Letra Clásica
Julio Camba, periodismo con 'flow'
Renacimiento amplía su colección dedicada a las crónicas de viajes del gran articulista gallego con sus impresiones sobre ‘Alemania’, ‘Londres’ y las ‘Aventuras de una peseta’
16 abril, 2021 00:10El periodismo es, sobre todo, una cuestión genética. Entiéndase: los escritores de periódicos, una raza en extinción, lo mismo que los valientes indios cheyenes o los tímidos zapateros remendones de la posguerra ancestral, igual que los antiguos aguadores o los vendedores de cirios apagados, nacemos con un cromosoma dislocado y una firne voluntad –a menudo estéril– que nos impulsa a hacer una obra efímera que probablemente no valga gran cosa pero –la ingenuidad de la infancia siempre se impone a la razón– se nos antoja el sursum corda, que es la fórmula retórica con la que empiezan unas misas en las que nadie cree nadie. Ni siquiera nosotros. “Levantemos el corazón”, dice el oficiante. “Lo tenemos levantado hacia el lector”, contestamos. Pero el lector, o acaso su remedo, es escaso, no aparece o huye despavorido.
Escribir artículos, reportajes y crónicas, que en el fondo son géneros similares, porque en periodismo no existen los códigos cerrados y, si existieran, sólo servirían para romperlos, es algo perfectamente inútil, pero justo por eso se trata de una forma de pasar el rato –y ganarse una vida que no merecemos– trascendente y algo misteriosa. Su inanidad es lo que dibuja el tamaño de semejante gesta. Y entre los insignes caballeros de la Sagrada Cofradía de la Columna nadie como Julio Camba (1884-1962) cuyo segundo apellido era catalán –Andreu– pero cuyo carácter nadie puede decir que no fuera inequívocamente gallego.
El joven Camba
Habrá, por supuesto, columnistas en España. Auténticos e impostores. Pero como Camba, pocos. Ninguno, en realidad. El periodista gallego, anarquista en su juventud, burgués bien pensionado en su senectud –las malas lenguas sostienen que su crepúsculo en el Hotel Palace corrió a cuenta de Juan March, prohombre del contrabando mallorquín y empresario nato–, goza de multitud de imitadores, pero ninguno ha alcanzado la asombrosa levedad con la que resolvía los 150 centímetros del artículo, esa tribuna pasajera de los diarios.
Camba poseía ese rarísimo talento natural que los modernos denominan flow. Esto es: ritmo, cadencia y personalidad para transmitir sensaciones universales a partir de lo particular. ¿Qué transmite la literatura de periódico del escritor gallego? Una mezcla de asombro irónico, perspicacia y brillantez súbita. A Camba se le ha considerado –es una ceguera como otra cualquiera– un magnífico humorista. Quia, como diría él mismo: el humor es una cosa demasiado seria como para ser considerado trivial. El humor es la filosofía prosaica, una forma de sabiduría rotunda e involuntaria. Pura gramática parda. De este ingrediente están llenos los tres libros de artículos con los que la editorial Renacimiento, esa república exquisita que dirige el librero Abelardo Linares, amplía su colección de crónicas viajeras perpetradas por Camba, que recorrió el mundo –Europa, América, Constantinopla– como corresponsal a cargo de la providencia y de la generosidad de cabeceras periodísticas como El Sol, Abc, El País, La Correspondencia, La Tribuna, El Mundo o Ahora.
Fue los años dorados en los que los diarios no tenían mucho dinero pero no dudaban, sobre todo si encontraban patrocinadores y benefactores, en enviar a alguien a viajar a otros mundos para poder contarlos a sus lectores. A aquellos tiempos del telegrama milagroso, donde el enviado especial consignaba sus crónicas, debemos buena parte de la obra de escritores como Josep Pla, Camba, Ruano o el asombroso Roberto Arlt. Cada uno miraba el espectáculo de la vida a su manera, en función de su formación y sus experiencias personales. Sus retratos del extranjero –dicho así, en general, como entonces se estilaba– dibujan paisajes que el curso del tiempo ha extinguido y paisanajes rebosantes de personajes y tipos que, siendo nuestros ancestros, también son al mismo tiempo nuestros contemporáneos. Nosotros mismos. En el caso de Camba, a quien se le suele elogiar por sus dotes para la brevedad, lo maravilloso no es tanto su parquedad a la hora de escribir –los grandes vagos acostumbran a no hacer esfuerzos innecesarios– como su capacidad de condensación. Su precisión. Su infinita amenidad.
Fue los años dorados en los que
Camba, como sabe cualquier escritor, hacía retórica, pero no se le notaba lo más mínimo. Su artificiosidad se sumerge bajo el disfraz de una expresión espontánea, fluida y, sin embargo, lograda a base de un trabajo que permanece invisible y, sin duda, merecería ser calificado como titánico. A pesar de su aparente desenvoltura, su escritura se rige por las normas de los infalibles clásicos. Por ejemplo, el uso de la captatio benevolentiae, esa fórmula concebida para ganarse la simpatía del lector quitándose importancia.
“Hay quien envidia la suerte del escritor viajero.
—¡Las cosas que verán tales hombres en este mundo! —piensan algunas personas.
Pero en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica. Usted, amigo lector, me deja a mí frente al mar, pongamos por caso, mientras va a darse un pequeño paseo, y cuando vuelva, ¿qué creerá usted que he hecho yo con la azul inmensidad? Pues exactamente lo mismo que hubiera hecho con una iglesia románica, con un par de calcetines, con un discurso del señor Lerroux, con una puesta de sol o con un nuevo procedimiento para combatir la tuberculosis: la habré cogido y la habré transformado, reduciéndola a una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados, poco más o menos.
Nada es como es, sino como nos lo representamos, y el escritor, colocado ante una cosa cualquiera, o no la ve, o la ve en forma de artículo. La naturaleza, para él, es, efectivamente, un libro: un libro que va a escribir, y del que piensa vender algunos miles de ejemplares a tres pesetas cincuenta. El diabético convierte en azúcar todo lo que ingiere; el hepático lo transforma en bilis, y el escritor lo reduce a literatura, ya biliosa o ya azucarada. ¡Y aun hay quien aspira a conocer el mundo a través de los libros de viajes!
Los libros de viajes son una impostura, porque el escritor, que sólo ve sin prejuicios las cosas de que no habla, esto es, las cosas de una elaboración literaria más difícil, habla únicamente de las cosas que no ve, es decir, que no ve como tales cosas, sino como crónicas periodísticas o como capítulos de novela. De mí sé decir, por ejemplo, que, obligado a veces a hacer un artículo, y disponiendo de una catedral gótica, que había visitado momentos antes, y de la levita del gerente del hotel como materiales a elaborar, me he decidido por la levita del gerente y he despreciado la catedral gótica. Para cualquier tendero veraneante, aquella catedral, en cuya construcción habían trabajado sin descanso quince generaciones sucesivas de obreros y artífices, hubiera representado infinitamente más que una levita. Para el escritor, en cambio, la levita tenía mayor interés, y no porque fuese una levita maravillosa, sino porque era una levita grotesca. Decididamente, si hay un modo peor de ver el mundo que como escritor viajero, es como lector de las impresiones de los escritores viajeros”.
Así empiezan las asombrosas Aventuras de una peseta (1923), donde Camba reunió los artículos de sus viajes por una Europa –Inglaterra, Alemania, Italia, Portugal– sumida en la hiperinflacción monetaria tras la Primera Gran Guerra, que obró el milagro de que la moneda española, humilde y pedestre, se convirtiera en una divisa cotizada como consecuencia de nuestra neutralidad política, que más bien era –igual que ahora– incapacidad para pintar algo en el tablero de la geopolítica continental. El periodista gallego aprovecha esta anomalía –pasajera– para pasearse por las capitales europeas con una mezcla de ironía y melancolía.
Así empiezan las asombrosas
En estos artículos no hay espacio para el asombro: Camba había visitado muchos de esos destinos un lustro antes –de su periplo inicial tratan las colecciones de crónicas reunidas por Renacimiento en Alemania y Londres, ambos libros publicados en 1916– y, más que descubrir (salvo en el caso de Italia, donde la sensualidad meridional le embarga, del mismo modo que le emborrachó el París de principios de siglo), en su deambular confirma que muchos de los brillos anteriores de aquella Europa en transformación se han diluido tras el quebranto económico. José Benítez Ariza, prologista de la edición, sostiene –con acierto– que las Aventuras son unas crónicas de regreso, lo mismo que La ciudad automática, uno de sus dos libros dedicados a Nueva York, frente a las expediciones de ida que suponen las miniaturas sobre el Berlín, el Munich y el Londres de la primera década del pasado siglo.
Lo que en estas columnas son variaciones fragmentarias de una geografía novedosa, en las revisitaciones de los años veinte palpita una fina nostalgia de humorista, casi una melancolía grotesca. Bajo el cinismo y la paradoja, se vislumbra ya la intuición de una ruina moral y financiera tan intensa como para que “la peseta, la calderilla nacional, adquiera la categoría de duro”. “Después de seis años, yo estaba un poco más gorda y Alemania un poco más flaca, pero, en el fondo, no habíamos cambiado gran cosa (…) Alemania se quedó sin grasa. Ya no se veían en las cervecerías, bajo la tela tirante de los chalecos, aquellos magníficos vientres alemanes, mil veces más expresivos que una fisonomía mediterránea: vientres dotados de una inteligencia autónoma (…) En cambio, se veían unos pescuezos larguísimos que, por mucho que se inclinasen, rara vez conseguían rozar los anchos cuellos de celuloide, y que en los días lluviosos, les daban a sus propietarios un aspecto de paraguas”, escribe Camba, que no encuentra –pero sí adivina– excesivos cambios en la vida cotidiana.
Lo que en estas columnas son
Se trata de un espejismo: la aproximación del periodista gallego a Inglaterra, Prusia y Baviera hace virtud de la necesidad –su limitado conocimiento de los respectivos idiomas le impiden un análisis a fondo– y trabaja con los tópicos nacionales, que son una construcción cultural con apenas un tercio de veracidad. Camba aplica su fastuosa máquina reduccionista a paisajes que ya le son familiares, aunque , en cierto sentido, empieza a dudar de su método de aprehensión de la realidad. La risa parece tornarse mueca, pero sin urgencia. No encuentra en Berlín signos evidentes del trance bélico pero reseña el espectacular incremento de robos o el encarecimiento de las mercancías de primera necesidad, al tiempo que expresa la paradoja entre el precio de las cosas y el valor (inconstante) del dinero.
“Los amigos me envidiaban suponiendo que si en Madrid yo me tomaba, por ejemplo, un bistec con patatas a la hora de cenar, en Berlín, lógicamente, me tomaría once o doce. Pues bien, amigos míos: no me he tomado nunca más que uno. Los marcos están muy bajos, pero los bistecs, no (…) El dinero es una ficción y el bistec, una realidad. Un duro español puede valer diez duros alemanes; pero un bistec español vale exactamente lo mismo que un bistec alemán”.
A Camba se le suele considerar un maestro de la trivialidad y un periodista epidérmico, pero su forma de explicar la teoría de los precios a partir de episodios concretos es más inteligente y certera que la de cualquier economista. Ésta es la virtud capital de un buen periodista: convertir en sencillo lo complejo, encarnar en el fondo de una imagen, un símil o una analogía lo que un experto es incapaz de describir sin dejar de hablarse a sí mismo. En sus artículos, amparados en la simpleza de la frase corta, en el ingenio del quien mira el teatro del mundo con cierto descreimiento, subyace un instinto envidiable.
No es sólo que instruya con delectación, como muestran sus crónicas parlamentarias. Es que escribe al contrario de como escribiría un erudito o un profesor: sin darse excesiva importancia y sin mantener cautivo y maniatado –como suele suceder en tantas cátedras académicas– a su auditorio. Los lectores de Camba pueden dejar de leer sus crónicas o abandonarlas a la mitad, pero tal decisión les perjudica únicamente a ellos. El escritor gallego es sustantivo, no insustancial, como a veces predica su caricatura biográfica. En Alemania y Londres, sus libros de 1916, camufla bajo sus retratos sociales –sobre la cerveza, el ridículo colosalismo germano, la célebre devoción británica por los alcoholes o su educación artificiosa– una definición (voluntariamente asistemática) del carácter español, que muestra por contraste entre el que inventen ellos de Unamuno y el obstinadísimo conducirse de “los españoles de España (…), toros de lidia que no damos al mundo un espectáculo divertido ni filosófico, pero que tiene gran emoción porque se nos torea, se nos engaña con un trapo rojo y, de tanto embestir al aire o contra la barrera, vamos perdiendo acometividad y nos ponen unas banderillas de fuego, y el dolor nos irrita y nos da nuevas fuerzas hasta que esperamos la última suerte”.
No es sólo que instruya con delectación, como muestran
Camba nunca hace costumbrismo. Escribe un periodismo de primera categoría donde la sucesión de detalles menores –el precio de las cosas, la vida en las pensiones berlinesas con habitaciones compartidas, la grandilocuencia prusiana –“kolossal”–, que exige abrir las puertas de los edificios utilizando todo el cuerpo, la humanísima vulgaridad bávara, la pesada filosofía germánica o la neblinosa atmósfera inglesa– eternizan la vida, que es la única materia cierta del periodismo literario. Un oficio casi biológico. Entonces y siempre.
“Yo llevo ya diez o doce años haciendo artículos. He adquirido la facultad de convertir todas las cosas en artículos de periódico. Ya pueden ustedes darme las cosas más absurdas: un gabán viejo, un par de gemelos de teatro, una máquina de afeitar, un pollo asado, un mujer bonita. De cada una de esas cosas yo les haré a ustedes una columna de prosa periodística, o si ustedes lo prefieren, les haré una columna de todas esas cosas juntas. El articulista es algo así como un avestruz. El avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo; el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico”.
Igual que éste.