El escritor Josep Roth en una imagen en París / PINTEREST

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Letras

La foto del rey y el busto del emperador

Josep Roth tiene palabras memorables para recordar que las naciones ahogan y que los pueblos buscan en vano eso que llaman virtudes nacionales

25 julio, 2021 00:00

El episodio de la imagen del rey del salón de plenos del ayuntamiento de Barcelona puede ser insignificante, bufo o grotesco, pero tiene resonancias literarias nobilísimas en la obra de Joseph Roth.

Como sabe el lector, hace seis años, tras llamar a los fotógrafos para que registraran su desafiante hazaña, los Comunes retiraron el busto del rey emérito, Juan Carlos I. Y ahora, obligados por la Justicia a reponer la imagen del Jefe del Estado, han vuelto a llamar a los fotógrafos para que inmortalicen otra hazaña: han colgado en una pared el salón de plenos una foto de Felipe VI; pero una foto pequeñita, una foto, como quien dice, tamaño carnet, con voluntad ridiculizadora que, aunque cumple con la letra, burla el espíritu de la ley, y cabe suponer que tendrá sus consecuencias penales. Esperemos que éstas no tarden seis años más, porque la justicia lenta tolera que el delito se prolongue, y eso no es justicia.

Este episodio nos recuerda a la aventura del conde Franz Xaver Morstin, señor de Lopatyny, un pueblecito en la Galitzia oriental, que tras el desmembramiento del imperio austrohúngaro y la formación de nuevos estados independientes fue incorporado a Polonia. Pero la lealtad del conde Morstin seguía volcada en el imperio, de manera que en la entrada de su quinta seguía manteniendo el busto del emperador. Y de hecho, él no salía de casa sin vestirse con el uniforme de capitán de caballería del cuerpo de dragones austriaco --temía que, de ir vestido de otra forma, lo confundiesen con cualquier otra persona--, y tras saludar respetuosamente al busto del emperador.

El miniretrato del rey Felipe VI en el salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona / CG

El miniretrato del rey Felipe VI en el salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona / CG

Enterado del asunto del busto, el gobernador cursó las disposiciones administrativas oportunas para obligar a Morstin a retirarlo. Y así lo hizo el conde, no había más remedio, enterrándolo, dentro de un suntuoso ataúd, en el parque de su quinta y consignando en su testamento su voluntad de ser él mismo enterrado, cuando le llegase el momento, cerca del busto.

Al fin y al cabo aquel nuevo mundo de naciones pequeñas no era su mundo. “Era la sociedad que, en todas las capitales del --en general, vencido-- mundo europeo, irreversiblemente decidida a vivir de la carroña, criticaba el pasado, saqueaba el presente y proclamaba un glorioso futuro con boca saciada y, sin embargo, insaciable”.

La monarquía, una casa con muchas puertas

Hablamos, claro, del cuento El busto del emperador, un bonito relato de Joseph Roth, publicado en 2002 por Acantilado y hoy agotado. Morstin es un alter ego, algo extravagante, del propio Roth. Como su personaje, el autor nació en un pueblo de la Galitzia austríaca, y aunque era de orígenes humildes y de raza judía, y no noble y rico como Morstin, compartía sus valores y su devoción al imperio. Entre otros motivos porque Francisco José, a diferencia de muchas de las viejas y nuevas naciones, no era antisemita.

Tras enterrar el busto del emperador, Morstin se retiró al sur de Francia, donde parece que escribió sus memorias:

“He visto --escribe el conde-- cómo los listos pueden volverse tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción. La fe no puede decepcionarnos, puesto que no nos promete nada en la tierra. La verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos”.

Roth es incesantemente admirable. Cada frase de esta pequeña joya de la literatura levanta en nosotros ecos, resonancias. Claro que para escucharlas hay que tener buen oído.