa), el regreso a los paisajes de la juventud perdida (la taberna catedralicia de su mejor novela de voces cruzadas, donde Zavalita indaga en el famoso momento en el se jodió el Perú) y una despedida plácida, con cierre y adiós, antes de que el telón cayera y el último acto de sus días sobre la Tierra terminase.

Que la obra de Vargas Llosa va a perdurar en el tiempo como una de las más altas cumbres de la novela en español lo sabemos perfectamente por lo menos desde la década de los años ochenta, cuando ya había escrito cuatro de sus mejores libros, muchos de sus extraordinarios ensayos de crítica literaria y anhelaba cruzar desde la literatura a la política como hipotético presidente del Perú, prolongando así la noble tradición, procedente de los tiempos del final de la colonia y principios de la independencia, de convertir en hombres públicos a los intelectuales hispanoamericanos.

'La ciudad y los perros'

'La ciudad y los perros'

Su fracaso en este intento, el único manifiesto de su carrera pública –los íntimos están selectivamente camuflados en sus libros– lo devolvió a su oficio de novelista, aunque con una intensidad distinta, a excepción del último cometa de su galaxia literaria: La fiesta del chivo, la novela sobre Leónidas Trujillo, el dictador dominicano, que está al mismo nivel que La guerra del fin del mundo o La ciudad y los perros. Las claves de su éxito siempre fueron las mismas: constancia, sentido de la disciplina y una cierta inseguridad natural que le obligaba a esforzarse más que nadie y a practicar un método de documentación, previo a la escritura, casi obsesivo.

No suele destacarse con idéntica intensidad y en la misma proporción, pero su dominio absoluto del arte de la novela, fruto de su sabiduría como lector y de su condición de galeote literaro, no hubiera sido tal sin su capacidad de sacrificio, visible sobre todo en la versatilidad de su estilo, que se adapta a cada una de sus historias y muda según sean las necesidades narrativas, sin entorpecer el flujo del cuento con gestos excesivos y ridículos.

'La fiesta del chivo'

'La fiesta del chivo'

Mientras otros novelistas, como Gabriel García Márquez, cuya importancia en el canon en español explica mucho mejor Historia de un deicidio que Cien años de soledad, deslumbraban al mundo con la retórica barroca de lo real maravilloso, Vargas Llosa exploraba técnicas y efectos narrativos con la misma capacidad que los grandes realistas, se convertía en un sutil y depravado escritor francés en Los cuadernos de don Rigoberto o exploraba la autoparodia trágica en Historia de Mayta, donde resume los espejismos que la política en su generación: “Éramos pocos, pero bien sectarios”.

Uno de los ensayos que mejor indagan en su estilística, que en sus mejores novelas parece suiza, en lugar de venida de tierra caliente, es el que José Luis Martín publicó a mediados de los setenta en la Biblioteca Románica e Hispánica de la editorial Gredos (La narrativa de Vargas Llosa, 1974). En ese momento había publicado sólo cuatro de sus novelas y dos libros de cuentos –Los jefes (1959) y Los cachorros (1967)– pero el tamaño de su ambición ya se elevaba, como el Everest, sobre la cordillera de la literatura americana en español: asuntos sociales y formas de vanguardia, sustrato autobiográfico, una mirada poética y la perspectiva realista.

Mario Vargas Llosa el día de su ingreso en la Academia Francesa

Mario Vargas Llosa el día de su ingreso en la Academia Francesa

Su gran tema es la epopeya del individuo rebelde frente a la sociedad. También la herencia de una narrativa de caballerías donde los héroes, como corresponde a una Era Prosaica, ya no montan a caballo y encarnan su propia némesis. Vigor, crudeza y valentía. Vargas Llosa fue el mejor de sus iguales y, a su manera, no exenta de indiscreciones ni de secretos, en los que algunos de sus biógrafos escarban como insectos kafkianos, también el más sincero de los intérpretes de su propia hora.

Se cuenta en un pasaje excepcional de El pez en el agua, donde entrevera sus memorias con la crónica de su experiencia política y cuenta que, nada más levantarse de la cama cada día, antes de enfrentarse al fango propio de una contienda electoral, leía siempre en voz alta –para limpiar su alma de los restos del sueño y de los remordimientos de la noche anterior– uno de los prodigiosos sonetos de amor de Quevedo. La belleza de las palabras siempre le funcionó como antídoto frente a la maldad de los hombres.