Ardor guerrero (II)
Mientras me embriagaba cada tarde en el bar del campamento, pensaba en quién habría tenido la idea de considerar aquella fábrica de borrachos un hogar
2 noviembre, 2020 00:00“Envíenos a su hijo y le devolveremos a un alcohólico”. Mientras me embriagaba cada tarde en el bar del campamento --bautizado por el ejército como Hogar del Soldado, pues el humor militar tiende involuntariamente al sarcasmo--, pensaba en quién habría tenido la brillante idea de considerar aquel bebedero de reclutas, aquella fábrica de borrachos, un hogar. Les aseguro que no lo era y que “tugurio” resultaba mucho más adecuado a la hora de definirlo. Como tal, hasta podía resultar simpático con sus cubatas de litro (botella de Coca-Cola vaciada un tercio para sustituir el brebaje original por ron o ginebra); sus bocadillos de mejillones de lata en escabeche; sus vermuts que de lejos parecían ser de la marca Martini, pero una vez en la barra comprobabas que sobre la copia de la etiqueta de prestigio ponía Martínez o Mari Trini; o su peculiar oferta de cigarrillos, que en cierta ocasión se redujo durante unos días a aquellos pitillos finos y alargados, como de pilingui de película de Esteso y Pajares, que nos hacían parecer ridículos y hasta sarasas a los viriles muchachotes que estábamos allí para servir a la patria.
En cualquier caso, las horas transcurridas en el Hogar del Soldado eran las mejores de la jornada, lo cual les dará una idea bastante aproximada del aburrimiento, el cansancio y las actividades absurdas que reinaban en el campamento mallorquín al que había ido a parar un servidor de ustedes por culpa de un oftalmólogo militar seriamente necesitado de revisar su propia vista. Enseguida descubrí que la mili iba de no hacer nada, pero hacerlo a la mayor velocidad posible. Te levantaban a las siete de la mañana (¿o era a las seis?), te administraban un desayuno infame y hala, a triscar por el monte, o a ordenar un almacén (un día ponías a la izquierda lo que estaba a la derecha, y al siguiente, lo volvías a dejar como estaba antes de que entraras), o a pegar unos tiros (si había suerte, pues no era una actividad tan frecuente como sería sensato suponer). El caso era correr mucho, cansarse, sudar como un gorrino y llegar hecho caldo a la hora del almuerzo (la terapia incluía extraños momentos de suprema felicidad, que, en mi caso, puedo resumir en una rodaja de sandía que me supo a gloria en su momento y que sigo recordando a día de hoy como una de las mayores epifanías de mi existencia… Magro consuelo tras habernos cruzado en una carretera con un descapotable lleno de chicas en bikini, versión castrense de la secuencia del cruce de vagones de metro en Stardust Memories, de Woody Allen).
Del Hogar del Soldado se salía contento, no lo voy a negar, y había cierta melancolía agradable en el momento de formar para pasar lista antes de irse a dormir: a veces salía más gente de la cuenta y el chusquero de turno soltaba su gracia: “¿Qué, os habéis traído gente de Palma?”. La estancia en el Hogar del Soldado te ayudaba a quedarte frito ipso facto y librarte así del previsible concierto de cuescos y ronquidos, aromatizado al olor de pies, con el que se regalaba la soldadesca. Lo primero que pensabas al despertar y ver que la pesadilla se ponía en marcha de nuevo era que te iba a dar algo si no salías de allí a la mayor brevedad posible. Sobre todo, porque, para acabarlo de arreglar, me había ganado la antipatía del brigada Bernardino, un canario con alma de espartano que no perdía oportunidad de chincharme: le caían mal los periodistas y yo había cometido el error de reconocer que me ganaba la vida con ese oficio. Cuando le pedí permiso para visitar el hospital militar porque se me habían roto las gafas y necesitaba unas nuevas, me miró con absoluto desprecio y pronunció, in crescendo, las siguientes palabras: “No crea que no hemos tenido aquí antes a gente como usted… ¡¡¡Y han acabado todos haciendo más mili que el palo de la bandeeeeeera!!!”
El hombre se olía, con razón, que las gafas me las había cargado yo para que me volvieran a graduar la vista, lo hicieran bien esta vez y me echaran, reparando así la injusticia cometida conmigo en Barcelona. Aguanté el chaparrón como pude y solicité mi visita al oftalmólogo por el conducto reglamentario, que ya no recuerdo cual era. El previsible aburrimiento era tal que había optado por los extremos: o me liberaban o me fusilaban.