Francisco Rico en su casa de Barcelona

Francisco Rico en su casa de Barcelona LENA PRIETO

Letras

La lealtad de Francisco Rico

El filólogo, petrarquista por obligación, cervantista por elección y humanista por devoción, rinde homenaje a sus maestros en ‘Una larga lealtad’ (Acantilado), un ensayo de prosa vibrante

31 marzo, 2022 00:00

“No podría escribir mis memorias, porque sencillamente no las tengo”, empieza diciendo Francisco Rico en Una larga lealtad (Acantilado, 2022), la recopilación de todos sus escritos en homenaje a maestros y colegas en el campo de la filología. Y quizá esa excusatio inicial sea en realidad la manifestación de la principal virtud del espíritu que anima este libro, puesto que no hay autodicea más plausible que aquella basada en el agradecimiento hacia quienes le han formado a uno, sobre todo a través de la voz viva, hoy en día desterrada en el páramo de la hipercomunicación tecnificada. El ora ad ora m’insegnavate com l’uom s’etterna de Dante es el hilo que se trenza en estas páginas llenas de amistad y magisterio, retratos en su mayoría de profesores y eruditos, algunos oscuros, otros célebres, protagonistas casi todos de una conversación que de pronto se acabó, “esperando a que se haga un lenguaje más claro / para que hablemos otra vez”, como escribió José María Valverde en recuerdo de su amigo Gabriel Ferrater.

La figura escondida en esta conversation piece es el propio Rico, que consigue componer de sí mismo un autorretrato con el hueco de su ausencia entre la presencia di color che sanno. Y la imagen que ahí se intuye es muy distinta y aun opuesta al personaje público que a veces le precede, irónico, mordaz y provocador. Como se deduce del lapso que abarcan estos medallones, Rico se codeó con los mejores casi desde que llevaba pantalón corto. Desde Menéndez Pidal, Blecua y Riquer hasta Calasso y Vargas Llosa, sin olvidar otras figuras que nunca dejan de venirle a la memoria, como Juan Benet o Gil de Biedma, Rico ha gozado a lo largo de sus inminentes ochenta años de una transmisión riquísima, tanto en los vuelos de la alta filología y la ecdótica como en la trastienda del chisme. Al igual que el Steven Runciman que comparece aquí casi como heterónimo de Benet, sombra inolvidable, Rico is a mine of anecdote. Un caballero, decía ya no importa quién, se expresa siempre a través de anécdotas. Y en estos perfiles la evocación personal y el detalle episódico están perfectamente entreverados con la glosa académica y el generoso reconocimiento de deuda intelectual.

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Más allá de su valor testimonial y ético, Una larga lealtad evidencia una característica de la obra de Rico que no siempre se ha valorado en su justa medida. Su prosa, ya sea en el apunte periodístico, como es el caso de este libro, o en la más ambiciosa exposición teórica, nunca pierde altura y vibración. Su estilo podría incardinarse de hecho en la operación de restauración formal que animó a buena parte de la generación del 50, en cuya estela tantas veces se le reconoce. Acostumbrados a las maneras un tanto engoladas y refitoleras del hispanismo, la prosa de Rico se articula con un largo aliento natural que maneja el virtuosismo de la hipotaxis sin desatender la ilusión conversacional.En ese sentido, su ensayo El sueño del humanismo (1993, 2002) es un ejemplo, bastante insólito en nuestra tradición, de destilado erudito y goce estético que ha servido de modelo a muchos aprendices de mi generación. Por eso, más que un especialista y un académico, el profesor Rico es para algunos de nosotros un escritor al que leemos con placer y provecho hable de lo que hable, ya sea de los viernes de Petrarca, la historia textual del Quijote, los studia humanitatis, el “pequeño mundo del hombre” o la picaresca.

Hace ya más de veinte años, Jordi Llovet, otro don de prosa imbatible, escribió un polémico artículo acerca del ansiado Nobel catalán, aconsejando a las instituciones autonómicas que enviaran un telegrama a Estocolmo para advertir a los académicos que el premio debería ser concedido a título póstumo, ya que todos los pretendientes legítimos, como era el caso de Josep Carner o Carles Riba, habían pasado a mejor vida desde hacía demasiado tiempo. Entre los vivos, sin embargo, Llovet salvaba a Martín de Riquer y Miquel Batllori, que a su juicio habían hecho mucho más por la literatura catalana que los aspirantes en liza de entonces.

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La boutade no lo es tanto si tenemos en cuenta la relevancia que a lo largo del siglo XX ha adquirido el trabajo de estos grandes filólogos e historiadores. En una época en que la tradición ha conocido su definitivo hundimiento, los oscuros eruditos a pie de página han mantenido con vida el espectro de una constelación de autores e influencias que ha terminado por dar carta de naturaleza a otra boutade entretenida por Juan Benet según la cual un escritor es en realidad un crítico frustrado, ya que al creador, ante la imposibilidad de discurrir teóricamente acerca de su asunto, no le queda más remedio que echar mano de los trucos de la ficción.

Aunque tanto su genealogía como su obra son bastante heterodoxas –terminó siendo un gran petrarquista por obligación, un cervantista por elección y un humanista por devoción–, Rico pertenece a la familia en vías de extinción de los romanistas, una escuela de la que procede el comparatismo moderno y que poco a poco se ha ido despojando de la gravedad y la consistencia que definió a figuras patricias como Curtius, Auerbach, Karl Vossler, María Rosa Lida o en España Dámaso Alonso o el mismo Riquer. Frente al galimatías en que se ha convertido la teoría de la literatura, con sus ramificaciones en los actuales y hegemónicos estudios culturales y de género, la solidez de los medievalistas ha quedado como un refugio seguro en tiempos de penuria. Aunque no nos queda más remedio que lidiar con la desintegración, asumirla y tratar de avenirnos con ella, la progresiva desaparición de la filología románica en las universidades es otro síntoma del olvido al que Occidente se está condenando.

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Sirva como muestra de la importancia de las disciplinas que Rico ha heredado y revolucionado el botón de su impresionante labor como editor del Quijote. La edición que dirigió ha sido justamente divulgada y celebrada, pero su trabajo de ecdótica, que él mismo expuso en El texto del ‘Quijote’ (2005), es bastante desconocido entre el gran público. Cuando se puso manos a la obra, Rico se dio cuenta de los límites de la crítica textual en la que se había educado. Los métodos de Riquer y de los Blecua –José Manuel padre y Alberto– no le servían para los problemas que presentaba la tradición impresa.

Por ello, Rico empezó a estudiar la apasionante tarea que los ingleses han llevado a cabo con Shakespeare,  por ejemplo con la restauración de los llamados bad quartos, las ediciones populares y presuntamente piratas de los dramas isabelinos. Rico terminó dominando así la teoría sobre la composición en imprenta, cotejó los ejemplares de censura y restituyó de la forma más precisa a nuestro alcance el texto de Cervantes. Con ello, consiguió poner al día la crítica textual en España y proponer un nuevo método que también ha tenido influencia en Italia, su segunda patria intelectual. Se trata probablemente de su obra más importante y perdurable, algo por lo que, atendiendo a los argumentos de Llovet, merecería efectivamente el premio Cervantes.

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Martín de Riquer solía decir que si uno quería aprender algo lo mejor que podía hacer era dedicarle un curso. Además de la idea de transmisión y diálogo vivo, tan importante en estos tiempos de humanidad virtual, el concepto de magisterio que se respira en Una larga lealtad es el mismo que inspira el ejemplo de su autor, que desde su inicial dedicación a Petrarca hasta su investigación en torno a Cervantes ha demostrado que el hábito hace al monje, es decir, que el estudio es algo siempre abierto y pendiente, incompatible con la rutina y la resignación, atento a todo lo que uno ha oído a su alrededor en la conversación con maestros y amigos y dispuesto a servir de estímulo exigente para los que quieran escuchar todavía.