
Vargas Llosa, último tren para el Parnaso
Vargas Llosa, último tren para el Parnaso
El escritor peruano, autor de una narrativa excepcional, brillantísimo ensayista literario y el creador más importante en nuestro idioma desde hace un siglo, salió desde la periferia del sistema cultural y, tras una carrera esforzada y sostenida a lo largo del tiempo, consiguió convertirse en uno de los indiscutibles inmortales
Toda biografía es una forma de extraño viaje, en el tiempo y en el espacio, geográfico o mental, y cualquier existencia, incluso la más modesta, puede ordenarse mediante una forma narrativa (lo que nos contamos a nosotros mismos sobre aquellos que somos o quienes que un día anhelamos ser) equivalente a una novela. Mario Vargas Llosa (1936-2025) escribió cinco indiscutibles grandes obras maestras de ficción –La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Conversación en la Catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000)– y unos ensayos literarios que pueden calificarse, sin exagerar, como milagrosos, además de adentrarse en otros géneros, como las memorias o el teatro, incluyendo el ejercicio (juvenil primero; de madurez) del periodismo.
Pero el relato supremo que otorga sentido a sus narraciones es el que vincula sus experiencias con sus libros, sus afanes y sus trabajos, sus placeres y sus días, por decirlo al modo de Proust. Un viaje que comienza con el niño de Arequipa (Perú) criado en Cochabamba (Bolivia), sigue con un selvático desvío a Piura con regreso a Lima –la horrorosa–, donde estudiaría en San Marcos (aulas de la Universidad Católica), descubriría las diferencias sociales del Perú, tomaría conciencia política, empezaría a escribir e iniciaría una travesía trasatlántica (París, Londres, Barcelona, Madrid) que le conduciría, desde la más extrema precariedad económica, al estrellato literario.

Vargas Llosa y el criollismo sentimental
Aquel niño al que le dijeron que su padre había muerto (fue la primera de las sucesivas mentiras de su vida, que él transmutaría en verdades), y que ayer murió en su casa con balcones al Pacífico en Barranco, su último barrio de Lima, al borde de los noventa años, ganaría el Nobel, disfrutaría del título de marqués (grandeza otorgada por la Corona española cuando adquirió la doble nacionalidad) y se sentaría en un sillón de los elegidos de la Academia francesa, que gozan del privilegio de ser presentados –de forma figurada– como inmortales aunque no lo sean ni lo puedan ser, confirmando así esa otra mentira absoluta y colosal que es la Eternidad, y tornando la vanidad personal en triste ceniza.
Esta última historia es alucinante, porque relata cómo un niño nacido en la periferia de un sistema cultural secundario –el territorio de La Mancha, como llamase el mexicano Carlos Fuentes al ámbito común del español de ambos hemisferios–, acaba no sólo conquistando el centro del canon literario de su tiempo, sino convertido en una de las sagradas efigies del Parnaso. En uno de esos robustos pilares que, igual que las columnas de mármol propias de la literatura clásica, sostienen los templos de nuestra civilización. Para entender esta odisea, a la que hace sólo unas horas puso término la diosa Fortuna, baste decir que Vargas Llosa es el escritor más importante en nuestra lengua del último siglo, incluso más allá si nos circunscribimos al campo de la narrativa.

'Conversación en la Catedral'
Desde Galdos, al que el novelista peruano dedicase uno de sus ensayos literarios postreros, no ha existido en español un creador con semejante capacidad para levantar mundos verbales desde la nada, igual que los demiurgos. Ninguno más está a su altura. Nadie puede competir con él, incluyendo a los afamados y ya difuntos autores de su misma generación, de la que además ha sido el último superviviente y el que apaga la luz. Frente a algunos de ellos defendió –con una actitud admirable– la relación crítica del intelectual contra el orden político por convicción, en vez de en función del interés.
Seducido por Sartre y comprometido con la causa (revolucionaria) de la primitiva izquierda latinoamericana, no dudó en emanciparse de su propia tribu al descubrir el liberalismo democrático, que defendió contra viento y marea hasta el crepúsculo. “La incertidumbre es una margarita cuyos pétalos jamás se terminan de desojar”, escribió una vez.

Vargas Llosa durante un acto académico
La flor se quedó ayer sin hojas, después de un sosegado crepúsculo que, igual que pasa en sus libros, parecía responder a un argumento sopesado con inteligencia, estilo y sobriedad: primero, la despedida de la narrativa (con Le dedico mi silencio), después, del articulismo (la tribuna que puso punto y final a su colección de piedras de toque). Más tarde una discreta reconciliación familiar (relativa y piadosa), el regreso a los paisajes de la juventud (la taberna catedralicia de su mejor novela de voces cruzadas, donde Zavalita indaga en el famoso momento en el se jodió el Perú y una despedida plácida, con cierre y adiós, antes de que el telón cayera y el último acto de sus días sobre la Tierra terminase.
Que la obra de Vargas Llosa va a perdurar en el tiempo como una de las más altas cumbres de la novela en español lo sabemos perfectamente por lo menos desde la lejana década de los años ochenta, cuando ya había escrito cuatro de sus mejores libros, sus extraordinarios ensayos de crítica literaria y anhelaba cruzar desde la literatura a la política como presidente del Perú, prolongando así la noble tradición, procedente de los tiempos del final de la colonia y principios de la independencia, de convertir en hombres públicos a los intelectuales hispanoamericanos.

'La ciudad y los perros'
Su fracaso, el único manifiesto de toda su carrera pública –los íntimos están camuflados en sus libros– lo devolvió a su oficio de novelista, aunque con una intensidad distinta, a excepción del último cometa de su galaxia literaria: La fiesta del chivo, la novela sobre Leónidas Trujillo, el dictador dominicano, que está al mismo nivel que La guerra del fin del mundo o La ciudad y los perros. Las claves de su éxito siempre fueron la constancia, el sentido de la disciplina y una cierta inseguridad natural, que le obligaba a esforzarse más que nadie y a practicar un método de documentación obsesivo, previo a la escritura.
No suele destacarse con la misma intensidad y en la misma proporción, pero su dominio del arte de la novela, fruto de su sabiduría como lector y de su condición de ejerciente galeote, no hubiera tal sin su sentido del sacrificio, visible en la versatilidad de su estilo, que se adapta a cada una de sus historias y muda según sean las necesidades narrativas, sin entorpecer el flujo del cuento con gestos excesivos y ridículos.

'La fiesta del chivo'
Mientras otros novelistas, como García Márquez, cuya impotancia en el canon en español explica mucho mejor Historia de un deicidio que Cien años de soledad, deslumbraban al mundo con la retórica barroca de lo real maravilloso, Vargas Llosa exploraba técnicas y efectos narrativos con la capacidad que los grandes realistas, o se convertía en un sutil y depravado escritor francés en Los cuadernos de don Rigoberto. O exploraba la autoparodia trágica en Historia de Mayta, donde resume los espejismos que la política causase en su generación: “Éramos pocos, pero bien sectarios”.
Uno de los ensayos que mejor analizan su estilística, que en sus mejores novelas parece suiza, más que venida de tierra caliente es el que José Luis Martín publicó a mediados de los años setenta en la Biblioteca Románica e Hispánica de la editorial Gredos (La narrativa de Vargas Llosa, 1974). En ese momento había publicado sólo cuatro de sus novelas y dos libros de cuentos –Los jefes (1959) y Los cachorros (1967)– pero el tamaño de su ambición ya se elevaba, igual que el Everest, sobre la cordillera de la literatura americana en español: asuntos sociales y formas de vanguardia, sustrato autobiográfico, mirada poética y perspectiva realista.

Mario Vargas Llosa el día de su ingreso en la Academia Francesa
Su tema es la epopeya del individuo rebelde frente a la sociedad. También la herencia de una narrativa de caballerías donde los héroes, como corresponde a una Era Prosaica, no montan a caballo. Encarnan su propia némesis. Vigor, crudeza y valentía. Vargas Llosa fue el mejor de todos sus iguales y, a su manera, no exenta de indiscreciones ni de oscuros secretos, en los que algunos de sus biógrafos escarban como si fueran insectos kafkianos, también el más sincero de los autores de su propia hora.
Se cuenta en un pasaje excepcional de El pez en el agua, donde entrevera sus memorias con la crónica de su experiencia política y cuenta que, nada más levantarse de la cama, justo antes de enfrentarse al fango propio de una contienda electoral, leía siempre en voz alta –para limpiar su alma de los restos del sueño y de los remordimientos de la noche anterior– uno de los prodigiosos sonetos de amor Quevedo. La belleza de las palabras siempre le funcionó como antídoto frente a la maldad de los hombres.