Ruiz Zafón y el 'best-seller' posmoderno
El escritor catalán, que empezó haciendo relatos para niños y adolescentes, practicó un modelo de literatura comercial que, en lugar de ocultar sus secretos, los muestra
19 junio, 2020 19:30Hace falta una indudable habilidad para fabricar un best-seller. Esta evidencia, que todavía es puesta en cuestión por una parte del reseñismo editorial, tan aficionado a fusilar las notas de prensa, añadiendo además sin apuro la firma del transcriptor indiscreto, no significa que los libros concebidos para vender sean necesariamente buenos, pero tampoco desmiente su opuesto: su eficacia contrastada para lograr lo que se proponen, que es llegar al máximo número de lectores posibles, en especial aquellos que no son propiamente lectores, sino diletantes de la lectura. Por supuesto, siempre habrá quienes equiparen de forma mecánica la cantidad con ese concepto tan subjetivo que es la calidad literaria –especialmente en la cúpula de ciertas editoriales–, pero sería una gigantesca impostura negar, como suele hacerse en determinados ámbitos culturales, que un escritor –si de verdad lo es– no sueñe con llegar a todos los públicos. Del underground, como de las drogas, también se sale.
Borges decía en un poema –“A un poeta menor de la antología”– que el destino de la mayoría de los autores era terminar como un pie de página en la historia de la literatura, un nombre en un índice. “Sobre otros arrojaron los dioses / la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las grietas, / de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera”. Uno de los elegidos por la fortuna para desmentir esta ley, cuya inmortalidad no es espiritual, sino material, bajo la forma de millones de lectores, fue Carlos Ruiz Zafón. Sus libros demuestran que el best-seller no es tanto un género literario –tal categoría exige una destilación formal que al tiempo condense una mirada sobre la vida– como un evento sociológico que, en términos culturales, posee también su tradición particular. Un canon.
Portadilla del monográfico del primer número en papel 'Letra Global' dedicado al Quijote, Cervantes y sus periferias / DANIEL ROSELL
A fin de cuentas, para escándalo de los letraheridos profesionales, los tontos solemnes y los cursis con pretensiones líricas, la literatura no es más que una convención cultural que cambia con el tiempo. Un código retórico en permanente evolución. Una partitura que intenta emocionarnos –entonces es cuando la llamamos arte–, hacernos pensar o distraernos. O las tres cosas al mismo tiempo. Cervantes, al crear sus novelas, buscaba el éxito que nunca logró en el teatro –su primera vocación– ni en la poesía, “ese don que no quiso darme el cielo”. El Quijote, durante siglos, hasta que los ingleses lo interpretaron con una cadencia distinta, fue únicamente un libro de burlas y risas, popular, descarado, vulgarizante, hecho para matar el tiempo e iluminado por la esquiva llama del humor. Si ha pasado a la historia como la mejor novela de todos los tiempos es por sus hallazgos literarios, pero también porque, dentro de las múltiples lecturas que permite, en sus páginas palpita una deslumbrante veta popular y la extrañísima capacidad para conectar con lectores de diferentes tiempos y lugares. Incluso con aquellos que no se tienen por tales.
¿Es comparable Ruiz Zafón a Cervantes? Indudablemente, no. Pero sí tienen muchas cosas en común. Entre ellas el éxito editorial, que en el caso del Quijote fue relativo –en la España cervantina los lectores eran muy limitados, dado el elevado grado de analfabetismo– y en el de La sombra del viento, la obra capital del escritor catalán, se convirtió en un hecho cósmico debido al apoyo y a la amplificatio de la industria. Planeta, su editorial, lo presenta como “el autor español más leído en el mundo después de Cervantes”. Traducciones a más de cincuenta lenguas en los cinco continentes. Diez millones de libros vendidos. Un mercado de fieles con dimensión global. Un éxito que, sin embargo, no lo explica todo.
En el siglo XVI, los libros áureos dedicados a dar consejo y orientación a los gobernantes absolutistas –el Marco Aurelio o el Relox de Príncipes, de Antonio de Guevara son dos buenos ejemplos– también gozaron de una indiscutibe popularidad, pero una vez ido para siempre su tiempo –el mundo concreto en el que nacieron– pasaron a ser lecturas para especialistas. Igual de buenas, aunque ignoradas e invisibles. Deberíamos por tanto preguntarnos la razón por la que algunos autores masivos, con independencia de cuál sea su valoración crítica, son capaces de convertirse en referentes para miles de personas. En el caso de Ruiz Zafón, no podemos decir que la razón sea únicamente comercial o publicitaria. Porque al autor de La sombra del viento, que comenzó escribiendo literatura juvenil en la década de los noventa, la industria editorial se lo encontró literalmente por casualidad, aunque siempre estuviera –a su manera– ahí, igual que el famoso dinosaurio de Monterroso.
En el año 2000 el escritor catalán presentó un borrador de La sombra del viento al premio Fernando Lara de Novela. No lo ganó. La editorial Planeta –jurado mediante, con el correspondiente fallo sobrecogedor– se lo otorgó a Ángeles Caso, presentadora del telediario que, aunque se siente escritora vocacional, era una cara conocida con un evidente patrimonio mediático. Todo lo contrario a Zafón, que en circunstancias normales no hubiera sido editado como un autor para adultos. Fue una excepción a la fórmula, replicada por Planeta hasta la saciedad, de premiar a famosos y rostros populares antes que a escritores profesionales. Los ojeadores, en este caso, fallaron: el pelotazo (editorial) estaba escondido (y a la vista) en uno de los finalistas. Dios habita en los pucheros, dijo Santa Teresa de Jesús.
Carlos Ruiz Zafón / PLANETA
Los best-sellers, como queda demostrado con este ejemplo, son ingobernables. Acontecen cuando la fortuna quiere, aunque muchos escritores intenten fabricarlos en serie. El secreto de un éxito editorial no depende de quién sea su autor, sino de lo que un escritor haga. Y de cómo lo haga. En el caso de Ruiz Zafón obtendremos una idea bastante diáfana de su estilo con una lectura atenta del arranque de La sombra del viento:
“Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido”.
¿Qué tenemos aquí? Salta a la vista: sustituyan amanecer por día, mantengan padre, modifiquen levemente el episodio con el que se inicia la narración –la visita al Cementerio de los Libros Olvidados se convertiría en el descubrimiento del hielo–, alteren el escenario geográfico –la Barcelona de los años cuarenta por una tarde remota– y ¡voilà! estarán ustedes ante un párrafo muy similar a la célebre obertura de Cien años de soledad, la fábula de García Márquez que es la cúspide del boom:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Evidentemente, Ruiz Zafón sabía muy bien lo que hacía y poseía las habilidades que definen a un lector cualificado, que no coinciden con las que interesan a un lector hedónico, aquel que en los libros persigue una solitaria forma de placer. Cualquier lector experimentado, mucho más si se trata de un escritor profesional, percibe con claridad el calco y, entre el original y la copia ingeniosa, optaría, sin duda, por el primero, pero esto no significa necesariamente que otro tipo de lector distinto (ignorante del referente) no pueda valorar y verse ser sorprendido por una variación mimética. La originalidad, en literatura, salvo cuando se incurre en un plagio, es un concepto relativo. Todo está escrito. Igual que la totalidad de las partituras musicales contienen notas idénticas, aunque cada compositor las combine de forma diferente.
Caricatura de Rocambole, el personaje del folletín creado por Pierre Alexis, Vizconde de Ponson du Terrail, con el rostro de Napeleón III (1867) / ANDRÉ GUILL (LE LUNE)
La innovación no consiste en crear una novedad a partir de la nada. Depende más bien de una comparación en la que tan importante es el hecho de estilo como el contexto, de forma que algo antiguo, o más que inventado, nos sorprenda porque ya no somos capaces, o no queremos, establecer analogías. Los libros de Ruiz Zafón, que desde el principio mostró su deseo de alumbrar una saga, están escritos con fórmulas, técnicas y maneras de enunciación plebeyas, pero esta circunstancia, lejos de ser un defecto, explica perfectamente su éxito comercial si tenemos en cuenta que no fueron concebidas para asombrar a nadie, y menos a la crítica, sino para narrar con eficacia unas determinadas historias. Igual que los cuentos que nos leían cuando éramos niños. El oficio de fabular, como diría Gunter Grass, “es cuento viejo”. Tiene exactamente la misma edad que la humanidad.
Zafón escribió best-sellers posmodernos, que son aquellos en los que, igual que sucede con los libros de Stephen King, el pastiche, la réplica, los ingredientes en presencia y los referentes esenciale están a la vista, sin máscaras de ninguna clase. Nada, por otra parte, que no haya sucedido antes en los géneros literarios populares, como el folletín decimonónico, la literatura de misterio, suspense e intriga o fenómenos tan interesantes como los libros pulp, cuyo nombre se debe de la ínfima calidad de la pulpa del papel con la que se editaron las grandes joyas de la literatura de kiosko. Las inverosímiles historias de Rocambole, vistas con los ojos del presente, contienen elementos equivalentes a los que hoy día requeriría cualquier libro concebido para convertirse en un superventas: enredos, aventuras, misterios, incógnitas, amor y, en su defecto, sexo.
¿Cómo se explica esta coincidencia? Habrá quien crea que se trata de falta de talento, pero, con independencia del juicio de cada uno, es indudable que, si prescindimos de la cuestión de la originalidad, las fórmulas literarias que han sobrevivido al paso del tiempo, las que han perdurado, son valores seguros en la inestable bolsa de la literatura. Y lo son porque funcionan. Han sido testadas ante los clientes (los lectores), que las reconocen y aprecian sin preguntarse por su genealogía. Y fueron utilizadas hasta por intelectuales del prestigio de Umberto Eco, que escribió El nombre de la rosa y después le añadió una apostilla donde explica los materiales con los que trabajó. Seamos sinceros: es mucho más fácil escribir un endecasílabo estricto, cuya estructura reproduce un patrón exacto, y ante el que cualquier lector reaccionará identificándolo como poesía, aunque no lo sea, que un verso libre. Gracias a este descubrimiento, Ruiz Zafón alumbró su mundo: “Los lectores son los mismos en todas partes, aunque hablen otros idiomas y vivan en continentes distintos”. La muerte de un solo hombre –escribió Borges– también es, de alguna forma, la muerte de la humanidad entera.
¿Cómo se explica esta coincidencia? Habrá quien crea que se trata de falta de talento, pero, con independencia del juicio de cada uno, es indudable que, si prescindimos de la cuestión de la originalidad, las