La historia de la lectura como provocación / DANIEL ROSELL

La historia de la lectura como provocación / DANIEL ROSELL

Letras

La lectura, arte y provocación

La valoración artística de la literatura, conformada a partir de una larga tradición que valora la autoría y la crítica cultural, se transforma cuando el juicio social se desplaza hacia los lectores

14 octubre, 2022 22:25

La literatura es el arcano de la cultura. El misterio absoluto. Una religión laica inventada por los hombres para dotarse de una vana esperanza y un efímero consuelo. Igual que la Santísima Trinidad en la confesión católica, se manifiesta como una única cosa y, al mismo tiempo, encierra dentro de sí tres caracteres dispares. Son los personajes de un poderoso enigma. Un sencillo ejercicio de analogía permite descifrar el misterio si vinculamos al Padre con el autor –pantocrátor absoluto de la creación–, al Hijo con el anónimo lector –su hermano gemelo– y a la crítica con el Espíritu Santo, el ethos alegórico que dota de trascendencia a la confesión.

Las religiones, según los historiadores, nacieron en los tiempos más remotos de la humanidad como culto y homenaje colectivo a los muertos familiares. Los primitivos lares romanos. Idéntico fenómeno sucede en el linaje literario, cuya tradición mantiene simbólicamente con vida a los poetas del pasado, a los novelistas del pretérito, a los profundos dramaturgos de la tragedia o a los irónicos creadores de la comedia. Todos dan forma (asimétrica) al mapa de las letras, que se hace y se deshace en función del viento dominante de cada época.

El escritor argentino Ricardo Piglia / DANIEL ROSELL

El escritor argentino Ricardo Piglia / DANIEL ROSELL

El escritor argentino Ricardo Piglia, uno de los intelectuales que más y mejor ha reflexionado (en español) sobre los fecundos misterios de la lectura, sostiene en su ensayo El último lector (Anagrama) que la literatura funciona como una máquina sinóptica, similar a una maqueta a escala microscópica de una ciudad –en su caso no puede ser otra más que Buenos Aires– donde un espectador solitario mira una representación de la realidad reducida a su esencia. El espectador es el lector y la ciudad en miniatura, el libro. Piglia, que tiene soberbias interpretaciones del acto íntimo de leer en otros libros –Formas breves y Los diarios de Emilio Renzi , ambos también en Anagrama– se acoge a la sabiduría de Ezra Pound, que dejó dicho que la lectura es el arte de la réplica.

La máquina sinóptica que es cualquier libro, sin contradicción alguna, encarna de forma sintética todo el universo y representa un mundo paralelo que, al ser descifrado, acaba transformando la conciencia del lector y cambiando el mundo. Éste es el mensaje que Borges enuncia en Tlön, Uqbar y Orbis Tertius, un relato sobre el texto de un reino imaginario –la descripción de un mundo fabulado según el código formal de la Enciclopedia Británica– que termina influyendo en la realidad, del mismo modo que los personajes de La rosa púrpura del Cairo, la película de Woody Allen, saltan desde la pantalla al universo sensorial, prescindiendo de la cuarta pared de la preceptiva teatral.

RICARDO PIGLIA

“El arte” –señala Piglia– “es una forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del mundo”. Se manifiesta igual que la flecha lanzada desde un arco, cuyo destino no se realiza hasta que encuentra la diana o perece en el vacío. La literatura está concebida desde su origen como una dialéctica donde importa tanto lo que escribe el autor como el sentido que otorga a un libro cada lector. De ahí que no exista la lectura sin un sujeto, aunque en las sociedades teocráticas –incluyendo entre ellas la contemporánea– se tienda a pensar que la comunidades leen de idéntica forma. La herencia cultural lo desmiente, al distinguir diversas categorías de lectores. A modo de muestra: está el lector moderno, que vive inmerso en una atmósfera llena de signos (no siempre verbales); el lector visionario es aquel que lee para saber cómo debe vivir; el lector hedonista (urgido por la llama del placer) o el lector forzado, que ejecuta su trabajo gracias a una obligada disciplina.

La literatura, en realidad, no hace diferencias entre los lectores. Su poder consiste justamente –la idea también es de Piglia– en sacar al lector del anonimato, darle un nombre y dotarle de una historia con la que puede identificarse o contrariarse. Una ficción –escribe Hans Robert Jauss, principal teórico de la Estética de la recepción– depende, sobre todo, de aquel que la lee. Es una creación del lector tanto como una composición de un autor, que es lo que también sugiere Borges cuando escribe que la filosofía es una rama de la literatura fantástica. Todo puede leerse como una ficción. La realidad, en su representación, tiene forma de narración.

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La tradición cultural, consecuencia de los sedimentos de distintas civilizaciones históricas, ha construido un método de valoración literaria que se sustenta principalmente en las figuras del autor, el cuerpo de la obra y la opinión del crítico. En la escuela se enseña la biografía de los escritores, se presentan sus libros como obras indiscutibles y se sanciona la trascendencia de la literatura a partir de la visión de la crítica, entendiendo ésta como una interpretación unívoca similar a la exégesis bíblica. La palabra (divina) leída de una determinada manera por un cuerpo de clérigos. Su fruto (ideológico) es la doctrina literaria oficial.

¿Qué ocurriría si, en lugar de limitarse a esta estrecha interpretación del arte de la literatura, se introdujera en la ecuación a los lectores? La pregunta, que no es nueva, adquiere una indudable actualidad porque vivimos en un mundo –el fenómeno se percibe sobre todo en los países occidentales, entregados por completo al paradigma digital– que empieza a evidenciar lo que el pensador Antonio Escohotado denominó literofobia: el pánico ante la letra impresa. El horror generacional ante la lectura. Escasa concentración, pérdida del entendimiento crítico y acelerado empobrecimiento del lenguaje, que es el único instrumento compartido –las matemáticas son el idioma de una selectísima minoría– para comprender la realidad. Quien no lee, sencillamente, no entiende nada. Ni se entiende a sí mismo.

Librerías en tiempos de crisis  / DANIEL ROSELL

Librerías en tiempos de crisis / DANIEL ROSELL

¿Cómo leemos los grandes libros? ¿Debemos hacerlo igual que quienes nos precedieron en la línea del tiempo? ¿Es mejor un libro o un autor elogiado por la crítica o respaldado por la devoción de los lectores? ¿El grado de popularidad de una novela la convierte automáticamente en un fenómeno con valor cultural o es un hecho sociológico? Existen diferentes respuestas a estas preguntas, dependiendo de las ideas sobre el valor literario en cada momento histórico, el contexto cultural y, en definitiva, la sensibilidad dominante.

La cultura clásica, que concibe la literatura a partir de la mímesis de unos patrones ideales establecidos por los grandes poetas y dramaturgos, crea la preceptiva literaria: normas y leyes, supuestamente inmutables, que otorgarían la condición artística y la trascendencia social a una creación escrita. El patrón de medida es el autor y, en segundo término, la obra, aunque la perspectiva antigua sobre la autoría es ambigua, dado que la figura del poeta se entiende dentro de este marco conceptual como la expresión figurada de una colectividad más que como una manifestación personal. La subjetividad, desde la perspectiva clásica, es formal o una circunstancia aparente. No expresa exactamente la intimidad del individuo.

Homenot: Octavio Paz /FARRUQO

Homenot: Octavio Paz /FARRUQO

El Romanticismo, antítesis del clasicismo, desplaza el juicio literario hacia la figura del autor, inaugurando así la frondosa tradición de la ruptura que explica Octavio Paz en Los hijos del limo. La literatura, para esta modernidad temprana, es la consecuencia directa de los demonios y angustias del creador, atalaya desde la que juzgar sus obras, consagrando una noción biográfica de la historia cultural como la suma de grandes individualidades: los genios. El Formalismo y el Estructuralismo pondrán mucho más tarde el acento de lo literario en el artificio del texto, desmintiendo la visión antropocéntrica de los románticos. La lectura inmanente se convierte para ambos en el método hegemónico de análisis científico e ignoran conscientemente cualquier influencia del contexto cultural y el avatar personal, situando a la obra (y sus vicisitudes) como centro orbital de atención para el análisis literario.

El péndulo no tardaría en cambiar de nuevo de dirección. Y, por primera vez, lo hará hacia una latitud inesperada: los lectores. Quizás sería más exacto decirlo de otra manera: hacia el hecho (creativo) de la lectura. La posibilidad de reescribir la historia de la literatura a partir de el poso cultural que ha dejado su interpretación, en vez de restringirse a los criterios de la autoría y la composición del texto, es una aspiración que, desde los años sesenta del pasado siglo, prendió en el ámbito académico, aunque fuera como una suerte de provocación. La razón esencial la explica Piglia en su ensayo (dialogado) Crítica y Ficción (Anagrama):

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“¿Cómo me gustaría que se leyeran mis libros? Tal cual se leen. No hay más que eso. ¿Por qué el escritor tendría que intervenir para afirmar o rectificar lo que se dice sobre su obra? Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión existe en la sociedad. Por supuesto existen estereotipos, lecturas cristalizadas que pasan de un crítico a otro: se podría decir que ésa es la lectura de época. Un escritor no tiene nada que decir sobre eso”.

Hay quien entiende este viraje como un intento de democratización de la jerarquía cultural. Por expresarlo (irónicamente) podríamos decir que esta corriente de análisis crítico, conocida como Estética de la recepción, sitúa al lector –el gran olvidado por la tradición histórica– en el centro del tablero. El espejismo se diluye con la luz del conocimiento: el impulsor de esta teoría, que bebe de diversos precedentes filosóficos, desde Heidegger a la fenomenología de Husserl, el pensador alemán Jauss, en realidad volvió a introducir –con otra óptica– la perspectiva histórica dentro del paradigma literario. Había llegado la hora del lector, cuyas expectativas habían sido ignoradas por la academia.

Hans Robert Jauss

Hans Robert Jauss

La propuesta de Jauss era una provocación porque cuestionó el dogma formalista –la literatura se basa únicamente en las estructuras textuales– sin retornar necesariamente al clasicismo, ya que conecta a las grandes obras de la tradición con el presente a través del ejercicio de la lectura inteligente. Lo trascendente –afirma la Escuela de Constanza, liderada por Jauss y sus discípulos– no es únicamente la pretensión del autor o la calidad objetiva de un libro, sino las formas en las que es interpretado, que no es lo mismo que el número de lectores (lo que disipa la ingenua creencia de que un libro muy vendido tiene que tener necesariamente un valor cultural). La función estética de una obra literaria –que es distinta a su impacto social– depende del gusto predominante en cada periodo histórico. Las normas estéticas no son pues compartimentos estancos, sino las casillas móviles de ese mecanismo que es la cultura.

La interpretación de los textos que hacen los lectores cambia con el tiempo, la ideología y las circunstancias. Es un factor variable de la ecuación literaria. La inevitable alteración de estas pautas modifican sin remedio el valor estético de una obra, que se concretiza –el término es de Mukarovsky, uno de los antecesores de Jauss– de forma distinta, a veces coincidente, en otras ocasiones de forma contradictoria, en cada civilización. Por eso cada generación lee los textos de forma diferente, afectando al proceso de la creación. El sistema literario, según esta perspectiva, tiene la forma de una constelación, donde diferentes planetas y satélites se mueven siguiendo cada uno su propio curso.

La revolución de las librerías / DANIEL ROSELL

La revolución de las librerías / DANIEL ROSELL

La fecundidad de las aportaciones de Jauss salta a la vista, ya que amplía el concepto de tradición cultural, que ya no estaría limitada a la biografía de los creadores o a un mero canon –cerrado– de obras, sino que incorpora las sucesivas lecturas históricas, que influyen en el horizonte de expectativas del lector. Este último concepto, sin duda la gran aportación de Jauss, permite entender la miopía que ha caracterizado a la crítica literaria tradicional y nos previene sobre las degeneraciones que la ideología provoca en su contacto, no necesariamente pacífico, con la creación, que es una de las constantes del momento actual, donde la dictadura de la cancelación ignora que cada época lee literatura desde presupuestos distintos y, por tanto, es un error intelectual interpretar a los clásicos, o a cualquier otro autor, por su adecuación (o sumisión) a las cambiantes hegemonías culturales.

En un mundo donde un número notable de lectores buscan en los libros la confirmación de sus propios prejuicios y en el que, en definitiva, no se quiebra el horizonte de expectativas del lector, la libertad creativa es vista como una impertinencia inadmisible. Una herejía. Domingo Ródenas lo explica glosando a Jauss: “El valor estético de una obra literaria podía ser determinado mediante la distancia entre el horizonte de expectativas del público y el que postula la propia obra: esto es, la distancia entre el sistema de normas y convenciones asimiladas por el público como una expectativa estándar y la ruptura de ese horizonte por parte de la obra. A mayor desviación, mayor mérito artístico”.

Ejemplar de la revista Poètique, fundada por Genette, Todorov y Cixous, dedicado a Roland Barthes /SEUIL

Ejemplar de la revista Poètique, fundada por Genette, Todorov y Cixous, dedicado a Roland Barthes /SEUIL

Jauss terminaría matizando en parte esta idea, al admitir que la mera desviación de la norma cultural dominante es un elemento más, y en absoluto infalible, para enjuiciar el valor de una obra artística. La esencia de la literatura, contemplada desde el prisma de la lectura, estaría más cercana al placer estético o a lo que Roland Barthes definió como le plaisir du texte. Ninguno de ambos conceptos, en todo caso, se entienden si se prescinde del lector. Es la lectura de cada individuo la que otorga una dimensión de experiencia moral a la literatura, aunque, como puntualiza Domingo de Ródenas, no hablamos aquí de una moral en el sentido ordinario del término –aquello que debe hacerse–, sino de la moral propia del arte, que es una “moral exploratoria” donde el sujeto “es el único responsable de sus decisiones”.

En una época marcada por el melancólico retorno a las leyes de la tribu, las identidades (reales o imaginarias) delirantes y la hermenéutica de los nuevos clérigos de lo políticamente correcto, la tarea capital de la educación, el verdadero significado de la cultura, consiste en ese ejercicio tan prosaico, pero tan capital, de enseñar a leer bien, que es exactamente lo mismo que educar para ejercer la libertad de criterio. “Un libro” –escribió Kafka– “es como el hacha que rompe nuestra mar congelada”. Eso, y no ninguna otra cosa, debe ser la lectura en estos tiempos de la cultura digital.