Francisco Umbral y el punto de fuga
Debate recupera la biografía de Anna Caballé sobre el articulista y escritor madrileño, un libro que contextualiza el retrato público de su figura y encierra la clave de bóveda de toda su escritura
30 mayo, 2022 22:45Uno de los anhelos íntimos de cualquier escritor es fijar, de forma absolutista y soberana, la exégesis de su obra. Su interpretación canónica. El significado del legado que, casi siempre de forma egoísta, aspira a dejar a la posteridad, en caso de que exista semejante cosa. Esculpir la huella individual y condicionar –para siempre– el sentido de sus palabras ante sus posibles herederos, principalmente los lectores, puede ser una tarea tan obsesiva y tiránica como la práctica de la escritura, esa tortura (gozosa) que se vive en soledad. No deja de ser un afán contradictorio: quien se dedica a escribir literatura debería aceptar de buen grado, aunque rara vez suceda, la servidumbre que implica que su obra pueda ser comentada, discutida, incluso manipulada; una vez escrita, es propiedad moral de su público, aunque los derechos de autoría, antes de caducar y pasar al dominio público, reverberen en su persona o vayan en beneficio sus deudos, especialmente las viudas, cuando se trata de un hombre.
La tarea, sin duda, tiene algo de quimera: los guardianes del tesoro –la ley de cualquier vida terrestre es la extinción– desaparecerán antes o después e, incluso si otros suceden a los precursores en estas funciones de custodios y cancerberos del patrimonio ajeno –el talento, ya se sabe, no se hereda–, las huellas personales irán desdibujando sus límites en esa playa de arena mojada que es el tiempo. En el caso de los escritores autobiográficos, autorreferenciales, vanidosos, este narcisismo adquiere la condición de patología. Una enfermedad siniestra que, sin embargo, es capaz de alumbrar literaturas prodigiosas, igual que existen las agonías solemnes sin dejar por eso de conducir a la estación término. Sucede, acaso con más intensidad que entre sus iguales, en el caso de Francisco Umbral (1932-2007), sin duda uno de los más sobresalientes escritores de periódicos del último medio siglo, poeta secreto, novelista imposible, memorialista portentoso, impresionista recurrente y un absoluto farsante que decía su verdad incluso cuando no era sincero.
De Umbral, que como tantos otros autores se dedicó con ahínco a crear una máscara pública para suplantar la devastación de su verdadero rostro, existen abundantes aproximaciones biográficas: una tesis de Eduardo Martínez Rico, un libro de conversaciones del mismo autor; un documental cinematográfico (Anatomía de un dandy, de Charly Arnaiz y Alberto Ortega), una hagiografía textual de Javier Villán, hasta un cómic de Lorenzo Monttaore. En general, con distintos matices, aceptan y expanden la interpretación que el propio escritor hizo de sí mismo en sus libros, en su mayoría centrados y obsesionados con su persona. Todos validan la famosa frase de Charles Bukowski, por quien el periodista madrileño sentía una indudable cercanía: “Cuando escribo, yo soy el héroe de mi mierda”.
Es una rotunda declaración de intenciones que, sin embargo, enuncia una ambigüedad: “Voy a escribir sobre mí mismo, pero no es seguro que cuente toda la verdad. Están avisados”. Nadie, por supuesto, hace caso de esta advertencia, desde los lectores a los críticos y, al cabo, acaba instalándose la creencia de que autor y personaje (el escritor) son la misma cosa, cuando el segundo acostumbra a ser la imagen (a veces muy mejorada) del primero. Por eso, fue un hecho extraordinario que en 2004 la profesora Anna Caballé, pionera de la escritura autobiográfica en España y directora del centro académico del cuarto género en Barcelona, publicase Umbral, el frío de una vida (Espasa), un libro que contó con la hostilidad dedicada del propio Umbral, de su familia, de la fundación que custodia su legado –en esto el ser de lejanías también quiso emular a Cela– y de una parte del sector editorial, que durante casi dos décadas han mantenido sin filiación este ensayo valiente, hecho contracorriente, casi suicida, que desvela los secretos vitales del columnista y usa los rastros de su existencia para establecer un nuevo eje de interpretación de su obra, tan colosal –110 libros y 135.000 artículos– como irregular, hecha con furia, dolor, talento y la urgencia de quien sabe que no existe ninguna fama que no sea efímera ni olvido que conjurarse pueda.
La editorial Debate, dirigida por Miguel Aguilar, resucita ahora esta biografía agria (especialmente para su protagonista, que trató de que no llegase a buen puerto) con un epílogo (tras la revelación por parte del filólogo Jorge Urrutia, su sobrino, de la identidad del padre de Umbral) donde Caballé, con honradez admirable, admite que tuvo el secreto ante sus ojos pero no supo verlo. El gesto, junto a su independencia de criterio, en la que sin duda han influido (para bien) los cambiantes humores de su acercamiento al protagonista de su libro, que primero fue cordial, más tarde se convirtió en sospechoso y terminó siendo hostil, le honra. Y es de justicia decir que sin el trabajo de Caballé, que no despejó la identidad de Alejandro Urrutia, el progenitor perdido, un abogado cordobés, poeta diletante y empresario arruinado, padre del poeta Leopoldo de Luis, hubiera sido imposible la delimitación del origen biológico y el descubrimiento del fuego que alimentó los libros de Umbral.
Sin esta biografía nadie hubiera desvelado ese misterio. En buena medida porque todos, críticos y devotos, amigos y enemigos, cayeron con facilidad en la gran celada umbraliana: interpretar su vida en función de sus deseos y sus palabras, incluso cuando las experiencias que expresa en ellas son indudablemente trágicas. Caballé, que no hurga caprichosamente en sus heridas, pero sí las vincula con su literatura, porque sin ellas no existiría ni hubiera cristalizado la combinación violenta de lirismo y furia que caracterizó su estilo, hizo esta crónica de una bastardía siendo reprobada por el entorno del escritor con la misma crueldad atávica que manifiestan aquellos a los que alguien les toca un santo.
Doble mérito: investigar siempre es una tarea ardua; hacerlo además sabiéndose objeto de un aquelarre, sin caer en el enconamiento personal ni mudar el juicio profesional por el ánimo de venganza, merece un aplauso, aunque haga sufrir a quienes creen que es mucho mejor callar, o no juzgar, a un escritor que parecía callarse pocas cosas –disimulándolas todas–, emitió juicios sobre sus semejantes con un nulo sentido de la piedad y miraba el mundo a través de sus carencias psicológicas secretas. Caballé hace en este ensayo una tarea tan valiosa e ingrata, pero rotundamente necesaria, como la que Miguel Sánchez Ostiz acometió en su Baroja, a escena (Renacimiento), una cuidadosa labor de expurgación y contraste entre la literatura y la trayectoria vital del ogro de Itzea.
Los ejercicios de interpretación en clave biográfica –como sucede con el libro de Caballé– están impulsados por un sentimiento de admiración que, a medida que avanza la investigación, debe elegir entre el rigor o la mansa aceptación de la fábula. La primera opción implica enriquecer la interpretación de un escritor; la segunda, y existen casos sinnúmero, sumarse al cómodo circo de homenajes (pensionados, diría Umbral) que ha hecho de la memorabilia y la celebración mayestática de determinados personajes culturales una industria, por desgracia para todos, mucho más rentable que la propia escritura o la lectura.
Nunca es una elección fácil, igual que no lo es sonreír en un entierro ante unos herederos que siempre visten de luto o no aceptan con agrado la verdad: de cerca, ninguno de nosotros somos seres perfectos. Caballé, al desmentir con hechos, datos y argumentos el Guermantes de Umbral, réplica personal del territorio sentimental su admirado Proust, quiebra el retrato artificial que el escritor dispuso sobre sí mismo mediante una imitación de segundo grado: emulando primero a González-Ruano que, a su vez, siguió el ejemplo de Baudelaire (a excepción del bigote fino). Su ánimo, sin embargo, no es destructivo ni despechado, sino ajustado a la verdad, siempre incierta en materia biográfica, de las cosas.
Naturalmente, la ensayista barcelonesa escribe su Umbral. Un personaje diferente al cantado por otros que, amparados por la cercanía al columnista, hacían sonar las trompetas de su autosatisfacción perpetua. Puede no comulgarse por completo con su interpretación del personaje –a nuestro juicio atinadísima–, pero no cabe negar que sus razones son sólidas. Sobre todo cuando, sin dejar de fascinarse con la manipulación (literaria) de sus vivencias, éstas se contextualizan con las circunstancias históricas. Umbral, según su biógrafa, estuvo toda su vida herido por un sentimiento de inferioridad, falta de identidad (presunto huérfano de una madre soltera en la España de la posguerra), carencias afectivas y un talento natural para la escritura que, pese a todo, no pudo salvarlo por completo.
De manera semejante a Roberto Arlt, el escritor y periodista argentino de los años veinte, funda su propia estirpe a través de la literatura y el articulismo porque no tenía una tradición detrás a la que acogerse; y, en el caso de Umbral, ni siquiera un origen familiar reconocido. Semejante carencia, a la que más tarde se sumaría la muerte por leucemia de su hijo, para el que escribe Mortal y rosa, alimenta el fuego de la hoguera que atormenta al escritor, pero que disimula y oculta justamente en sus libros confesionales, que son todos, adoptando además el protagonismo exclusivo de su discurso literario mediante el arquetipo de escritor maldito, rebelde, impertinente, contestatario. Cabe decirlo en italiano: E ben trovato, ma no é vero.
La verdad del Umbral histórico, fabricada a posteriori por el escritor, nos muestra a un artista in fieri que no duda en cambiar de intereses, compañías, mentores o juicios por la necesidad de ser alguien relevante en una sociedad a la que repudiaba. Y que tardó mucho más de lo que el escritor hubiera deseado –aunque no fuera tanto tiempo– en incorporarlo al carrusel del Madrid oficial, supuesta pirámide en cuya cumbre, Umbral, huérfano genético, encuentra el vacío del éxito. Su drama acaso consistiera en que, una vez subido a este tiovivo, se vio incapaz de bajarse de la noria, ignorando quizás que el camino (verdadero) de la redención implicaba aceptarse y renunciar a viajar sin freno en la rueda gigante de la vanidad efímera.
Caballé aporta dos episodios, ambos llamativos, sobre la fisonomía moral de un escritor que jugaba a ser un dandy cuando, en el fondo, está emulando al padre que lo abandonó, cuya historia conocía. El primero explica la rapidez (relativa) con la que el joven aspirante a escritor que en 1961 llega a la capital, procedente de León, donde trabajaba en una emisora de radio y gozaba (a escala provincial) de la relevancia social que ambicionaba, triunfa en un Madrid de seres alucinados y tranvías que, sin dejar de ser inhóspito, tampoco era un erial cultural absoluto, a pesar de la falta de libertad. En buena medida, este ascenso hacia la cumbre literaria, no exento de avatares fenicios, como revela su correspondencia con Miguel Delibes –La amistad de dos gigantes (Destino)–, se debe a que el autor de Trilogía de Madrid tenía habilidades sociales y la voluntad decidida de cosechar el padrinazgo de las figuras literarias del tardofranquismo (palabra cuya expresividad es mérito suyo), como Ruano, García Nieto, Cela o José Hierro. No fue, en cambio, el caso de Dionisio Ridruejo.
El segundo suceso que define, a juicio de Caballé, su personalidad, marcada por la necesidad compulsiva de mantenerse en la carrera de las letras, sucede cuando el franquismo da paso a la democracia –a través de la reinstauración monárquica– y el PSOE se hace con el poder. Umbral practica sin dudar el travestismo, convirtiéndose en un rojo (de salón) hasta que, en su última etapa, canibalizado por su propio sosias, encuentra la cercanía del PP y conquista, no sin esfuerzo, el Premio Cervantes. Un galardón que ya no compensaría su neurosis por ser académico –desmentida una y otra vez, igual que Pedro renegaba a Cristo– al constatar que, salvo Cela, al que maltrataría de forma póstuma en su libro Un cadáver exquisito–, ninguno de sus iguales (a su juicio, todos por debajo de su talento) celebraba la petalada institucional.
El oro de los tigres, que diría Borges, llegó demasiado tarde o, como sucede con los sueños de la infancia, carbonizados por la llama indestructible del tiempo, gastados por las miserias y las afrentas vitales, al ser conquistados dejan de tener su significado y pierden la materialidad soñada. Caballé desvela que, más que el abandono de un padre irresponsable, lo que marcaría su niñez fue la distancia con su madre, que durante años simuló ser su tía para evitar las habladurías de una sociedad miserable, insensata, hecha con los restos de la posguerra. La ausencia de estos asideros sentimentales explica su literatura torrencial, su falta de piedad, su fragilidad interior, oculta tras la coraza del escritor decadente –que, sin embargo, compraba el Abc los domingos y no dudó en dejar El Mundo en busca del anhelo de triunfar en el periódico que identificaba con su infancia–, y la poderosa alquimia verbal de su obra, donde las novelas retratan, pero no relatan, los poemas se disfrazan de artículos y la memoria se fragmenta para crear una atmósfera, impidiendo el realismo de la verdad naturalista.
Umbral triunfó desde primera hora en el periodismo y la literatura, recibió el odio y la admiración social de su tiempo histórico –dos formas de reverencia– y perdura, no tanto en las librerías, como en los libros de historia. Su drama es que ninguna de estas victorias, debidas a su talento y capacidad de trabajo, a su obsesión por ser importante y no dejar nunca de representar su personaje, fueron un punto de fuga en su huida de sí mismo, del tiempo amarillo en el que nació, vivió y murió. Y cuya herencia son sus extraordinarias páginas literarias.