Paulo Rocha: rumbo a lo desconocido
La distribuidora Atalante lleva a los cines copias restauradas de las obras cinematográficas del gran director portugués, entre ellas su insólito debut, la mítica película ‘Os verdes anos’
19 marzo, 2023 19:30Dijo en su día João Mário Grilo que Os verdes anos (1963) fue como la toma de la Bastilla para el cine portugués. Quizá porque se trataba de una banda de jóvenes irrumpiendo en palacio –el productor António da Cunha Telles, el cineasta Paulo Rocha, el escritor Nuno de Bragança, los actores Rui Gomes e Isabel Ruth, el ayudante de cámara Elso Roque–; una que, además, lo subrayaba en paralelo en algunas escenas del propio argumento de ficción, donde la pareja de proletarios, él emigrante del campo a la ciudad y aprendiz en una zapatería, ella asistenta en una casa de la alta burguesía, pasaba una tarde a solas en la casa de los patrones de la chica antes de enfilar su trágico destino.
Es cierto que por la manera de mostrar Lisboa, por la articulación y contraste de sus espacios (esos márgenes donde lo rural y lo urbano, lo viejo y lo nuevo, aún convivían encabalgados, como siguiera asombrando, años después, al arquitecto Souto de Moura al volver a ver la película), igual que por cómo se relaciona a los personajes/actores con esos decorados naturales y espacios construidos, Os verdes anos siempre se consideró la prueba fehaciente del nacimiento de un nuevo cine en Portugal, homologable al de las otras olas europeas surgidas de las conmociones neorrealistas a lo largo de los años sesenta. No muy lejos del resto de la Península Ibérica, donde, por ejemplo, Francisco Regueiro (El buen amor, también de 1963) o, algo después, Martín Patino (Nueve cartas a Berta, 1966) sintonizaban un parecido malestar en el nacimiento del amor, uno que igualmente paseaban otras parejas condenadas por la ciudad impasible, aglutinadora de huellas y de olvido; allí Lisboa, aquí Salamanca y Toledo.
Sin embargo, pasado el tiempo, conocida la evolución radical de Paulo Rocha a partir de A pousada das Chagas (1972) y, sobre todo, de la aventura moderna que desembocaría en A ilha dos amores (1982), donde su pasión por Wenceslau de Moraes lo llevó a cotas inigualadas en la experimentación con el teatro, el cine y la música –terremotos sensoriales, cruces espacio-temporales y geográficos–, uno regresa a Os verdes anos no por atender a cuestiones generacionales o de clase, sino para calibrar las intuiciones primigenias del más tímido de los maestros. Así, por seguir la alegoría de Grilo, antes que por el asalto de los sans-culottes, volvemos aquí más bien a por las huellas del proto-Napoleón; por los titubeantes pasos del joven (y verde) cineasta que retornaba a Portugal después de un par de años en el IDHEC francés y aún seguía, con el mejor de los criterios, escuchando consejos de sus mayores, especialmente del otro titán de Porto, Manoel de Oliveira.
No es además Os verdes anos un film en exceso autorreflexivo o lúdico, como acostumbran a ser los nuevaolistas, aunque siempre se pueda rastrear aquí (un poco haciendo trampas en algunos casos, conocida la febril admiración por parte de Rocha de la cultura y el cine clásico y moderno japonés, en lo que respecta a los elegantes movimientos de cámara mizoguchianos que en Os verdes anos principian y que luego nutrirán la inmediata Mudar de vida) el buen gusto cinéfilo, en efecto algo orientalizante, como decimos, pero sobre todo alemán, lo que se advierte, más que en citas concretas (que las hay: el Amanecer de Murnau en lo que a la dicotomías —luz/noche, campo/ciudad— se refiere, con ese plano final reconocible de los faros de los autos de la ciudad acorralando al protagonista y refrenando su torpe fuga; también el Lang de M y la marca del asesino, aunque sea su noir americano, tenso y oscuro, el que mejor rime con el desmoronamiento de los puntos de fuga del último tramo de la película) en la capacidad de Rocha por contarlo todo mediante la puesta en escena, tal y como se perfeccionara en el mudo weimariano.
Así, los que se quejan del sonido defectuoso o de la extraña y guadianesca focalización enunciativa del tío del protagonista, ese Paulo Renato cuyo cinismo termina ahogando al recién llegado, incluso de la omnipresente música de Carlos Paredes, no perciben que Os verdes anos se puede entender aun prescindiendo de la banda de audio, tal es la elegancia y la economía expresiva en gestos y miradas del debutante, así como en el montaje elíptico, cortante –como la faca final–, que desorientaba con respecto al paso del tiempo, precipitaba los acontecimientos y nublaba los motivos del crimen –que son todos y ninguno–.
Es esta subterránea filiación con el pasado que se asienta en una necesaria virgindade do olhar, que según el cineasta caracterizó sus primeros pasos en el cine, lo que hace que Rocha esté muy por delante de su trama, en el fondo intercambiable, fruto de la insaciable curiosidad que le precipitaba a preguntarse por la vida que llevarían las personas en esas nuevas barriadas, como la Avenida dos Estados Unidos, y que se concretó en el fait divers del zapatero asesino encontrado en un diario, ahí donde el cineasta proyectara las vivencias de un reciente desamor. Este ir por delante de lo que se cuenta –que, hitchcockianamente, se da a ver cuando el propio cineasta adelanta en un tramo de escaleras al pueblerino recién llegado– se apuntala en la escena donde el tío del chico invita a la pareja a comer, acompañándolos antes advirtiéndoles inconscientemente –lo que la ciudad esconde en un detalle ornamental desapercibido, en una vista panorámica y vertical sobre la vieja Lisboa– de la ceguera de su errar de enamorados, de ese punto de vista a ras de pavimento, metaforizado por la ventana de la cueva-zapatería donde ambos suelen coincidir, desde el que contemplan la vida y se modelan sus aspiraciones.
Pero el Rocha hithcockiano, el del control del universo, que diría Godard, donde de veras comparece es en la secuencia clave de Os verdes anos, sin lugar a dudas uno de los momentos más inolvidables del cine moderno portugués. Cuando, en una ocasión, pedimos a la cineasta Rita Azevedo Gomes –representante de las generaciones posteriores que heredaron el legado de los Oliveira, Rocha, Monteiro y compañía– que escogiera algunas secuencias clave de su cinefilia y de su formación como espectadora, una de ellas fue precisamente esta que traemos a colación bajo el espíritu de Hitchcock, pues podría tratarse de la trastienda, de la escenificación oblicua y pobre de medios de aquella otra secuencia de Vértigo en la que James Stewart intentaba resucitar a Madeleine de entre los muertos, obligando a Judy a embutirse en su disfraz, a remedar aquel engaño, aquel fracaso. Rocha, curiosamente, había escogido a Isabel Ruth para el papel de Ilda proponiéndole que ensayara un pase de modelos, que es de lo que precisamente trata esta secuencia capital.
La pareja saca partido de las inercias dominicales y se encuentra sola en el apartamento de los patrones de la sirvienta. Y ella, aprovechando que comparte la misma talla de ropa y zapatos que la señora de la casa, no para de probarse modelos y de descorrer la cortina ante la mirada del joven, quien contempla ensimismado el juego de la chica sin parecer prestar demasiada atención a su continua cháchara. Hasta que, de repente, cambia la toma y ya no vemos al chico, aunque se da a entender que seguimos asumiendo su punto de vista. Estamos al otro lado, frente a un espejo, y es allí donde se recorta otra nueva imagen de Ilda, otro disfraz, un traje de noche de regusto sternbergiano, y justo entonces comienza a escucharse en off la guitarra de Carlos Paredes y su lento fado.
En los pocos segundos en que vemos la imagen de Ilda reencuadrada por la superficie reflectante del espejo, antes de que ella entre por la izquierda del encuadre y justifique, encarnándola, ser la fuente de proyección, el espectador asiste al vislumbre de una vida otra, como si espiara por un segundo un mundo paralelo donde tanto la joven de la ficción como la actriz debutante habitaran una capa espacio-temporal distinta, lejos y al mismo tiempo cerca de todo lo visto anteriormente. Esta capacidad del cine de horadar el presente, la obligación de ir progresando plano a plano, y poder despegar mediante saltos verticales, ascendiendo o descendiendo por mundos contiguos a los cotidianos, será una de las señas fundamentales del cine de Rocha, experiencia de médium, ceremonial, polifónica, hecha de tensiones, espejismos y virtualidades.
Ilda en el espejo –constatación simultánea del actor en tanto que agente transitivo e inapelable fantasmagoría; ese muerto-vivo que tanto fascinara, por ejemplo, a Pasolini ya por esa misma época– fue el pistoletazo de salida de esa aventura con los cristales de tiempo que continúa suspendiendo la película por un momento, en montaje al corte y encabalgamiento musical, con el contrapicado del techo de la sala de baile donde, como ya adelantara Resnais un poco antes, las parejas bailan real e intemporalmente. Pues desde aquí, como les informa Paulo Renato mientras ascienden por la escalera del puente que les llevará a ver las calles de Lisboa desde lo más alto, donde Ilda atestiguará la dimensión ridícula, de hormiga, que adquirían entonces las personas de la calle, desde esta Portugal gris y paralizada, un día zarparon los descubridores.