El escritor Javier Marías /EP

El escritor Javier Marías /EP

Letras

No quise saber, pero supe…

Javier Marías tiene uno de los mejores inicios de la literatura en 'Corazón tan blanco', una frase que transmite una gran verdad

16 enero, 2022 00:00

Se habla en la prensa de Javier Marías, no sé por qué, si es que se cumple algún aniversario o es que le han concedido alguna distinción. El caso es que, por el motivo que sea, ha concedido algunas entrevistas y en una de ellas ha recordado el principio de su novela Corazón tan blanco, que empieza diciendo --no recuerdo si es exactamente la primera frase--:

“No he querido saber, pero he sabido…”

Y a propósito de estas palabras señala Marías de pasada que más vale no saber lo que cada uno piensa de los demás, pues si lo supiéramos, nos mataríamos”.

(No queda claro, por la construcción de la frase, si ese “nos mataríamos” quiere decir que nos mataríamos los unos a los otros, porque si supieses lo que el otro piensa de ti te llevarías una tremenda decepción, le detestarías, irías corriendo a abofetearle, la vida en sociedad se haría imposible. O si “nos mataríamos” quiere decir “nos suicidaríamos”, porque conocer la imagen que de nosotros tienen los demás sería deprimente y contaminaría de forma fatal la autoestima que cada uno pueda tener.

Javier Marías / DANIEL ROSELL

Javier Marías / DANIEL ROSELL

Éste es un tema ciertamente sugerente, que nos llevaría, por ejemplo, a pensar en el estupor que causa, cuando uno se considera encantador y una bendición para su entorno, verse cruelmente vilipendiado por sujetos anónimos en las redes sociales; y a meditar en si uno es tal como en su fuero interno cree ser, o bien tal como los otros creen que es, por la observación de su praxis en sociedad; o una mezcla de ambas cosas, y entonces en qué proporción cada una; o una tercera.

El padre de un monstruo

Pero es un tema enjundioso y quizá este lugar no sea el adecuado para extenderse sobre él. El caso es que al leer estas declaraciones de Marías he caído en la cuenta de que el sintagma “No he querido saber, pero he sabido”, al que no presté especial atención en su día, cuando leí la novela, es extraordinario, levanta en el campo de mis neuronas y sinapsis ecos retumbantes, me hace subir la temperatura corporal. Podría ser un epitafio estupendo para la tumba de cualquiera, con su punta de ambigüedad enigmática: “No he querido saber, pero he sabido…”

Nacemos sin saber nada y procuramos aprender algunas cosas a lo largo del camino, reunir algunos conocimientos, para ser un poco menos ignorantes cuando lleguemos al final. Ésa es la tarea fundamental del hombre. Quizá ahí estriba su dignidad. Sócrates, la víspera de su muerte, aprendía una melodía para flauta. “¿Para qué te servirá eso?”, le preguntaron…  Para saber esa melodía antes de morir.

Pero en el proceso de acumulación de conocimientos hay que tener cuidado, ser exigente, porque si bajas la guardia se cuelan muchos datos de los que hubiera sido mejor no enterarse. Esto también requeriría un largo ensayo que no me siento con capacidad de escribir, por lo menos de cien páginas, que incluyesen el relato de Óscar Wilde El príncipe feliz, la sabiduría de los santones zen y cierta frase pronunciada por el padre de un asesino en serie:

Este asesino que operaba en los alrededores de Londres una temporada en que estuve allí se dedicaba a matar a homosexuales a los que previamente intoxicaba con burundanga, una droga que usan los delincuentes para debilitar la voluntad y la resistencia de las víctimas a las que quieren violar o desvalijar. Era un joven tarado, lleno de autoodio.

La inteligencia de Ginzburg

Sus abrumados padres le llevaban a la prisión libros para que se entretuviese y determinados alimentos que le gustaban especialmente. Recuerdo que a las sórdidas revelaciones sobre su modus operandi que un periodista quería transmitirle, para preguntarle lo que opinaba de aquello, el padre respondió: “No queremos saber más. Creo que no podemos soportar saber más”.

Lo comprendemos. El pobre hombre ya sabía que su hijo era un monstruo, pero quería preservar los lazos de amor que, pese a todo, aún le ligaban a él, preservarse de un exceso de conocimientos sobre su mente y sus andanzas. Ya que no quería saber, pero supo…

No sé si ya he citado aquella estupenda frase de Carlo Ginzburg cuando en La Pedrera de Barcelona le preguntaron si conocía y le gustaba la obra de no sé quién, alguien que supuestamente, dados los temas que a Ginzburg le interesaban, podría interesarle, sentir afinidad.

Respondió: “No lo conozco y no me gusta”.

Lo cual de entrada puede parecer una respuesta absurda o una boutade humorística pero, pensándolo bien, es una frase de una inteligencia finísima. Ginzburg era ya mayor, estaba muy centrado en sus investigaciones, y no quería permitirse perder el tiempo en ninguna clase de desvíos por atractivos que pudieran parecer.

Puede relacionarse esta frase suya tan sabia con dos aforismos, de Lichtemberg y de la Rochefoucauld respectivamente, con los que acabaremos estas líneas. El alemán dice: “Más de uno, entre nuestros sabios más ordinarios, hubiera podido llegar a ser un gran hombre si no lo hubiera leído todo”. Y el francés dice: “Hay tres formas de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse”.