Julio Camba / DANIEL ROSELL

Julio Camba / DANIEL ROSELL

Letras

Julio Camba o el periodismo de Bizancio

El escritor gallego protagoniza una biografía de Francisco Fuster para la Fundación Lara que documenta la vida pública del articulista pero no profundiza en los secretos de su ‘grand style’

7 octubre, 2022 21:55

Desde que Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, pronunciase su frase más celebrada –“El estilo es el hombre”–, e incluso desde mucho antes, se sabe que a la hora de contar las vivencias de cualquier escritor es requisito obligado detenerse, además de en sus peripecias vitales, que es la materia esencial de los biógrafos, en los secretos de su escritura. No se trata de un mero capricho: lo que hace único –para bien y para mal– a un autor es su estilo, su mirada, su exacta expresión. La regla cobra mayor trascendencia si se trata de un escritor de periódicos, ese género bastardo que atraviesa toda la modernidad, porque, y esto lo ignoran muchos historiadores y más periodistas, el mejor articulismo, que formalmente no cuenta con ningún rasgo discursivo que lo diferencie de otras prosas –a pesar de la insistencia de los tratadistas sobre la materia, que buscan un unicornio que no existe–, responde siempre a la configuración de un determinado ethos. Sin este carácter (entiéndase desde la perspectiva retórica) no existe el columnismo, ni la crónica, ni la autoría en términos artísticos.

El articulismo, que se considera a un espacio de libertad (vigilada) reservado en los periódicos a las firmas estables y recurrentes, exige –y esto ya lo dijo César González Ruano– un dominio exigente de la composición. Una preceptiva no muy lejana a la poesía. Es la subjetividad personal, compuesta según el criterio literario, lo que dota de magia y permanencia a los mejores escritores del género. De ahí que la biografía que Francisco Fuster, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia y editor de varias antologías sobre el periodista gallego, acaba de editar con la Fundación Lara atesore un estimable valor documental pero adolezca, a nuestro juicio, de un vuelo que, en el caso de Julio Camba, se antoja capital para poder atrapar al personaje: su sentido del estilo. Su dicción. Su prodigiosa sencillez, hecha a partir de un proceso de destilación y gimnasia antirretórica que ha hecho que sus artículos, que nunca fueron concebidos para ser reunidos en libros, aguanten ejemplarmente el paso del tiempo, conservando toda su frescura original.

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El libro de Fuster, que documenta los avatares vitales de Camba apoyándose en fuentes literarias del propio escritor o ajenas –son muy interesantes las citas de Josep Pla–, es un correcto compendio de la vida pública del escritor gallego, con sus sucesivos vaivenes y tránsitos; una obra de divulgación útil para acceder a la información necesaria antes de enfrentarse directamente a los textos del autor de La casa de Lúculo. Pero no profundiza en su arcano: la forja de su grand style. Fuster apoya su relato en piezas periodísticas firmadas por Camba y otros de sus coetáneos, pero las interpreta como meros sustentos fácticos y testimoniales, siendo –como son– mecanismos de un inteligentísimo artificio literario.

Camba, maestro en la construcción de su personaje literario, igual que Ruano o Umbral, al que la biografía de Anna Caballé sí desnuda como persona, niega a sus lectores su verdadera intimidad en un gesto de ocultación basado en la exposición selectiva de su propia persona. El periodista gallego está en todo lo que escribe, pero es discutible que la voz de sus artículos, su máscara de consumado humorista, coincida con la verdadera faz de un hombre que, a base de persistencia y sin excesiva disciplina, logró abrirse paso en un periodismo de “tres al cuarto”, donde cobrar los artículos era una proeza (milagrosa) y el oficio, dada la secular precariedad que continúa más de un siglo después, servía a veces para una aspiración mucho más prosaica que la gloria artística: lograr un cargo público o una canonjía política.

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A Camba –lo cuenta Fuster en su biografía– le ocurrió cuando la República le negó un puesto de embajador al que creía tener derecho natural por su condición de atrabiliario corresponsal volante en París, Berlín, Londres, Estambul o Estados Unidos. En este sentido replica el mismo anhelo de otras estupendas firmas periodísticas, como Pla, que no pudo ser nunca director de La Vanguardia, o Azorín y Baroja, que fueron parlamentarios sine nobilitate. No es sin embargo este desengaño el que define el animus de Camba a la hora de escribir, por mucho que su juicio acerca de los republicanos fuera crítico.

Con la animadversión pueden perpetrarse venganzas personales, pero no es material suficiente para adquirir la brillantez estilística de sus artículos, hechos con una contención irónica y una perspicacia natural que hace que puedan disfrutarse –salvando los imponderables contextuales– como si acabaran de ser escritos hoy. La prosa de Camba está viva gracias a su despojamiento y al alejamiento sostenido de lo enfático. Sus textos no son arqueología, que es la mirada con la que el gremio académico –instalando en su bucle melancólico– juzga a los grandes articulistas clásicos.

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Fuster, sin duda, es un experto en la bibliografía de Camba, como demuestran las ediciones a su cargo, pero presenta las metamorfosis del periodista gallego incidiendo en sus supuestas contradicciones ideológicas y hace juicios muy arriesgados y categóricos sobre el periodismo –“una de las prácticas más habituales del periodismo moderno es el refrito”– o se apoya en fuentes (El arte del periodismo, el famoso tratado de Rafael Mainar, publicado en 1905) que, sin dejar de ser documentos interesantes, dan a una idea del oficio muy puntual y libresca. La reiteración, en el caso del articulismo, puede ser tanto un defecto, como supone Fuster, como uno de los recursos necesarios para fijar los rasgos retóricos que identifican al columnista.

El valor de esta clase de escritura, por otra parte, no consiste en documentar una época histórica. En términos literarios reside en la composición de una personalidad escrita que, a menudo, no tiene que casar con la real y puede ser perfectamente su antítesis. Leer literatura como si fuera historia es interpretar la escritura de Camba prescindiendo del código que la define. No es la fidelidad a la verdad lo que hace extraordinarios sus artículos. Es su deliciosa subjetividad y su imperceptible –pero sólida– habilidad compositiva. El escritor gallego construye su mirada a partir de lo fragmentario, aprovechando la exigencia de brevedad del género, trabajando mucho la sugerencia (irónica) de la anécdota, configurando un personaje retórico, practicando el dialogismo y ejerciendo el arte de la perspectiva.

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Todos estos elementos, capitales para entender a Camba, están ausentes de esta biografía, que se limita al molde académico más básico, en vez de desentrañar la naturaleza de ese periodismo de Bizancio –fino, inteligente, hasta cierto punto exótico– del autor de Memorias de una peseta. Los volantazos ideológicos de Camba, desde su juventud libertaria hasta su conservadurismo como columnista de referencia del diario Abc o colaborador crepuscular del periódico falangista Arriba, lejos de ser censurables, guardan justamente debido al contexto histórico una sencilla lógica: un escritor de periódicos para sobrevivir tiene que escribir en todas partes. Debe pues adaptarse al mercado editorial disponible.

Escribir en diarios con líneas ideológicas divergentes no tiene que implicar necesariamente renunciar al ejercicio de la independencia (que no es un árbol preso de sus propias raíces, sino una actitud personal) si el columnista o el corresponsal mantienen intacto su ethos allá donde estén en cada momento. El objetivo de un colaborador en prensa, desde el afamado al discreto, consiste en mantener la posición –un consejo que suele repetir el gran Miguel Ángel Aguilar y que, antes, ya estableció Chesterton– para decir lo suyo allí donde tenga espacio y ocasión. Sus juicios sobre la vida o la política están sometidos al tiempo y a las circunstancias. Cambiar de opinión puede ser arrepentimiento o un signo de inteligencia, si se hace debido al conocimiento o a la experiencia, enemigos de las posiciones numantinas.

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El objetivo de Camba, dentro de este periodismo menesteroso en el que ejerció, era sobrevivir sin caer en la prosopopeya. Por eso nunca quiso ser académico, sino tener un techo bajo el que cobijarse. A la vista está que no lo logró del todo, a pesar de que sus años en el Palace se confundan con la grandeur decadente del anarquista arrepentido. Camba, en efecto, fue uno de los famosos inquilinos del hotel madrileño, pero vivía en sus estancias como un mendigo refinado. Dedicó su vida al periodismo y a la misantropía. Vista desde fuera, o contada por sus iguales, su trayectoria puede parecer lujosamente contradictoria. En el fondo nunca dejó de ser frágil, aunque tuviera la habilidad (efímera) de ser uno de los cronistas mejor pagados de su tiempo. Alguien que sabe que la vida es perecedera no ahorra ni atesora. Escribir en las gacetillas enseña pronto que el ayer desaparece y el mañana es una hipótesis. Sólo existe el presente, que es cuando el columnista fija su vida en una cuartilla.