Reguetón, ritmo y gasolina
El género musical latino, denostado por un parte de la crítica tradicional, rompe todos los pronósticos y se hace omnipresente en las listas de éxitos de los cinco continentes
3 marzo, 2021 00:10El recelo ante las nuevas tendencias melódicas constituye una tradición tan rica y fecunda como la propia historia de la música. Muchos de los artistas que en la actualidad disfrutan de la condición de genios, e incluso clásicos, recibieron en su día ácidas críticas lanzadas por los ultraortodoxos de lo establecido. Piezas que hoy nos parecen perfectos ejemplos de la armonía provocaron en su momento una lluvia de improperios. Melodías que habitan plácidamente en el Olimpo de lo memorable fueron consideradas en el pasado amorfas criaturas del subsuelo. Así, las obras de un tal Ludwig Van Beethoven fueron descritas como una bolsa de clavos vertiéndose sobre sí misma. Wagner era un bárbaro. Schumann un aburrido. Por no hablar de la catarata de mezquindades que provocaron las músicas de raíz popular –aquí popular quiere decir pobre– entre los bienpensantes sancionadores de lo correcto.
De entre todas las músicas nuevas, tal vez el género que ha coleccionado la mayor parte de prejuicios y ninguneos por parte del establishment musical, sea el reguetón. Todavía en determinados ambientes y medios con tan solo mentar su nombre se prenden las fogatas de lo políticamente correcto, se levantan las murallas del decoro y se celebra el juicio sumarísimo por la muerte del buen gusto musical. Su tratamiento periodístico tiene casi siempre más que ver con lo sociológico que con lo artístico, aludiendo a su carácter fuertemente machista, violento, politóxico y sexual.
Todo esto no tendría por qué estar mal, el problema viene con el agravio comparativo que se establece en relación a otros géneros musicales ya aposentados, que contienen la misma cantidad de conductas éticas reprobables. Cuestión distinta sería la necedad (o no) de confiar en la música popular más desenfadada los fundamentos éticos de Occidente. A pesar de esto –o tal vez a causa de esta hiperreacción crítica– el ataño tan denostado género parece haberse convertido en la gallina de los huevos de oro de la industria musical.
Lejos de perecer con la rapidez de la espuma, como vaticinaron los críticos de The New York Times después de un concierto multitudinario en el Madison Square Garden, se ha convertido en la nueva música favorita del planeta Tierra. Sus temas, armados de la síncopa y rimas fáciles, han conquistado el imaginario de la fiesta y la noche. Incluso los artistas más comerciales se apuntan a la moda y contratan a la flor y nata de los reguetoneros para perrear a su lado. Irrumpieron en nuestros oídos como una tribu de bárbaros sandungueros, arrasando con todo, poniendo los cánones patas arriba, recuperando el baile como ritual de apareamiento y conquistando primero las discotecas y después cada una de las horas de las radiofórmulas. Pero al principio no estaban en la televisión, no salían en las radios comerciales, apenas se ponían en las discotecas en horario reducido.
El reguetón –o reaggeton por su origen afín al género jamaicano-- asaltó nuestro aparato auditivo, y nuestras caderas, allá por el principio del siglo XXI. Cuando la ola expansiva que iniciaron los obreros afropanameños que construían el canal de Panamá llegó a los barrios de Puerto Rico y la chavalería empezó a grabarse encima de esas bases rítmicas. En efecto, los balbuceos del género fueron notas al pie de otras canciones, algo parecido a lo que sucedió con el inicio de las lenguas romances en España, que empezaron como comentarios al margen de un copista algo olvidadizo sobre un texto en latín.
Parecía que, al principio, el oído adulto tardaba en acostumbrarse a ese ritmo básico y viral. Las autoridades de Puerto Rico prohibieron su difusión, incautaron mixtapes, hicieron redadas en los barrios y clausuraron conciertos. Fomentando, claro está, que los jóvenes se pusieran a perrear como si no hubiera mañana. El do it yourself de los punks puesto al día en el caribe hispanoparlante. Asaltándonos desde los márgenes de la sociedad.
En efecto, era una música para pobres hecha por pobres. Insobornable en su no ambición intelectual. Lejos de la impostura. Entre la salsa y el reggae. La cepa latina del hip hop internacional. Ante aquel embate, en Europa –menos algunos críticos clarividentes como Víctor Lenore, que pronto se dio cuenta de su importancia-- cambiábamos el dial y levantábamos la ceja. Aquello parecía una moda pasajera, solo apta para la recopilación de éxitos veraniegos de turno. Un interludio chabacano y sensual en mitad de la fiesta de pijos indies en que se había convertido parte de la prensa especializada. A decir verdad, no nos gustaba la gasolina.
Pero, a la fuerza de insistir, algunos de los artistas fueron desmarcándose del resto y empezaron a sofisticar su discurso. El género, como todos los organismos vivos, ha ido mutando en un proceso que lo ha conducido a nuevas alianzas híbridas con otras formas musicales. Algunos nostálgicos de nuevo cuño ya se lamentan ante la pérdida de cualidades organolépticas de las nuevas producciones, comparándolas con las añejas grabaciones originales. Lo cierto es que las composiciones de J. Balvin, Bad Bunny o Tego Calderón pueden competir en riqueza y sentido con cualquiera de las otras formas de la industria del espectáculo.
El reguetón se ha convertido en el nuevo pop. Cada vez se escucha y se baila con mayor placer y menos culpabilidad. Su difusión ha desembocado en una diversidad de artistas que abordan la realidad desde puntos de vista heterogéneos. Sus temas no se reducen únicamente a fantasías más o menos violentas y sexuales. Sus asuntos seducen a un público cada vez más transversal. Incluso va ganando en respetabilidad, como antes ocurrió con el hip hop o el jazz. Seguramente ahora, que ya forma parte del debate cultural, algunos han empezado a augurar su futura decadencia. En algún suburbio de una gran urbe de eso que llamamos el mundo en vías de desarrollo ya está naciendo otro nuevo género, del que hablarán de aquí una veintena de años.
Se atribuye a Frank Zappa, allá por los años 70, en respuesta a una crítica negativa, la siguiente frase: “Escribir sobre música es como bailar la arquitectura”. Es decir, una acción ridícula. ¡Qué decir de la dificultad de atrapar con palabras reflexivas una música que parece conectar directamente con lo atávico y ancestral! ¿Escribir sobre reguetón sería como perrear suburbios?