La palabra y la Inteligencia Artificial

La palabra y la Inteligencia Artificial DANIEL ROSELL

Letras

Catálogo de augurios sobre la palabra y la Inteligencia Artificial

Las traducciones automáticas cada vez dependen más de los algoritmos y la estadística y menos del diccionario, lo que las aleja de la literalidad. La literatura está lejos de poder ser traducida con las herramientas tecnológicas

5 agosto, 2024 19:00

Desde que el mundo es mundo, e incluso antes, porque en la religión judeocristiana ya tenemos a Dios como el Verbo, que se hizo carne, y a nadie se le escapa la intrincada relación de los nombres de Dios con potencias invisibles sobre las que cabaliza o hace sus cábalas la Cábala; desde siempre, decíamos, el ser humano ha querido ser como Dios, poniendo nombre a las cosas y animales como en la canción de Bob Dylan, queriendo equipararse con el primer generador del lenguaje. También según la religión judeocristiana, con paralelismos con otras desaparecidas, como la caldea y la región mesopotámica, en su afán por equipararse con Dios, los hombres se convirtieron no en dioses, sino en pobres diablos que tienen, Torre de Babel de la carrera de San Jerónimo, que tolerar que sus representantes políticos se coloquen adminículos en los oídos para entenderse entre sí cuando a la maldición bíblica de la multiplicidad de lenguas se suma la penitencia política de unos legisladores tan retrógrados (pese a la protesta pública de progresismo) como el Código de Hammurabi. Si al menos fuera para mantener un buen estilo literario, pero es para traducir el lenguaje más chat que existe, el politiqués.

Es curioso que sea en el palacio de las Cortes, en su hemiciclo cuya forma se parece a una oreja, y bajo la advocación de san Jerónimo, donde se produzca ese galimatías sonoro, porque precisamente san Jerónimo es el patrón de la traducción. Lejos están los tiempos míticos (que en realidad son los que no dejan nunca de transcurrir) en los que Odiseo se ponía cera en los oídos para no sucumbir a los cantos de sirena; remotos también (pero muy actuales) aquellos en los que, con la misma cera, Ícaro se confeccionó unas alas que lo hicieron volar casi hasta donde los dioses, alas que el sol hizo derretir cuando se acercó demasiado a su ámbito calórico. Ícaro ha quedado desde entonces como ejemplo de hybris (soberbia). No somos dioses aunque nos endiosemos. Y la Inteligencia Artificial nos pone en nuestro sitio, que es el de ser humanos, seres intermedios entre lo bruto o inerte de un lado, y lo divino u omnipotente de otro.

Alfabeto griego

Alfabeto griego

La historia nos muestra diferentes ejemplos de intentos o sueños de crear máquinas o seres que, como Eva a Adán en el Paraíso, tan pronto de él expulsados, nos hagan compañía. Y aquí se puede enumerar el catálogo de autómatas que con mayor o menos sofisticación han llegado hasta nosotros (engranajes sin alma pero aparentes), como los que refiere en su tratado del siglo I de nuestra era Herón de Alejandría o el que protagoniza la novela Autómata de Adolfo García Ortega, y figuras como el Gólem, o Frankenstein (almas rebeldes capaces de importantes desaguisados), hasta llegar a los robots modernos, algunos de los cuales adoptan nuestras hechuras físicas, con diferentes grados de semejanza, permaneciendo los más de ellos agazapados tras una pantalla y alojados en un disco duro, en un servidor o en la nube (de nuevo en las regiones de Ícaro). Hace ya más de veinte años que hemos sobrepasado la fecha en la que Kubrick databa su película más famosa, que es toda ella una indagación en la inteligencia, desde la del primate evolutivo hasta la de la computadora Hal, tan inquietante.

Las tareas que encomendamos a esos robots van desde la tralla insoportable en las cadenas de montaje de automóviles hasta los ordenadores de estos, ya circulando en la carretera, cuyos chips conocen los secretos de la conducción sin intervención humana, fiada al automatismo. También se dirigen al cálculo, a la creación de modelos climáticos, a la danza de las probabilidades en un minué que valsa sin que tengamos nosotros que marcar con nuestros pisotones y torpezas sus pasos de baile. Igualmente ponen sus miras en la traducción automática, fiable a veces, a menudo disparatada.

Portada del tratado sobre autómatas de Herón de Alejandría. 1589.

Portada del tratado sobre autómatas de Herón de Alejandría. 1589.

Hace ya muchos años que se han ido creando y perfeccionando herramientas para la traducción. Sin duda, los diccionarios en línea son un gran avance, por ejemplo para no cargar con gruesos mamotretos que en algunos casos llegan hasta los veinte volúmenes en papel del Oxford English Dictionary. Las posibilidades de las consultas por internet enriquecen las prestaciones de esta magna obra lexicográfica, con la ventaja adicional (una destacada entre muchas) de la constante actualización sin tener que esperar a reimpresiones. También la informática ayuda con lenguas que emplean casos gramaticales y que conservan el antiguo sistema de declinaciones del indoeuropeo.

Por ejemplo, hay instrumentos para conseguir con un clic la correcta concordancia de sustantivos y adjetivos, escollos en los que naufraga a menudo el estudiante. Estos son pasos muy útiles pero que se quedan en pañales ante los mecanismos de traducción automática o asistida, en los que Google ha sido empresa pionera, aunque a día de hoy comparte la palestra con competidores. Si bien hay muchas lenguas disponibles en Google Translate, la experiencia personal nos dice que quizá lo más práctico sea emplear el inglés como lengua de llegada; el resultado es así más afinado. Si se trata de traducir un texto de nuestra lengua a otra, toda precaución es poca, y el resultado suele ser muy defectuoso. 

DeepL parte de Linguee, que es un repertorio de traducciones. Una cosa se puede afirmar: por cada vez que ayuda una traducción de ese catálogo hay seis o siete que desbarran o se quedan en lo fácil y vago, de pega, que es enemigo de lo preciso, de la exactitud; es decir, de la traducción. Con todo, DeepL, de pago más allá de algunos usos iniciales, cuenta con más predicamento que Google. Sin embargo, el catálogo de lenguas disponibles (tres decenas) es mucho más escueto que el de las 133 lenguas (con algunas variantes) de su principal competidor, que abarca del cingalés al pastún pasando por el maorí o el letón, sin olvidar (o plenamente olvidados, porque los desconocíamos) algunos idiomas cuyo nombre ya es en sí mismo la niebla de una lengua extranjera. Quien esto escribe ha experimentado con las diferentes ayudas, porque eso son, ayudas. Uno puede usar un destornillador, pero este, aunque se mueva solo porque un motor lo impela, ha de saber dónde posarse, y para qué.

Diccionarios antiguos de griego

Diccionarios antiguos de griego

Las traducciones automáticas cada vez dependen más de los algoritmos y la estadística, lo que aleja a aquellas a pasos agigantados de la literalidad y las adentran en nuevos territorios gracias a la Inteligencia Artificial. La literatura de momento queda bastante lejos de poderse traducir con estas herramientas, que en cualquier caso siempre requerirán revisión humana. De todas formas, periódicos que lanzan ediciones simultáneas en dos lenguas emplean estos utillajes. De otra manera, se retrasaría mucho el cierre de edición. En lo informativo, no hay mucho problema; el intríngulis radica en adaptar las columnas, los artículos de mayor enjundia, todo aquello, en definitiva, en lo que prima lo connotativo sobre lo denotativo, lo creativo sobre la información. Por eso la traducción automática de poemas sigue ofreciendo resultados muy pobres. Como, por otra parte, la creación de poemas con Inteligencia Artificial. Gustar de alguno de esos engendros es tan idiota como enamorarse de una chica que te pide amistad en Facebook (en realidad es, claro, alguien que quiere engañarte con embelecos que tienen más que ver con la inteligencia emocional y el conocimiento de las vulnerabilidades humanas que con la Inteligencia Artificial).

Esta, la IA (abreviemos) ha sido vista como una amenaza en dos conflictos laborales: las huelgas de guionistas y de actores de Hollywood, en una pirueta que ni el más atrevido de aquellos, los guionistas, habría podido imaginar. Es el temor de muchos que los nuevos instrumentos manden al paro a los que se ocupan de urdir argumentos, porque estos pueden llegar a ser escritos por las máquinas y de la forma más grosera posible: apelando a los gustos previsibles del público, creando productos de consumo que tocan las fibras más susceptibles de ser halagadas (las grandes empresas de la cinematografía o de la edición hace tiempo que trabajan con fórmulas e inanidades de laboratorio). La pregunta es quién puede estar interesado en ver películas diseñadas por robots e interpretadas por monigotes verosímiles. Probablemente, seres humanos sin alma, en consonancia con lo que se les presenta en las pantallas o en los entornos tridimensionales del metaverso, que es como un atontamiento para los lotófagos que lo que devoran, o devorarán: un opiáceo tecnológico.

Primera edición del 'Frankenstein' de  Mary Shelley (1818)

Primera edición del 'Frankenstein' de Mary Shelley (1818) ROUTLEDGE AND SONS

Uno de los más recientes pasos en la IA aplicada a la traducción es la de la interpretación simultánea no mediante auriculares y en la voz de un traductor doblado de locutor. La técnica permite que veamos en raro pentecostés que suena al Anticristo hablar en perfecto inglés a quien nunca pasó de decir, como mucho, My tyalor is rich. Hemos visto a los humoristas Eugenio o Chiquito de la Calzada como aventajados comediantes de una compañía shakespeariana. También, en falsificaciones casi perfectas trocar discursos del rey Felipe VI en engañifas muy logradas para decir prácticamente cualquier cosa. Al rey inglés que tartajeaba y sobre el que se hizo una película hace años podremos ahora escucharlo con la elocuencia de Demóstenes pero sin su tartamudez.

Y aquí reside uno de los peligros de la IA: la imposición de la copia sobre el original, dar carta naturaleza al fraude. Porque llegarán mentiras que nos parezcan realidad y no será fácil poner puertas al campo de las falsificaciones. Muchos de los que han venido desarrollando la IA piden ahora una regulación que impida los excesos y los peligros de algo que se nos va de las manos. Una moratoria que asusta, porque viene preconizada por quienes saben qué se cuece ahí. Es como si el cocinero te dice: Ojo con esa sopa tan suculenta que he preparado, porque no sé si tiene más calabaza o arsénico. Otro peligro es el del espionaje a todos los niveles por parte de la IA y sus hechizos. Ya sabemos que los teléfonos móviles nos espían y que si uno está hablando con su mujer de un nuevo chocolate que ha comprado en el supermercado, como un perrillo faldero el teléfono inteligente le muerde un segundo después poniendo en la red social que abre el involuntario pregonador un anuncio de otro chocolate que pide su atención. 

Lenguaje artificial

Lenguaje artificial

Y ese fisgoneo, acecho o vigilancia se traslada también a otras esferas igualmente relacionadas con la palabra, pues vasto es el imperio de Gran Hermano. El más extendido fabricante de impresoras tiene en funcionamiento un sistema de cartuchos de impresión por el cual en no se sabe qué servidor de la compañía, a cientos o miles de kilómetros, se sabe cuántas páginas ha impreso uno y cuándo mandar el repuesto sin que el cliente tenga que mover un dedo o decir esta boca es mía. Si se cancela el servicio porque uno prefiera darse un paseo a la tienda y dejar de imprimir tan tuteladamente, la IA del cacharro se venga con frialdad maquinal o despecho humanísimo e impide con su numen artificial o empeño numantino que de ese cartucho salga una gota más de tinta, así estuviera todavía lleno en el momento de la cancelación del contrato. ¿Sabrá el genio de la tinta si esta ha estampado facturas, formularios administrativos o cartas de amor?

Las preguntas se multiplican. ¿Hay que ser catastrofista, investirse uno de Casandra, avisar de que estamos abriendo la caja de Pandora? Hay, sí, que estar alerta, al tiempo que reconocer que una vez logrado un avance es inútil dar marcha atrás. En las cosmologías antiguas y cíclicas se ve el mundo como una degeneración desde una Edad de Oro. Seguramente estemos en retroceso en lo espiritual debido al atontamiento que producen las nuevas formas de distracción masiva. Pero el mundo no es la obra de teatro Cuatro corazones con freno y marcha atrás, de Enrique Jardiel Poncela. “Los que admitan maestros robots ya saben que habrán de ser robots ellos mismos. Yo rechazo maestro que no pueda ser bautizado”, escribió Álvaro Cunqueiro en uno de sus enveses del Faro de Vigo hace medio siglo a propósito de la aplicación de máquinas a la enseñanza. La IA está siendo analizada por el mundo editorial, donde tiene muchas implicaciones. De momento aún distinguimos entre los lectores de carne y hueso y los artilugios de plástico en los que se lee. ¿Leerán un día los robots lo que los robots escriban? ¿Qué será entonces de nosotros?