Jorge Edwards, literatura y diplomacia
El escritor chileno, Premio Cervantes, que ejerció la diplomacia y la creación literaria bajo el poderoso influjo de Neruda, pudo culminar el tercer volumen de sus memorias antes de morir
20 marzo, 2023 12:30Once de septiembre oscuro de 1973. El poeta de Isla Negra, Pablo Neruda, lanza el Nixonicidio, un opúsculo destinado a quien él considera el auténtico victimario del golpe de Pinochet: el entonces presidente norteamericano, Richard Nixon. Neruda, el poeta de La canción desesperada –“Emerge tu recuerdo en la noche en que estoy.....Es la hora de partir oh abandonado”- fallece entonces en circunstancias que todavía hoy están envueltas de misterio. Los lutos se encadenan tras la caída de Salvador Allende en el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile, bombardeado por aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea. Las armas toman el corazón del país, cuando son las 6:00 en Valparaíso y las 8:30 en el resto del territorio que tiene por espina dorsal la cordillera de los Andes. Es el cénit de la Operación Cóndor en el Cono Sur, penúltimo estrago de la doctrina Monroe.
El escritor chileno, Jorge Edwards, cruzó la laguna Estigia el pasado viernes 17 de marzo, al fallecer en su casa de Madrid, en el barrio de Salamanca, a los 91 años de edad. Edwards ha recorrido un siglo de literatura latinoamericana convertido en testigo del boom, dedicando parte de su tiempo a la política como diplomático chileno. En el 73 se instaló en Barcelona, tras su corto periplo como delegado de Salvador Allende en Cuba de donde fue expulsado por sus críticas directas al autócrata Fidel Castro.
De aquel episodio nació su libro Persona non grata, la obra que le sirvió de pórtico a Joaquín Soler Serrano en una entrevista al Edwards todavía no consagrado, celebrada en 1978, en el mítico programa A fondo de TVE. Antes del caso Padilla, a medio camino de la espantada de Cabrera Infante y del escándalo de Reinaldo Arenas –perseguido por partida doble: como intelectual y como homosexual– Edwards lanzaba dardos certeros contra la dictadura cubana, lo que en la Barcelona de los años setenta resultaba casi una nota discordante en pleno auge de la gauche caviar.
Debutó con novelas cortas y cuentos en títulos como El peso de la noche, obra de iniciación a la vida y canto a la importancia de la noche; recopilaciones de relatos breves en Gente de Ciudad y Las máscaras, hasta llegar a referentes como La mujer imaginaria, la ruptura de una esposa que a los 60 años se aparta de un mundo pacato; hasta llegar la irrupción del ensayo Adiós poeta: Pablo Neruda y su tiempo, con el que ganó el Premio Comillas y donde aborda la historia de tres generaciones de escritores y creadores de todo el mundo atravesadas por la trayectoria del Nobel chileno. Cronológicamente su aportación culmina en 1996, con la novela El origen del mundo, la historia de un alter ego, un intelectual chileno comprometido, jugador, bebedor y mujeriego que cierra su obsesionante biografía desde muchos ángulos; un libro polimórfico y solido que decantó su ascensión al podio del Cervantes.
Tres años antes del putsch militar del 73, el embajador chileno en París, Pablo Neruda, le ofreció un puesto en la representación diplomática, un cargo que Edwards retuvo por poco tiempo. La muerte de Neruda cortó una amistad muy densa entre ambos, pero muy asimétrica quizá porque los separaban 30 años de diferencia. “Cuando me preguntan si lo mataron, siempre digo: Hubiese sido como matar a un muerto. Neruda estaba gravemente enfermo y eso lo conocí de cerca”, comentó Edwards en una entrevista en El País, en 2016, sobre la investigación judicial que todavía trata de dilucidar si el poeta fue asesinado por el régimen o por el cáncer de próstata que sufría.
El periodista Xavi Ayen de La Vanguardia, en su libro y riguroso recuento enciclopédico, Aquellos años del boom, escribe que el día luctuoso de autos en Chile, Edwards estaba en una casita alquilada en Calafell (Tarragona) y siguió los dramáticos momentos en el televisor en casa de su vecino, Carlos Barral. Añade que aquello desencadenó la larga estancia en Barcelona de Edwards, instalado en el número 19 del Pasaje Forastè.
Nos deja el Premio Cervantes de 1999, el año que coincide con la publicación de su última novela: El sueño de la Historia, cuando el autor destacó que el Chile libre y democrático debe archivar la violencia golpista para salvar la reconciliación, un concepto que concierne a la memoria. Edwards pertenece de lleno a la llamada Generación chilena del 50, junto a José Donoso, Enrique Lafourcade y Claudio Giaconi, a la que también se unen, por pura taxonomía, los poetas Efraín Huerta, Juan Gelman y Nicanor Parra.
Estudió Derecho y, para satisfacer la voluntad paterna, cursó relaciones internacionales en EEUU, en la Woodrow Wilson School de la universidad de Princeton. Pertenecía a una saga chilena conocida de emprendedores y cargos públicos de marcado carácter conservador. Después de la iniciación, le esperaban la toga o la embajada. Escogió lo segundo, pero no acomodó en su corazón la letra de la Ley, sino el canto de ruiseñores y estetas que contemplan el mundo desde arriba.
Entre 1994 y 1997 fue embajador ante la Unesco en París, organismo del que fue miembro del Consejo Ejecutivo; en 2010, fue nombrado embajador en París del Gobierno chileno de Sebastián Piñera, de centroderecha. Amaba la vida: “Me gustan las mujeres bonitas y el whisky etiqueta negra. Me ha esclavizado la buena vida, pero he tratado de no ser jamás esclavo de la consigna”. Rotundo, sincero y bello como un bosque de abedules.
Edwards no se andaba con chiquitas a la hora del derroche de melancolía; estaba enamorado del bolero y fue amigo del gran Lucho Gatica, también chileno, nacido en Rancagua. Hasta el último momento, Edwards ha sido de tertulia y tiento; un hombre prendado del Madrid del Pombo, que hasta hace pocos días veía caer la tarde desde las mesas del Gijón y nunca faltaba a las reuniones de pluma y tintero, en el Círculo de Bellas Artes. Ha publicado dos volúmenes de memorias, Esclavos de la consigna y Círculos morados, y estaba terminando el tercero, que verá la luz in artículo mortis. En sus páginas, el autor narra de forma indirecta la influencia recibida de Hemingway, Faulkner, Tolstoi y Dostoievski.
Queda para el epílogo el auténtico homenaje de Edwards a Neruda: el libro Oh, maligna que sigue los pasos de un joven Pablo hasta Rangún, en la antigua Birmania, adonde el poeta llegó en 1927 para ocupar el cargo de cónsul honorario de Chile. Allí conoció a Josie Bliss –la maligna, la furiosa–, con la que iniciaría una relación tan ardiente como tormentosa que terminó obligándolo a huir a Ceilán. No se puede decir que Oh, maligna haya sido el mejor libro de escritor recientemente fallecido, pero sí el mejor homenaje al material con el que se confeccionan los versos. Narra la rabia del amigo, compungido por el fracaso no del amor sino de su idea de pasión, como mostró el mismo Neruda en su conocido poema El tango del viudo.
Y queda también el mejor intento de Edwards en la ficción biográfica, La Casa de Dostoievski, un texto generacional inspirado en la figura del poeta chileno inclasificable, Enrique Lihn (1929–1988), aquejado de una suerte de síndrome de Diógenes, empujado a una vida entre objetos que sustituyen a las personas. En la novela, el devenir del creador y demiurgo de la palabra se convierte en un tiempo de ahogo, cuando su existencia se agrieta; y quizá por eso, Lihn ocupó un sitio especial en el panteón del también chileno Roberto Bolaño, autor de Los detectives salvajes, Premio Herralde de 1998. Sea como sea, el título y la atmósfera de La casa de Dostoievski invitan al lector a pensar en Memorias del subsuelo del escritor ruso, mientras que su mensaje es una mirada a La tierra baldía de T.S. Eliot”, argumenta un análisis certero aparecido en Letras libres, la revista mexicana dirigida por Enrique Krauze, biógrafo y colaborador de Octavio Paz.