Vila-Matas: “No se puede contar todo. Si lo haces terminas siendo aburrido”
El escritor barcelonés, que regresa a las librerías con ‘Montevideo’, su última novela, explica su obsesión por los misterios de la escritura y desvela algunos secretos sobre los límites de la ficción
1 septiembre, 2022 18:40“Apártate de aquí, hippie”, le dijo Lola Flores a Enrique Vila-Matas. Fue en la Feria de Sevilla. El escritor rondaba los veintiún años. Esta es una de las anécdotas que salpican cualquier conversación con el escritor barcelonés, al cual parecen sucederles las cosas más estrambóticas –“y, sin embargo, reales”, matiza–, como que un tailandés le insulte por redes cada vez que gana el Barça. Vila-Matas ha vuelto con Montevideo (Seix Barral), su mejor novela de los últimos años. En ella volvemos a encontrar al Vila-Matas de siempre, el autor de Bartleby y compañía, de El mal de Montano y de El doctor Passavento. Los temas de siempre, pero con una nueva mirada. En sus páginas ya no aparece Blanchot. Esta vez es Cortázar quien lleva la batuta. Y junto a él encontramos a Tabucchi y a Fran Lebowitz, última incorporación al grupo de los Bartleby.
Montevideo no es una novela fácil de resumir. Se podría decir que cuenta la historia de alguien que deja de escribir para saber qué sucede ahí fuera. Y ese afuera es, paradójicamente, una habitación de hotel –un espacio recurrente en la obra vilamatiana– en Montevideo. Una habitación a la que Cortázar dedicó un relato y en la que hay una puerta que no se abre y que da a un más allá que solo puede vislumbrarse, imaginarse, proyectarse. Mirar sin ver. Una metáfora de la ficción y de la escritura, entendida por Vila-Matas como una indagación hacia lugares y territorios todavía por explotar. Habla con orgullo de Montevideo. A la vez que canturrea la canción La puerta verde –“No descansaré hasta saber qué hay tras la puerta verde”– que (precisa), “tiene mucho que ver con esta novela”.
–Hemos hablado más de una vez y descubro por la solapa de su libro que pertenece a la Sociedad de Refractarios de la Imbecilidad General. ¿Me lo explica?
–Sí, me apeteció ponerlo en la breve biografía porque es así. Hace tiempo me enviaron de Nantes –no me preguntes quién, nunca llegué a saberlo– un carné con mi foto incluida de esta sociedad.
–Podría haberlo puesto en la novela y atribuírselo a su personaje.
–Nadie se hubiera creído que es verdad, como tampoco se cree mucha gente que tenía una habitación solo para mí en la retrospectiva que montó Dominique González Foester en el Pompidou de París sobre su obra. En Montevideo digo que la responsable de la exposición es Madeleine Moore, puesto que no quería atribuirle a Dominique la mala uva que tiene mi personaje. Pero la historia es la misma: Dominique me dio una llave con la que, el día de la inauguración, podía abrir la puerta que me llevaba a esa habitación propia que había creado para mí. Fui con muchísima curiosidad. En la habitación, tal y como cuento, encontré solamente una maleta roja que, según me dijo Dominique, perteneció a Marlene Dietrich. En la habitación había otra puerta, pero que no podía abrirla o, por lo menos, no podía hacerlo con la única llave que me había dado. Así que salí de la habitación. La experiencia no duró más de tres minutos…
–Le ha dado para escribir una novela de más de 200 páginas
–Sí, en parte porque ya en su momento pensé que quizás si volvía al cabo de dos semanas podría, no sé, acceder a esa otra habitación que estaba más allá de la segunda puerta que yo no había podido abrir. Pero no volví. Se produjeron los atentados del Bataclán, a los que aludo al final de la novela. Para mí, París siempre fueron sus cafés y sus terrazas. Ese atentado me asustó, cambió la imagen que tenía de la ciudad. Ten en cuenta que para mí es una ciudad muy importante. Allí viví dos años. Fue la primera vez que estuve viviendo solo en un lugar sin el acompañamiento de la familia o de amigos. No tenía dinero. Dependía por completo de lo que me enviaba mi padre. Recuerdo que hubo una huelga de correos y me quedé sin blanca, así que para comer fui a todas las fiestas a las que conseguí que me invitaran. Esos dos años fueron los de mi formación cultural. Y, tiempo después, París y, más en general, Francia fueron lugares donde mi obra comenzó a recibir mayor atención, siendo también objeto de estudio. Evidentemente, he vuelto a París después de aquellos atentados, pero la posibilidad de hallar esa segunda habitación quedó en suspenso. De ahí la novela.
–Por tanto, ¿es este el origen de Montevideo?
–En realidad, no. El origen de la novela tiene lugar hace veinte años, cuando la escritora argentina Vlady Kociancich me contó que Bioy Casares y Cortázar habían escrito, sin saberlo, dos relatos –Un viaje o El mago inmortal y La puerta condenada– sobre dos hombres grises que llegan a Montevideo y se dirigen al Hotel Cervantes, si bien solo el protagonista de Cortázar termina hospedándose en él. Los dos relatos me pusieron sobre la pista de este hotel, sobre el cual, tiempo después, busqué información por internet. Años más tarde viajé a Montevideo, donde visité la Torre de los Panoramas, un lugar muy interesante porque se mantiene igual que en su origen y fue clave para el desarrollo de la poesía latinoamericana del siglo XX. En el Hotel Cervantes donde pregunté por la habitación de Cortázar, pero no tenían ni idea. Los responsables del hotel estaban muy interesados en revitalizarlo subrayando la relación que tenía con el establecimiento Carlos Gardel, pero les gustó mucho saber que por allí había pasado Cortázar. “Si lo ponemos vendrán turistas, sobre todo japoneses, a los que les gustan mucho estas cosas”, me contestaron.
–Lo que une el Hotel Cervantes con la instalación de González-Foester es una puerta que no se abre.
–Lo más interesante es que yendo a ese hotel me puedo situar, tal y como dice Beatriz Sarlo, en el sitio real y, a la vez, en el sitio de la ficción. Desde esa puerta que tampoco se abre puedo tratar de mirar e imaginar qué sucede en la habitación contigua. Mientras escribía no sabía qué iba a encontrar en esa habitación contigua y es precisamente este no saber lo que hace que me desplace hacia lo fantástico, un género con el que solamente había jugado en La asesina ilustrada, una novela de 1977. No fue algo pensado a priori. Tampoco quería caer en lo propiamente fantástico ni en el terror, más que nada para no asustarme a mí mismo.
–De hecho, lo fantástico o, mejor dicho, lo neofantástico de Cortázar no tiene que ver con el miedo y menos aún con el terror.
–Esto es algo propio del relato porteño, que me gusta mucho, y cuyo máximo exponente es Bioy Casares, que tiene como heredera a Samanta Schweblin. Lo que quiero decir con esto es que siempre me ha gustado mucho este fantástico construido a partir de la mezcla de realidad y ficción. De todas formas, volviendo al origen de Montevideo, poco importa lo que sucedió realmente y lo que es inventado; de hecho, lo que resulta más raro sucedió realmente.
–Montevideo, cuyo protagonista es un escritor que ha dejado de escribir, parece una indagación para ver qué sucede más allá de la escritura y los libros.
–En realidad, toda mi literatura es una indagación sobre mi obra y creo que esta curiosidad estuvo desde el inicio, desde que redacté mi primer cuento. Tenía cinco años cuando escribí El duende de Aragón, un relato al que le hice incluso una portada en la que aparece un tipo que me recuerda a Martínez de Pisón, aunque evidentemente no es él. Lo volví a encontrar hace pocos años, en casa de mis padres. Lo escribí seguramente junto a mi tía Pilar, con quien me sentaba en el suelo a dibujar y a escribir historias. Mi segundo cuento se tituló El viaje a Valencia. Al releerlos ahora me ha sorprendido mucho ver de qué manera –en ambos– hay un deseo de expansión, de salir, de ver todo lo que hay a mi alrededor. Quizás fue este deseo el que hizo que le preguntara a mi abuela sobre los vecinos del edificio. Ella me hizo una especie de esquema con todos sus nombres, un poco al estilo de Perec.
–Hay deseo de expansión, pero también de refugiarse en la ficción. ¿Es dónde más cómodo se encuentra?
–En la ficción me siento más libre para crear, pero hay que ir con cuidado. No se puede contar todo, ni siquiera en la ficción. Recuerdo que a los doce años un jesuita de la calle Casp de Barcelona me hizo mi primera crítica. Escribí un relato y él comentó que estaba muy bien, pero que me faltaba sentido de la realidad. Lo decía porque el relato iba en torno a un niño que quería que sus padres le compraran una bicicleta sin ser consciente de que hay familias que no se pueden permitir comprar una bicicleta a sus hijos. Con el tiempo me he dado cuenta de que sí que tengo sentido de la realidad, algo importante. Retomando tu pregunta, recuerdo que Juan Benet decía que, cuando en un libro se narra un sueño, donde aparentemente cualquier cosa que se cuente es válida, la gente desconecta. Ese riesgo hay que evitarlo y, aunque la ficción otorgue mucha libertad, esta debe ser controlada. Es paradójico porque, por un lado, me gusta mucho esa frase de Kafka que aparece en el reverso de sus obras completas y que dice: “cuéntemelo todo”. Por otro lado, pienso que quizás, si lo cuentas todo, terminas siendo aburrido. Al respecto, recuerdo el título de una novela de Emiliano Monge, Contarlo todo. No la he leído, pero el título me gusta mucho y me hace pensar en lo que le sucedió a Josep Pla cuando, muy joven, se subió al faro de Sant Sebastià: quería contar todo lo que veía desde allí, pero no tardó en darse cuenta de que era imposible.
–Y aquí vuelve a aparecer Perec, uno de sus autores de referencia
–¡Es verdad! No lo había pensado. Lo más divertido es que Perec no había leído a Pla. Y no pensemos solo a su famosa Tentativa, sino en Lieux, su último libro. Es tremendo. Me volvió loco leerlo. En Lieux, Perec se propone visitar algunos barrios de París y ver, cada cuatro años, cómo han cambiado e ir anotando cada vez lo que hay, lo que había y lo que ya no está. El libro se quedó sin terminar porque Perec murió antes. Si bien él se había propuesto que el proyecto se dilatara a lo largo de quince años se puede pensar en Lieux como un libro infinito porque puede seguir escribiéndose a medida en que los cuatro o cinco barrios que él se proponía describir van cambiando.
–Junto a Perec, hay otros autores clave a los que, además, se alude directamente en Montevideo: Roussel y Valery
–Roussel es un autor importantísimo para mí y lo es, efectivamente, de forma particular en esta novela. Está detrás de todo, como la Biblia. Y luego está Valery, que me fascina. He terminado hace poco de leer sus Cahiers. Valery tenía la idea de que, a primera hora de la mañana y con la mente limpia, podía encontrar pensamientos suyos que no conocía y que están en su interior. A Valery no le interesaba la narración, algo que a mí sí que me interesa mucho; a él lo que interesaba era el pensamiento puro, ejercitar la inteligencia. Tiene una frase que me gusta mucho y que suscribo: “¡Qué horror que me clasifiquen!”. Es, de hecho, lo peor que te puede pasar, si te clasifican te quedas ahí atrapado. Por otro lado, tampoco me gusta demasiado clasificarme.
–¿Como encaja que le definan como autor de autoficción?
–La ficción expulsa la autoficción porque, desde mi punto de vista, es una redundancia. Últimamente, además, han comenzado a utilizar la autoficción para denigrar a los autores que la practican, poniéndolos todos en el mismo grupo. En Francia ya no hay este debate. Allí no se utiliza la autoficción como forma de denigración.
–Bueno es que en Francia se comienza a hablar de autoficción en los años setenta.
–Efectivamente, Serge Doubrovsky acuña el término en 1971. Y no lo hace para atacar a nadie, como hacemos aquí ahora. Como es lógico, hay autoficciones muy buenas y otras que son muy malas. Por lo que a mí se refiere lo que hago y quiero hacer es escribir ficción desde un espacio que suelen ocupar los ensayistas: un yo literario visible. De hecho, lo que se escenifica en cualquiera de mis libros no es exactamente una trama, o una serie de ideas, sino a mí mismo tramando, pensando o escribiendo bajo el avatar de un narrador. Aunque, eso sí, el avatar, la personalidad de cada uno de mis narradores, es distinta en cada novela y posiblemente lo único que las una a todas sea la voz o ese yo literario visible que reaparece en cada nuevo libro y da continuidad a la obra.
–¿Lo que da continuidad a una obra es el estilo?
–Yo hablaría más bien de la voz, que es lo que vuelve siempre en cada nueva obra, como sucede, salvando las distancias, con Modiano. Vuelve siempre la misma voz, pero cada personaje es distinto. Por ejemplo: para mí el protagonista de Mac y su contratiempo es más tonto que el de Montevideo, mientras que el de Esa bruma insensata es más introspectivo.
–Y aquí, junto a la voz, retoma otros temas centrales de su narrativa. El primer capítulo es un guiño irónico a París no se acaba nunca.
–La figura del delincuente aparece como una forma para atrapar al lector, sobre todo al lector de París no se acaba nunca, quizás la novela que mejor encaja en la etiqueta de autoficción y donde más elementos autobiográficos hay, aunque también invento mucho. Quería mostrarle a este lector que se puede decir lo mismo y lo contrario, como sucede con los aforismos. Retomar ese yo parecido al de París no se acaba nunca me servía para hacerle creer al lector que quien habla soy yo. Es una voz muy similar a la que utilicé en El mal de Montano o en Doctor Passavento, novela que comienzo con un tono muy ensayístico, hablando de Montaigne, y que, a medida que avanza, se convierte en la narración de cómo el protagonista intenta desaparecer. He retomado muchos elementos, pero con el deseo de hacer lo que me daba la gana, sin estar pendiente de aquellos a los que no les gusta lo que hago ni de los aquellos a los que les gusta.
–A medida que han pasado los años usted se ha vuelto mucho más ensayístico. Sus novelas cada vez son más ficciones ensayísticas.
–Sí, aunque en Montevideo narro el fracaso de un ensayista que se vuelve narrador aun no queriéndolo. Lo que es cierto es que leo mucho ensayo, más ensayo que narrativa, porque me aportan cosas que no sé. Desde casi el inicio mis novelas han dialogado con el género ensayístico. No es que lo diga yo. El crítico Santiago Sobejano, hoy algo olvidado, acuñó el concepto de literatura pensamental y citaba a Javier Marías y a mí como sus principales representantes, a pesar de que somos dos autores muy distintos. Con este concepto, Sobejano se refería a la intervención del pensamiento dentro de la narrativa, algo que Marías hizo antes que yo y de forma muy brillante.
–En relación con lo que decía no contarlo todo y sobre la imposibilidad de que el lenguaje lo cuente todo, ¿la ambigüedad es lo que define a su literatura?
–Montevideo gira en torno a la ambigüedad en cuanto no se explican determinados hechos y dejo libertad al lector para que los interprete. Me gusta mucho asistir a las interpretaciones que se hacen no solo de mis libros, sino de otros libros que he leído y que son interpretados de forma completamente distinta a como yo los interpreto. Esta es la gracia y esta es la libertad que tiene el lector. De ahí que la ambigüedad siempre me haya interesado mucho y esté muy presente en mi obra. Tengo una amiga, profesora universitaria, que me invitó hace tiempo a participar a un congreso en torno a la ambigüedad. Anteriormente, esta misma amiga me había invitado a otro congreso sobre el fracaso. Yo no acudí, así que le pasé la invitación a Ray Loriga, que se quedó desconcertado con el hecho de acudir a un congreso sobre un tema como el fracaso. Finalmente fue Vidal-Folch. No es que yo no quisiera ir, sino que tenía que ir a otro sitio y no podía.
–Tengo la impresión de que está particularmente orgulloso de Montevideo. ¿Es una de las novelas con las que se encuentra más satisfecho?
–Clarísimamente. Es la novela que encuentro más propia, más mía. Aquí he vuelto a sentirme muy libre a la hora de escribir, algo que no es fácil después de tantos años a lo largo de los cuales he intentado arriesgar y hacer cosas nuevas. Algunas han salido mejor que otras, como es lógico. En esta ocasión, estoy muy satisfecho. Retomo a ciertos temas, pero es que es inevitable. Todos somos limitados. Pongamos un ejemplo altísimo: Borges tiene cinco temas que marcan toda su trayectoria y, si bien escribió hasta el final grandes relatos –pienso en concreto en La memoria de Shakespeare– casi todos ellos se reducen a sus grandes hallazgos iniciales.
–Entonces, ¿ahora qué?
–Cuando me llamó Rodrigo Fresán, que es el que me presenta el libro en Barcelona y fue uno de sus primeros lectores, me pregunto: “Después de esto, ¿qué harás?” Como digo en Montevideo, escribo para que los amigos me hagan esta pregunta y contestar con palabras de mi padre: “la inteligencia sirve para encontrar el agujerito que te permite escapar de lo que te tiene atrapado”. Este es mi motor a la hora de seguir escribiendo.