Los Baroja delante del caserón familiar de Itzea / DANIEL ROSELL

Los Baroja delante del caserón familiar de Itzea / DANIEL ROSELL

Letra Clásica

Baroja, máscara de animal melancólico

Miguel Sánchez-Ostiz rescata, en una versión ampliada que dobla a la anterior, la biografía que desacraliza la figura pública construida por el gran novelista vasco

28 agosto, 2021 00:10

No existe fórmula mejor para ocultar un secreto que dejarlo a la vista, confundido con el color del paisaje o disimulado entre el paisanaje de un país y un tiempo concretos. Todo el mundo podrá mirarlo de frente, pero sólo algunos elegidos serán capaces de reconocerlo. Cumplido el calendario, que a todos nos alcanza antes o después, nadie reparará ya en la presencia del misterio, fusionado para siempre con la indudable realidad. La música incluye los silencios. La narración, la elipsis. Y las autobiografías, ese género de ficción que se nos presenta bajo la estricta convención de lo cierto, juegan –en algunos casos con gran dominio artístico– con la hábil dosificación de las apariencias, los señuelos y los sobreentendidos. 

Uno de sus maestros es Baroja. Para deleite de la cofradía de los barojianos, y asombro de los que todavía no lo son, dejó unas prodigiosas memoriasDesde la última vuelta del camino– donde en siete libros (dispuestos a la manera de los clásicos) ensarta vivencias, impresiones, decepciones, recuerdos y anhelos que lo retratan como uno más –acaso el más perfecto– de sus grandes personajes de ficción: el fauno reumático, escéptico, misántropo y arbitrario (en sus juicios y afirmaciones) que, sin embargo, provoca una simpatía inmediata. Ejerce una fascinación que, al contrario de lo que el propio novelista enunciaba al tener que valorar el porvenir de su inmensa obra, lo mantiene no sólo vivo casi siete décadas después de su muerte, sino vigente, como si fuera un escritor contemporáneo. 

Joaquín Sorolla, Don Pío Baroja

Baroja, pintado por Joaquín Sorolla

¿Cuál es el secreto? Diríamos que la impresión de sinceridad. Baroja dominaba como nadie la retórica del prosaísmo, esa antirretórica que, por la vía de eludir la impostación y desdeñar a los tenores huecos, afirma una naturalidad indestructible. Por supuesto, se trata de una magia inducida, al alcance de pocos y construida a partir de una negación que, en realidad, afirma. El Baroja memorialista aparece en Juventud, egolatría y, más tarde, en la serie por entregas que publica entre el otoño de 1942 y finales de 1943; recogida como libro en 1949, siete años antes de su muerte, a excepción de un inédito, el libro octavo –La guerra civil en la frontera–, rescatado en 2005 por la editorial Caro-Raggio

En estos títulos, en sus artículos y en general en su literatura confesional, construye una voz, proyecta una mirada (concreta) sobre su pasado, interpreta su pretérito (incluyendo su desconcertante voluntad de ser centro de la estirpe familiar, algo que contrasta con su declarada acracia) pero casi siempre prescinde del escorzo. Seduce por su causticidad, independencia y  libertad –fue el primer punk de la literatura española– aunque se preocupa de que la visión de su figura no tenga una profundidad de campo completa. Parece absolutamente sincero, pero no lo es. Como casi nadie, por otro lado.

Los baroja

La familia Baroja, en el jardín de Itzea

La pintura sobre sí mismo y los suyos, amplificada después en libros como Los Baroja, escrito por su sobrino, el antropólogo Julio Caro Baroja, uno de los guardianes del arca, se administra mediante una sucesión de instantes, episodios y cortes en el tiempo que trabajan por acumulación, pero no ayudan a establecer asociaciones distintas a las fijadas por el autorretratado. Un artista siempre selecciona su materia a conveniencia, sea por motivos artísticos o personales. Y Baroja no es una excepción, aunque no eligiera la fórmula de Galdós –cuya memorias proclaman desde el título su condición de desmemorias– y optase por otra más efectiva que consiste en confesarse de verdad donde menos se espera –en las novelas– y descontarse donde procedería –en sus memorias–. 

¿Ventajas? La oportunidad de trabajar la biografía según los deseos íntimos, instalando ante terceros una imagen de sí mismo que podrá ser discutida, aunque incluso para poder ser desmentida no deja de operar siempre como el relato maestro. La verdad vital queda así camuflada en sus infinitos alter-egos, con nombres distintos y peripecias irreconocibles, siempre al amparo del estatuto de la ficción. Historias hechas de mentiras que no tienen que ser ciertas, sino parecerlo. 

Baroja

A desentrañar esta fortaleza con doble nudo se ha dedicado durante años el escritor Miguel Sánchez-Ostiz, poseedor de una prosa desprejuiciada que muestra una poderosa personalidad. De sus estudios barojianos, intensivos y se diría que obsesivos, salió hace quince años un libro de medio centenar de páginas –Baroja, a escena (Espasa)– con escasa fortuna y repercusión discreta si tenemos en cuenta el trabajo de fondo que requería su composición y el enfoque de su pesquisa. Sánchez-Ostiz, impulsado por la devoción de los lectores de Baroja, asumía en solitario una tarea arriesgada: contrastar los dichos (de Baroja) con los hechos (documentales). Y, acto seguido, plantear otro relato del escritor vasco al margen de los tópicos barojianos y antibarojianos. 

No salió indemne, claro está, pero sí entero. Y coleando. Porque, a pesar de que su mirada acerca del mayor novelista de la Generación del 98 es subjetiva –cosa que se dice desde el comienzo– su crónica sobre las máscaras de Baroja, impertinente con el gran impertinente, humaniza como nunca a este escritor capital, el más moderno de su tiempo y el más perdurable de esa hora de España que va desde finales del XIX a mediados del siglo XX. A Sánchez-Ostiz, que ha tenido encuentros y desencuentros con los herederos de Baroja, señores de Itzea, amables administradores de la leyenda y hospitalarios guardianes de la memoria de su antepasado, no lo mueve tanto la voluntad de derribar la estatua del escritor como la obstinación de devolver al ámbito terrestre su figura. 

Bera   Itzea Etxea  BT  01

Itzea, la casa de los Baroja en Vera de Bidasoa

La misión, para algunos innecesaria, resulta enriquecedora porque sitúa interrogantes entre los silencios y las omisiones de la versión oficial. Baroja, es sabido, construyó con ahínco y constancia, y también a impulsos de amargura, una estampa de sí mismo sine nobilitate y que, en el fondo, oculta la carnalidad desfallecida de un hombre complejo y fascinante. El ensayo de Sánchez-Ostiz, publicado ahora por Renacimiento, es prácticamente un libro nuevo, más que una reedición, puesto que duplica las páginas de su primera versión hasta alcanzar las mil, corrige errores y amplía la perspectiva global, actualizando la discusión más allá del circuito académico. Nada mejor para un escritor rotundamente vivo. 

La estructura de su biografía, hecha a base de capítulos cortos que son como fogonazos o patchworks, igual que los atrabiliarios retazos de Baroja, incendia muchas de las biografías sancionadas del escritor vasco. Plantea desacuerdos y formula disonancias entre el retrato artístico y la verdad biográfica. Sánchez-Ostiz no cuestiona el talento literario del autor de Zalacaín. Sencillamente desvela en su libro, igual que hizo Anna Caballé con uno de sus mayores detractores, Francisco Umbral, que detrás del personaje literario cincelado por el escritor habitaba la realidad mundana de un hombre no siempre digno de la benevolencia con la que se adornaba y, a ratos, tan incoherente como cualquiera de nosostros. Demasiado humano, en definitiva.

julio caro baroja cuadro

Retrato de Julio Caro Baroja / ALICIA ITURRIOZ 

Las páginas de Sánchez-Ostiz, en este sentido, son unas contramemorias: donde Baroja enseña la punta de los dedos, aprovechando su habilidad para distraer a sus lectores con sabrosas anécdotas, Sánchez-Ostiz busca los brazos y el cuerpo entero. Persigue de esta forma al hombre que se oculta –para nuestro deleite– detrás de la sinceridad retórica. La perspectiva es crítica; barojianamente corrosiva en ocasiones, pero no gratuita. Al fin y al cabo, su visión de Baroja es una segunda desacralización –la primera la hace el propio escritor en su autoficción– que, lejos de perjudicar su memoria, la hace más tangible e imperfecta. Rotundamente auténtica. 

Es natural que esta biografía provocase el enfado de muchos barojianos, incómodos ante la perspectiva de tener que bajar del santoral al novelista, pero conviene recordar que el impío Baroja, como apodaban al novelista por su misantropía (relativa) y su anticlericalismo, tampoco hizo otra cosa distinta con sus iguales, a veces sin más justificación que una querella menor o un malentendido perdido en el tiempo (salvo para el autor). Con estas minucias logró algo tan difícil de conseguir como la identificación espiritual con sus lectores. Un mérito descomunal.

pio baroja itzeaSánchez-Ostiz sugiere que Baroja jugó sus cartas, que las tuvo, en el mundo literario de su época lo mejor que pudo, no siempre como mostraba en público. Desmiente su escepticismo ante la política –se recrea en las ocasiones en las que concurrió a elecciones como diputado o concejal–, narra su huida de la bohemia –tras años de practicarla, aunque con red familiar– y argumenta que buena parte de su famosa acidez tiene su origen en traumas personales no resueltos. È ben trovato: detrás de cualquier tímido siempre habita un león descontento. 

Sánchez-Ostiz sugiere que Baroja jugó sus cartas, que las tuvo, en el mundo literario de su época lo mejor que pudo, no siempre como mostraba en público. Desmiente su escepticismo ante la política –se recrea en las ocasiones en las que concurrió a elecciones como diputado o concejal–, narra su

Que se dibuje a Baroja como un actor de sí mismo no invalida sus libros. Más bien, nos parece que engrandece su talento y es prueba de su constancia a la hora de forjar su perfil de escritor. La literatura nunca ha sido otra cosa más que un artificio y, en todo caso, el personaje seduce más si cabe por esta habilidad para manejar sus incoherencias. En el fondo, la perspectiva de Sánchez-Ostiz tampoco se diferencia de la descripción que Ortega y Gasset, uno de los intelectuales cercanos y admirados por el novelista vasco, hiciera de él, al retratarlo –amistosamente– como un ser pacífico que, mientras camina tranquilo por la calle Alcalá de Madrid, “cambiaría la gloria del Parnaso por unos colmillos de tigre”. 

Ramon Casas   MNAC  Pío Baroja  027588 D 006576

Baroja / RAMÓN CASAS

Cualquier vida está poblada de contradicciones. Probablemente Baroja fue tanto lo que dijo ser –un animal melancólico– como el reverso que Sánchez-Ostiz hace emerger del fondo de sus libros, que entrevera con datos documentales, la exégesis de otras biografías o las investigaciones sobre su obra. Su tesis –el verdadero Baroja está camuflado en sus personajes, no en sus memorias– no nos parece destructiva, sino afortunada. Lo que mejor expresa el carácter de una persona son sus silencios. Baroja, fingiera por arte o por descarte, hizo una obra que perdura porque nunca estuvo satisfecho con su tiempo, con su suerte y con los demás. Si buscaba desesperadamente llamar la atención o jugaba a la franqueza suicida como si fuera la ruleta rusa, viene a dar lo mismo. Todos sabemos que detrás de un ogro siempre hay un niño escondido. Sánchez-Ostiz nos lo muestra aquí sin escudo y sin maquillaje. No se le puede pedir que el ejercicio sea indoloro. La ganancia, en todo caso, es inmensa: nos muestra la fragilidad escondida detrás del corazón del hombre malo de Itzea.