Sebald y los peligros de la relectura
La lectura de un libro está íntimamente asociada a un momento concreto de nuestra vida. Releer muchas veces supone mirarnos en un espejo donde ya no nos reconocemos
28 abril, 2021 00:10El prestigio del que goza la lectura en Occidente (es posible que también en Oriente, pero desconozco el caso) es de lo más inquietante. Merecido, sin duda, pero inquietante. Las razones están en boca de todos, y el caso es que suenan de lo más plausible. Se supone que la lectura ofrece un primer impacto con nuestra sensibilidad e inteligencia, donde la comprensión del texto progresa sometida a tres corrientes de presión distinta: la asimilación de la poética del autor, la revelación paulatina de lo que está ocurriendo y el desconocimiento de la forma, que solo se desvela al final de la lectura, cuando se cierra el volumen y, en ocasiones, pasado un tiempo, durante las reverberaciones posteriores.
Liberada de estas presiones, ya en posesión del mapa de la trama, familiarizado con las intenciones artísticas del escritor y pudiendo observar la forma o la estructura de la obra de un solo golpe de vista, se supone que la relectura permite adentrarse en la sutilezas del argumento, de la construcción y de las intenciones del autor. Proporciona una lectura más profunda, más consciente y más sosegada. Estoy más que dispuesto a reconocer que la relectura ofrece una manera distinta, unas condiciones distintas de lectura, de la misma manera que es diferente el uso que le damos al reloj cuando lo consultamos, cuando admiramos su forma o cuando nos tomamos el tiempo de desmontarlo y contemplar el funcionamiento de sus engranajes.
Dejemos de un lado la poesía, que parece tener reglas propias, e incluir de manera algo oscura (pero al mismo tiempo muy evidente) la lectura sucesiva de un mismo poema dentro del primer abordaje, como si estas intentonas no fuesen propiamente relecturas. Pensemos mejor en una experiencia de lectura prolongada, una novela, que en ocasiones más que libros parecen casas mentales, sitios donde ingresamos para instalarnos un tiempo, algo que se parece, por duración a una vivencia que nos ocupa semanas o meses.
Y es aquí, en esta distancia, cuando no tengo nada claro que sea preferible la experiencia de la relectura a la de la primera lectura, que las presiones antes señaladas no sean alicientes y condiciones más beneficiosas, o por lo menos atendibles, de la misma manera que alguien puede disfrutar más del primer viaje a una ciudad extranjera (pese a las inseguridades con el mapa y las costumbres, y las vacilaciones con idioma) que del reposado regreso, como de un suplemento de emoción, unas notas de aliciente.
Decir que la diferencia entre la lectura y la relectura es parecida a la de zamparse un solomillo de manera inocente o analizar sus propiedades sería desde luego una comparación tendenciosa, pero se entiende por donde voy: quizás el ejercicio de comprensión de la poética y el estilo del autor, el desvelamiento de la trama y el reconocimiento de la forma pueden ser experiencias más intensas, e incluso más efectivas para mantener atenta nuestra comprensión que durante una relectura que puede estar ya dominada por los automatismos o las inercias (lastres equiparables a los prejuicios), de la misma manera que puede ser más desafiante y satisfactorio adentrarse en un autor nuevo que leer un clásico ya ordenado y domesticado por la crítica y la academia, a otro al que es complicadísimo acceder sin filtros.
Toda esta reflexión viene a que acabo de releer con gran padecimiento a un autor que hace unos diez años estaba entre mis favoritos: W. G. Sebald. Los elementos por los que recuerdo que me gustaba seguían allí: gran mano para la descripción de la naturaleza, querencia por la nostalgia psicológica y la desolación física, una estructura abierta y elusiva. Pero se iban incorporando elementos nuevos: retoricismo del pesimismo, name-dropping de prestigio previsible, lisura psicológica, ceguera ante cualquier tensión social. El veredicto, violentísimo, ha sido el de leer unas superficiales páginas satinadas, un almanaque para lectores enamorados de la lectura. ¿En qué clase de lector me he convertido? ¿Qué clase de lector era antes?
Mi desencuentro con Sebald puede explicarse por motivos concretos que van desde el crédito que le concedemos (y la capacidad de influir sobre nuestra lectura) a críticos o escritores a los que admiramos; o a mi propia inocencia como lector, que desconocía, pongamos por caso, toda la corriente judeoamericana o la literatura austríaca, muy superiores tanto en el trato con el holocausto como en el estudio verbal de las patologías, autores ante los que Sebald suena como una voz de segunda mano y francamente de mucho menor alcance. También influía la crujiente membrana de la opinión dominante: la de que era más sofisticada una novela sin personajes, sin argumento, sustentada sola “por la fuerza del estilo” (ese dicho que Flaubert se le escapó pese a que, afortunadamente, no le hizo nunca el menor caso), nómada, extraterritorial, afecta a la mezcla de géneros….una poética más fecunda en cháchara que en obras de relieve.
Pero hay más, precisamente por tratarse de una vivencia prolongada, las circunstancias personales y colectivas por las que pasamos mientras leemos un libro terminan filtrándose en el texto: y nadie sabe de qué manera contribuyen a colorear el recuerdo de la lectura e incluso a influir en qué partes de la novela recordaremos. Mucho se ha insistido en las múltiples interpretaciones que ofrece un libro, pero no tanto en qué pasado un tiempo esa comprensión descansa sobre el olvido de la mayor parte de las frases que lo componían, y que el recuerdo puede configurarse mediante una combinación potencialmente infinita de frases. Recordar un libro implica haberlo olvidado cientos de veces. Y esa memoria particular del libro recordado (el sello de que lo hemos leído y comprendido) queda íntimamente asociada a unas vivencias, a un momento de nuestra vida; de manera que releer a cierta distancia no es solo reencontrarse con un texto que desafía nuestro recuerdo, también supone mirarnos en un espejo donde no nos reconocemos.