El alma de los niños (y II)
En 'Can Culapi' los curas apenas se dedicaban a la docencia, dejando ésta en manos de civiles presuntamente mal pagados
12 octubre, 2020 00:00El padre Paco había hecho una carrera meteórica en los escolapios, llegando muy joven a padre prefecto de la sede de la calle Diputación, que es donde yo eché mi vida a los cerdos entre los cuatro y los dieciséis años. Decían las malas lenguas que tan brillante trayectoria profesional tal vez tenía algo que ver con las generosas donaciones que su progenitor, el cómico Paco Martínez Soria, hacía regularmente a la orden, y no sé si sería cierto, pero, en cualquier caso, el jovial Paco nos amenizaba la hora de estudio (una especie de break para repasar materias, leer o papar moscas) con los discos de su señor padre (así me tragué entera La ciudad no es para mí), que alternaba, en aras del bilingüismo, con los de Joan Capri. En cierta ocasión, alteró el repertorio para leernos el libro de Jaume Perich Autopista, que acababa de salir: aunque nunca tragué al padre Paco, reconozco que gracias a él descubrí al gran Perich, ¡menos da una piedra!
El padre Paco era un devoto del deporte, las excursiones, la gimnasia y la amistad viril, que él cultivaba apareciendo por las duchas con inusitada frecuencia. Fueron una vez más las malas lenguas las que hicieron correr una turbia historia que le habría granjeado su salida de Can Culapi para encerrarse en el monasterio de Poblet, donde, ya muy mayor, bordeando la decrepitud, recibe de vez en cuando la visita de algunos de mis compañeros de antaño, que guardan de él un gran recuerdo y lo aprecian sinceramente. Yo sigo creyendo que no estaba muy bien de la cabeza y que ocultaba tormentos irresolubles, aunque también es posible que fuese un tipo estupendo al que no supe comprender. Como cantaba Raphael, “¿Y qué sabe nadie?”.
Pese a la mala fama de los colegios de curas, nunca se me acercó ninguno con ánimo libidinoso, lo cual no sé si debería hacerme sentir aliviado u ofendido por la evidencia de no haber sido nunca un crío atractivo y apetitoso. En Can Culapi no imperaba la libido desviada de los clérigos, sino la grisalla generalizada. Los curas apenas se dedicaban a la docencia, dejando ésta en manos de civiles presuntamente mal pagados, perdedores de la guerra civil en muchos casos, que solo conseguían transmitirte la sensación de que la vida es horrorosa y lo máximo que puedes esperar de ella es un aburrimiento más o menos confortable si no piensas demasiado y no te buscas problemas. Gracias a ellos, cuando cursé el COU en la academia Granés, tuve la impresión de que el claustro estaba compuesto exclusivamente por premios Nobel.
En Can Culapi no había chicas y tampoco se hablaba de ellas: era como si la mitad de la población no existiera. Algunos aventureros precoces se acercaban al cercano colegio Lestonnac para verlas, aunque fuese de lejos, pero yo ni siquiera lo intenté. De ahí las erecciones espontáneas en la Granés cada vez que se me sentaba al lado uno de esos seres extraños y trufados de redondeces que olían tan bien y a los que no sabía muy bien cómo tratar: me temo que no he progresado mucho en los casi cincuenta años transcurridos desde entonces.
Si acabé en un colegio de curas no fue porque mis padres fuesen precisamente unos chupacirios, sino porque estaba cerca de casa y porque, en aquella época, la gente de orden llevaba a sus hijos a la escuela católica. Franquista hasta la médula, mi padre, el coronel, era bastante comecuras y solo respetaba a los capellanes castrenses que convivían con su barragana (o con una “sobrinita” que nunca era la misma, como explicaba él), considerando a los demás, si se me permite la incorrección política, “una pandilla de maricones”. Entre la cercanía al hogar y las obligaciones de un ganador de la guerra, acabé en los escolapios porque sí, como podría haber ido a parar a los salesianos o a los maristas si éstos hubiesen construido un colegio a cinco minutos de la plaza Letamendi (Can Culapi estaba a diez).
Dudo que esos chicos y chicas con los que me cruzo ahora cuando paso ante mi antiguo colegio hayan oído hablar nunca del padre Altisent. Tampoco creo que canten el himno que ese buen señor compuso para la orden y que atendía por el bonito título de El alma de los niños. Mi amigo Toni Olivé y yo grabamos una versión zarrapastrosa en una máquina que había en el metro de la plaza de Cataluña dentro de una cabina: por unas monedas, cantabas lo que te saliera del níspero y la máquina te entregaba un bonito single. Se lo quedó Toni, un hombre muy capaz de conservarlo. Junto al descubrimiento de Perich, creo que es lo único tangible que saqué de aquellos doce años. Espero que los actuales alumnos de los escolapios de Diputación obtengan algo más a cambio del dinero de sus padres.