Una imagen del documental sobre Jon Belushi / MOVISTAR

Una imagen del documental sobre Jon Belushi / MOVISTAR

Letras

John Belushi: muerto de risa

Un documental repasa la vida y obra de Belushi, que utilizó el humor como arma de autodefensa frente a la tristeza del hogar familiar

15 septiembre, 2021 00:00

Decía Jaume Perich que un payaso es alguien que ríe por fuera y llora por dentro, motivo por el que suele tener tan poca gracia. En el caso de John Belushi (Chicago, 1949-- Los Ángeles, 1982), el adagio se cumple a medias: nuestro hombre fue un ser atormentado durante toda su corta vida, pero eso no le impidió ser realmente gracioso exhibiendo un sentido del humor locoide y desquiciado al que era muy difícil resistirse. El documental Belushi, de R.J. Cutler, colgado recientemente en Movistar, repasa eficazmente su vida y su obra y nos lo muestra, de manera muy verosímil, como alguien que encontró en el humor un arma de autodefensa, pero que nunca pudo superar la tristeza que reinaba en el hogar familiar cuando era pequeño y su existencia dependía de una madre depresiva (y probablemente bipolar) y un padre, emigrante albanés, que tampoco era la alegría de la huerta y para quien el sueño americano --estaba fascinado por la figura del cowboy-- se redujo a regentar un diner, una de esas cafeterías cutres que no llegan a restaurante y en las que se despachan hamburguesas, huevos fritos, sándwiches de atún y litros de café aguado. Estos dos tullidos emocionales delegaron sus responsabilidades en la abuela, que había llegado a América en 1934 con su hijo Adam y que fue la única que aportó un poco de cariño al pequeño John y a su hermano Jim, que también se convertiría en actor, aunque sin alcanzar su fama. El único problema de la dulce abuelita es que nunca aprendió a hablar inglés y los hermanos Belushi no se aclaraban mucho con el albanés.

A John Belushi lo salvaron, durante un tiempo, el humor salvaje que practicaba y la chica que conoció en el instituto, Judy, con la que pasó toda su vida. La tristeza y la amargura desarrolladas en la infancia siempre estuvieron ahí, pero se vieron tamizadas durante una época por el amor de Judy y el triunfo profesional, primero como figura de la stand up comedy en clubs nocturnos, luego como elemento fundamental del programa de televisión Saturday night live y, finalmente, como protagonista de películas de éxito como National Lampoon´s animal house (Desmadre a la americana) o The Blues Brothers (Granujas a todo ritmo).

Reflexión sobre la melancolía

El éxito vino acompañado de una reafirmación de sus inseguridades que le llevó a un consumo desaforado de cocaína para aguantarse a sí mismo y sobrellevar mejor los malos ratos (el fracaso crítico y comercial de Neighbors casi se lo lleva por delante). Como nos cuenta el señor Cutler, Belushi aguantaba las presiones y la melancolía gracias a su mujer, Judy, y a su amigo del alma, Dan Aykroid, con el que se había inventado a los Blues Brothers en Saturday night live. Cuando se fue a Hollywood para escribir un guion que le hiciera recuperar el prestigio perdido con Neighbors, lo hizo sin la una y sin el otro. Nadie sabe qué pretendía demostrar, pero su soledad en el tan glamuroso como siniestro Chateau Marmont le llevó de nuevo a las drogas tras más de un año en buen estado que parecía presagiar, si no una cura definitiva de la tristeza que le acompañaba desde la infancia, sí la promesa de un futuro mejor que nunca llegó: la diñó en su habitación del Chateau Marmont, más solo que la una, tras mezclar cocaína y heroína de manera letal: solo tenía 33 años.

A través de conversaciones en off con su hermano Jim (del que se echan a faltar más intervenciones), su mujer Judy (que se volvió a casar, con un tal Pisano), su compadre canadiense Dan y amigos como Carrie Fisher, Chevy Chase o Harold Ramis, Belushi aporta, recurriendo también a los dibujos animados, un completo retrato de uno de los cómicos más brillantes de su generación. Y, por el mismo precio, una brillante reflexión sobre la melancolía inherente a mucha gente que se dedica al humor y que los indocumentados confunden con gente feliz y optimista. El humor no es sinónimo de felicidad, sino de autodefensa. La gente alegre y feliz suele carecer de él y no pillar un chiste ni aunque éste le muerda en el trasero. El humorista atormentado es, de hecho, una figura clásica. Y los humoristas felices, que algunos hay, son simples payasos que, al no llorar por dentro, resultan absolutamente irrelevantes. Para hacer reír hay que sufrir, como demuestra sobradamente este excelente documental de R. J. Cutler que les recomiendo vivamente.