Piglia, laboratorio de artes y cuentos
Los relatos del escritor argentino, reunidos por Anagrama, despliegan todas las posibilidades creativas de un género en el que cohabitan el arte y la teoría literaria
21 agosto, 2021 00:10Francisco Rico, uno de nuestros últimos sabios impertinentes, maestro de filólogos y fumador perpetuo, aconsejaba a sus alumnos, por lo general meritorios resistentes, que en el trance de enfrentarse cara a cara con un clásico, esos libros que la academia ha convertido en pilares del templo del Parnaso, tuvieran la prevención y la humildad intelectual de sumergirse antes en los estudios y la literatura crítica que hubieran podido provocar. Sabia sugerencia. A un duelo un caballero acude predispuesto a morir o matar, aunque para consumar ambas cosas no tiene necesariamente que renunciar ni a las armas ni a las estrictas normas de la cortesía.
Al hacer tal recomendación, sin duda, Rico defendía el valor de su oficio y el noble arte de leer, valorar y editar literatura. Pero, de igual manera, como el materialista del tiempo que es, señalaba un método para ahorrarnos muchas horas, reelecturas y esfuerzos estériles. Leer a ciegas puede ser un placer hedonista, pero para descifrar la relojería de la literatura y desentrañar sus mecanismos, muchas veces dejados por los autores a la vista, que es la mejor manera de ocultar cualquier cosa, es obligatorio aprender a mirar y saber distinguir entre lo trascendental y las meras apariencias. Y eso, salvo excepciones, no se hace solo. Es labor de toda la tribu.
No hay mejor manera de dominar a un escritor que frecuentar a sus mejores hermeneutas. Por lo general, son los guías adecuados en ese viaje que es la lectura con sustancia. Ricardo Piglia (1941-2017), que no fue alumno de Rico, entre otras cosas porque era su coetáneo –un año escaso separó sus distintos nacimientos– e impartía también clases sobre literatura en las universidades, hizo (a su manera) esto: escribir a partir del análisis de la escritura ajena. Sépanlo los aprendices de escritores (y periodistas): no hay –ni hubo nunca– otro camino.
El resultado de sus particulares ejercicios de respiración, constantes desde su juventud hasta su trágica desaparición, son los excelentes libros que compuso sobre los infinitos mundos de la teoría literaria. Un arte depurado, propio de detectives. En ellos uno se adentra en los resortes íntimos de la creación verbal con el mismo placer de quien logra descifrar un enigma encerrado en el interior de ese misterio que es un secreto. En paralelo, el escritor argentino fue alumbrando una obra personal –cinco novelas, una trilogía de diarios y seis colecciones de relatos– en la que iba poniendo en práctica estas ideas sobre del arte de contar y ensayaba, por lo general con notable fortuna, los decálogos, las recetas y las artesanías asimiladas. Terminó haciéndolas todas suyas, por supuesto. Así es como se forja el unicornio del estilo.
Su colección de Cuentos completos, recopilada ahora por Anagrama en una edición integral y póstuma que incluye piezas inéditas y narraciones reescritas con la luz tenue del crepúsculo de la vida, puede –y en realidad debería– ser leída en función de dos marcos de interpretación complementarios. Por un lado, es una suerte de ficciones completas. Por otro, una poética indirecta. Sin el crítico preciso y dedicado que siempre fue el escritor de Adrogué nunca hubiera existido el último gran maestro del cuento. O hubiera sido muy diferente. Acaso menos brillante. Por fortuna, esta amenaza fue conjurada desde el principio de su carrera.
Dentro de la estirpe de los grandes cuentistas argentinos –evítese, en lo posible, el sentido irónico de esta frase–, Piglia pasa por ser un autor fiel a la gran tradición rioplatense del género breve o de medio tiempo. Incluso puede ser considerado –lo es, de hecho, para sus lectores– un erudito en la materia. Pero todo este patrimonio literario, en lugar de convertirse en una condecoración, en un saber inútil o galante, se transforma en sus libros de relatos en el motor rugiente de grandes innovaciones, destiladas como vino nuevo en odres viejos.
Los Cuentos completos muestran este ejercicio de búsqueda mediante una panorámica apasionante. Anagrama reúne en su edición, revisada por el autor antes de su muerte, seis libros: La invasión (1967), Nombre falso (1975), Prisión perpetua (1988), Cuentos morales (1993), Los casos del comisario Croce (2007) e Historias personales (2015-17). Son títulos fruto de cincuenta años de ejercicio sostenido de un género, editorialmente poco rentable, donde ser alguien y aportar algo original no es nada fácil. Casi imposible. Sobre todo si tenemos en cuenta que parte de la mejor literatura del Cono Sur, desde Esteban Echevarría a Jorge Luis Borges, pasando por figuras como Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar, ha establecido una especie de subcanon propio. Y es ejemplar.
Cada libro de relatos de Piglia supuso para él subir un peldaño más en una escalera que, vista ahora desde cualquiera de sus extremos, lo sitúa entre los más grandes. Casi todos, genios impares. Sus cuentos atesoran la sabiduría nacida de la lectura (creativa) de temas, recursos, trucos y hallazgos practicados por otros, explicados de forma precisa por el escritor en sus ensayos literarios –Crítica y ficción, El último lector, Antología personal– y, especialmente, en ese códice sagrado que es Formas breves, su poética sobre la narración breve, enunciada mediante dos manifiestos (aristotélicos) compuestos con varios años de diferencia: “Un cuento siempre cuenta dos historias; y la historia secreta es la clave de la forma del cuento y de sus variantes”. Sobre esta cuestión también versa la nota, necesariamente breve –cuando la escribió ya padecía esclerosis lateral–, que cierra los Cuentos completos:
“Mi idea del cuento no ha cambiado con los años. Empecé escribiendo cuentos de cinco mil palabras, en la senda de Hemingway y Borges, pero pronto me encontré buscando formas en las que los procedimientos fueran más abiertos (…) No creo que un escritor evolucione, son las formas las que cambian y uno sólo debe estar abierto a la experimentación (…) Uno se relee y encuentra tonos y ritmos en los que no había pensado, pero son esos fraseos y esas modulaciones de la prosa lo que, en última instancia, persiste y persevera a lo largo del tiempo. Esas manías y esas maneras son lo único que uno busca narrar. Y esos ritmos son, en definitiva, lo que llamamos un estilo personal”.
La reflexión sobre el estilo ambiciona fijar un mínimo denominador común entre sus narraciones, que destacan por su versatilidad, capacidad de metamorfosis y la ausencia de dogmas. Los cuentos del escritor argentino no llevan un sello de lacre, sino que ilustran sobre las infinitas variaciones de su ex-libris. Heterodoxias construidas a partir de fórmulas estrechas y códigos narrativos que, de repente, se abren a lo imprevisible. Emulación, ironía, intertextualidad, ternura y pastiche. Piglia crea con estos ingredientes una red de personajes, ambientes y miradas que se suceden, sin repetirse (salvo como voluntad literaria).
Adjetivar la cuentística del escritor argentino sería reducirla a lo que no es. Siendo un devoto del policial –lo demuestra su serie del comisario Croce o la colección Serie negra, que dirigió cuando ejercía como editor–, usando a veces a Renzi, el ficticio autor de sus diarios, como narrador interpuesto, su laboratorio narrativo mezcla los elementos de la tabla periódica de la literatura, gases, líquidos y materia. Contamina los géneros. Practica la promiscuidad con lo autobiográfico, lo vivido, la fantasía y el prosaísmo. Nunca aparece un estilo evidente, reconocible o diáfano. Lo suyo es la atmósfera: investigación perpetua sobre cómo contar.
Ejemplos de esta capacidad para tocar con un palo distinto las viejas melodías de la fábula es El joyero, el relato donde se nos cuenta la historia del Chino, un proletario divorciado que secuestra a su hija y vive atormentado por la muerte azarosa de una desconocida que lo condujo a la cárcel. O Tarde de amor, una crónica piadosa sobre los anhelos carnales de dos exiliados nazis en la Argentina, camuflada bajo un vulgar episodio de indiscreción y lesbianismo. Del género noir deslumbra La loca y el relato de crimen, donde los tópicos –un periodista, un asesinato, un criminal– son reformulados con la radiación de la lingüística.
Y, sobre todos sus cuentos, es obligado citar Homenaje a Roberto Arlt, un relato de 1975. Se trata del parteaguas de su narrativa. El cuento se presenta ante el lector como un ejercicio de plagio (subterráneo) que, asombrosamente, termina creando, a partir del mecanismo mimético de la copia, una narración original. “Para mí fue un cambio fundamental, lo que no quiere decir que los lectores compartan este criterio. A partir de este relato pude intentar nuevas fórmulas sin abandonar la escritura de cuentos a la manera clásica”, confesó Piglia. Lo que desconcierta de esta ficción es la fusión de dos elementos opuestos y, en apariencia, antagónicos: el universo fantástico de Borges y la mirada naturalista de Arlt. Ambos códigos se entreveran en la historia sobre una fingida pesquisa bibliográfica que va deslizándose hacia lo grotesco. Para romper las reglas, hay que conocerlas. Es la fórmula Piglia. Un escritor capaz de seleccionar las mejores mentiras que cuentan la verdad. Géneros que se desmienten. Literatura hecha de literatura. “Una forma privada de utopía”.