Georges Perec / DANIEL ROSELL

Georges Perec / DANIEL ROSELL

Letras

Georges Perec, el niño delante del puzzle

La editorial Anagrama reúne en ‘Nací’ una gloriosa colección de piezas autobiográficas del escritor sobre la memoria, los límites (difusos) del recuerdo, los sueños y la existencia con minúsculas

9 diciembre, 2022 19:05

Hasta los mejores payasos lloran en la intimidad cuando, retirados y en secreto, descubren que la distancia entre la comedia y la tragedia es una mera convención. A Georges Perec (1936-1982), que ha pasado a la historia como autor de culto, uno de esos escritores adictivos que hacen del juego con las palabras una forma depurada de mística Cortázar podría ser uno de sus imposibles gemelos en español–, se le puede aplicar la misma paradoja. Todo lo que escribió –y lo hizo sin cesar hasta que un cáncer lo mató antes de cumplir medio siglo– parece proceder de esa rara encrucijada vital en la que la risa y la mueca se dan la mano y el humor sirve como remedio para espantar el quebranto de seguir vivo. La escritura, en su caso, es un método de autoprotección frente a ese mundo hostil que siempre son los otros.

Nadie hubiera dicho que Perec fuera un misántropo. Parecen negarlo los hechos y, entre ellos, su activa militancia en el colectivo OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), un taller de experimentación literaria que exploró los seductores senderos donde las matemáticas y el idioma cohabitan. Y, sin embargo, todos sabemos por experiencia que la risa y el llanto más puros acontecen en soledad, cuando absolutamente nadie nos mira. De entre todos los dolores de la existencia quizá no haya otro más irremediable que la orfandad, que es la tragedia que, más pronto o más tarde, nos termina desvinculando de nuestro origen.

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Perec se quedó huérfano a los seis años –su madre murió en una cámara de gas del campo de Auschwitz; su padre había caído tres años antes en la Segunda Guerra Mundial, apenas unos días antes de la rendición nazi– y vivió intentando superar esta tragedia familiar, cobijado bajo el disfraz de hombre atrabiliario; un tipo con ingenio que, sentado en una silla, con un lápiz y un papel, como los artesanos antiguos, era capaz de levantar un mundo inexistente –o quizás demasiado real– con palabras, igual que un niño delante de un puzzle. El homo ludens de su época, procedente de una Polonia a la que no podía volver, entre otras cosas, porque nunca estuvo en el sitio del que venían sus ancestros judíos.

“Yo nací en Francia, soy francés, llevo un nombre francés, Georges, un apellido casi francés: Perec (…) Si hubiese nacido en Polonia, me llamaría, supongamos Mordechai Perec, y todo el mundo sabría que soy judío. Pero no he nacido en Polonia, afortunadamente para mí, y tengo un apellido casi bretón, que todo el mundo escribe Pérec o Perrec: mi apellido no se escribe exactamente igual que se pronuncia. A esta insignificante contradicción se une el sentimiento tenue, pero insistente, insidioso, inevitable, de ser de alguna manera extranjero en relación con algo de mí mismo, de ser diferente, pero no tanto de los demás cuanto diferente de los míos: no hablo la lengua que hablaban mis padres, no comparto ninguno de los recuerdos que pudieran tener. Algo que fuera de ellos, de lo que hacía que fueran ellos, su historia, su cultura, su creencia, su esperanza, no me fue transmitido”.

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El escritor francés habitaba en el vacío, pero no sentía nostalgia. Para vivirla antes hace falta tener la experiencia de la pérdida. Su drama era otro: nunca llegó a tener raíces que perder, aunque sí poseyera un idioma. Se convirtió en un apátrida que fabulaba a partir de los vagos recuerdos, transmitidos por los tíos que le adoptaron, sobre la larga marcha de los suyos, “que los llevó a todos sitios y a ninguna parte”. De alguna manera, Perec estaba privado de historia personal, lo que explicaría que sus libros, prodigiosos artefactos formales que transmiten una naturalidad envidiable, indaguen de forma vehemente sobre el género de la autobiografía, que en su caso era uno más de los posibles nombres de la ficción.

Sobre esta materia versa Nací, una gloriosa colección de piezas breves sobre la memoria, los límites (difusos) del recuerdo, los sueños y la vida escrita en minúsculas, que Anagrama ha reeditado en español. Publicadas en 1990 como un manuscrito póstumoJe suis né, Éditions du Seuil–, esta gavilla de recuerdos vitales pertenece al cuaderno secreto con los materiales de W o el recuerdo de la infancia, una autoficción novelada a partir de la sensación de extrañamiento. Los hechos biográficos, en el caso de Perec,  no coinciden con el pálpito interior. Tratando de conciliarlos, es como el escritor francés crea, además de Nací, otros libros. Es el caso de Me acuerdo (Je me souviens), donde trata de “darle la vuelta a algo para ponerlo en su sitio” y salvarse de la fuga existencial.

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Su forma de redención es la observación. Ésta es la estrategia de su obra capital –La vida, instrucciones de uso– y de esa galería de rememoranzas, a modo de  biblioteca sentimental, que es Je me souviens. Perec parte de lo concreto, de lo minúsculo, de lo tangible, para reconstruir una realidad cuyo recuerdo se ha extinguido. “Me acuerdo de que mi bicicleta tenía neumáticos macizos”, escribe sobre un niño –él mismo– que no conoce su origen, pero juega a imaginarla a partir de sus cenizas. Así es como el autor de Las cosas crea una memoria ficcional que quizás no sea exacta, pero que es verosímil, literaria y, de determinada manera, le ayuda a atenuar su sensación de vivor en una floresta abandonada.

En Nací contemplamos, maravillados, los hondos surcos de este reino literario. Destaca la predilección por las narraciones sobre la vulgaridad cotidiana, que actúan como una caja de resonancia para activar la escritura. El autor francés –lo confiesa en una entrevista con Frank Venaille recogida en el libro bajo el título de El trabajo de la memoria– no se psicoanaliza. Usa el “ruido de fondo” que tiene a su alcance para reconstruir vivencias (vacilantes) a partir de cuerpos, gestos, viajes, espacios y objetos prosaicos. Es la forma de realismo (intencional) que atraviesa su literatura:

Georges Perec (1936-1982).

Georges Perec (1936-1982).

“Para mí ése es el verdadero realismo: apoyarse en una descripción de la realidad despojada de cualquier presunción. Sé que si clasifico, si catalogo [cosas, objetos, escenas] en alguna parte habrá acontecimientos que van a transformar ese orden. Me acuerdo está lleno de errores; por tanto, mis recuerdos son falsos. Eso forma parte de la oposición entre la vida y su modo de empleo, entre la regla del juego fijada y el paroxismo de la vida real que sumerge, que destruye continuamente ese trabajo de observación”, le cuenta a Venaille.

Y agrega: “Todo el trabajo de escribir se hace en relación con algo que ya no existe, que puede fijarse durante un instante en la escritura, como una huella, pero que ha desaparecido”. Persiguiendo esta tarea –detener una vida que es extinción– Perec descubre muchas cosas, entre ellas las razones (personales) de su película sobre Ellis Island, donde encuentra, condensadas, las mismas sensaciones y experiencias de quien sabe desde siempre que es una criatura desarraigada en el sentido íntimo, no tanto geográfico, del término.

“Ser emigrante era precisamente eso: ver una espada ahí donde el escultor [se refiere a la estatua de la Libertad de Nueva York, que da la bienvenida a los transterrados que llegan a América] creyó, de buena fe, que había puesto una antorcha”. La puerta de acceso al sueño americano, zona de tránsito sin barreras hasta 1875, vista como el símbolo de la cadena industrial de la emigración. Ellis es ahora un museo estatal. Un cofre con la memoria de los millones de personas que la pisaron buscando un futuro o huyendo de su pasado. “Lo que yo fui a buscar a Ellis” –incide– “es la imagen misma de ese punto de no retorno, la consciencia de esa ruptura radical. Lo que quise cuestionar, poner en entredicho, poner a prueba, era mi propio enraizamiento en ese no lugar, esa ausencia, esa fractura en que se funda la búsqueda de cualquier huella, de la palabra, del otro”.

Perec muestra en la pieza de obertura de Nací su asombro por recordar con exactitud –y haberla escrito millones de veces a lo largo de su existencia– su fecha de nacimiento (7 de marzo de 1936), aunque desconozca las razones de su presencia en esta mundo. En el segundo autorretrato, escrito con veinte años de distancia, cuenta una aventura de adolescencia: con veintitrés francos en el bolsillo, y once años, se pierde en un mercadillo vacío de sellos del jardín de los Campos Elíseos –“Se habría dicho que quizás habría alguien, pero no, ni siquiera un paseante. Sólo sillas de metal pintadas de verde alineadas entre los árboles”–. Allí siente, por primera vez, lo que todos hemos experimentado: que nadie le habla, nadie lo ve, nadie acude a buscarlo. Está rodeado de gente, pero se siente pavorosamente solo.

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La tercera miniatura de la colección cuenta el miedo de un paracaidista –el escritor hizo el servicio militar en este batallón– antes de saltar de un avión: “Es en ese momento cuando se plantea el problema de la elección. Exactamente el problema de la vida. Entonces sé que me va a hacer falta comenzar a tener confianza en cosas que me son completamente extrañas”. El escritor trata de fijar el tiempo fugitivo. Lo intenta sin descanso. Primero, escribiendo una guía sobre los lugares en los que ha dormido (hoteles, camas, ciudades, sofás). Después, mediante la composición de una “autobiografía nocturna” hecha con la anotación de sus sueños. Otro de sus ejercicios consiste en seleccionar doce lugares de París ligados a momentos trascendentes de su vida. Los describe con una minuciosidad precisa y enfermiza, al modo de Tentativa de agotar un lugar parisino; acto seguido los reconstruye a partir de sus recuerdos para que dentro de dos décadas, al leer ambas versiones, pueda percibirse “el envejecimiento de mi trabajo y el envejecimiento de mis recuerdos, o cómo el tiempo recuperado se confunde con el tiempo perdido”, de forma que quede retratado el fluir mismo de las horas, el verdadero tempo de la escritura.

Perec, capaz de prodigios como escribir una novela con palabras donde no sale la letra e –la partícula esencial en francés–, se plantea retos llenos de condicionantes para delimitar su identidad y perseguir la libertad. Su literatura parece cerebral, pero bajo su disfraz de hedonismo ingenioso palpita una forma de desubicación. Se trasluce en su lista de Algunas de las cosas que debería hacer en cualquier caso antes de morir. Aquí aparece el anhelo de vivir en un hotel, el deseo de dejar de fumar (“antes de que me obliguen”), su sueño de visitar el Museo del Prado o la fábula de emborracharse con Malcom Lowry y conocer a Vladimir Nabokov”. Los recuerdos nítidos de esas cosas grandiosas que nunca hemos vivido.