Mito y leyenda de la conquista del Perú: arquetipos y fantasía
El escritor y cineasta francés Éric Vuillard recrea la epopeya de Francisco Pizarro en Conquistadores, un libro que deslumbra por su estilo verbal pero naufraga por la ausencia de verosimilitud literaria, la amplificación y la búsqueda del efectismo
La conquista española de América es un asunto que se presta a enfoques literarios divergentes, desde el tono heroico, cultivado por los autores de las venerables y exageradas epopeyas antiguas, hasta el administrativo, que es el que conservan las numerosas relaciones, los pliegos de descargo y la fecunda y prolija legislación de Indias. Esta multiplicidad de perspectivas, desde las miradas salvíficas a los análisis más crudos y críticos, muestran la complejidad de un hecho que cambió el mundo –inaugurando la propia historia moderna– y que, seis siglos después, aún descoloca a quienes juzgan el pasado con las estrechas convenciones del presente.
Por eso libros como Conquistadores (Tusquets), firmado por el escritor y cineasta francés Éric Vuillard (1968), prometen algo –“relatar la conquista del Perú por Francisco Pizarro como nunca antes se había contado”– que, sencillamente, no están en disposición de dar, salvo para aquellos lectores que busquen una fábula llena de arquetipos que corrobore sus ideas previas, al margen de los matices. La broma es que esta clase de obras se presenten (a sí mismas) como una narración de no ficción, cuando casi todo lo que cuentan es fruto de una performance subjetiva, similar a la que perpetra a menudo cualquier director de teatro posmoderno cuando intenta dar una vuelta de tuerca a los clásicos dramáticos.
Este libro de Vuillard, que se publicó en francés en 2009, contribuye de forma notable a este objetivo, al hacer del mito y la leyenda de la conquista del Perú una narración que, más que original, peca de demasiado tópica. Habrá, sin duda, quien lo considere un trabajo sorprendente, pero esta opinión obedece, mayormente, al anhelo social de simplificar la Historia con la coartada de la literatura, o a la pereza que traslucen todos los relatos sin gama de grises, a ratos demagógicos e incluso de cariz populista.
Conquistadores busca ya desde su cubierta –donde aparece una foto de un indígena derribando la estatua de un conquistador español, epítome de la liberación de las tiranías por parte de unas mayorías sociales oprimidas– un marco simbólico que carece de riesgo y que no casa con sus evidentes y ambiciosas pretensiones artísticas. Vuillard sazona esta increíble historia sobre la conquista del Perú con una retórica generosa, unas veces brillante, otras previsible, pero esencialmente inverosímil, que nada tiene que ver con lo que un lector experimentado espera de una buena novela.
Los devotos del escritor francés, incluyendo sus imitadores en español, que haberlos haylos, sin duda pensarán que el torrente verbal del autor, el uso estratégico y obsesivo de la frase corta (en busca de un dinamismo más cinematográfico que literario) o las escenas gore con las que se cuentan todas las matanzas, ajusticiamientos, venganzas y discordias entre los conquistadores españoles, alumbran un género nuevo, capaz de revivir el pretérito como si lo viviéramos desde dentro. Hay gente para todo.
Para Vuillard, los españoles son –sin excepción– seres viles, degolladores y una pandilla de asesinos en serie que, además crueles, son culpables doblemente por haber nacido en oscuros villorios pobres de Extremadura y proceder de familias de labriegos (aquí, por supuesto, se nota la grandeur del autor y el enfoque igualitarista de su perspectiva). Los inocentes indígenas, en cambio, son almas cándidas, absortas y paralizadas mientras los barbudos con armaduras oxidadas aniquilan su hermosa civilización.
El libro de Vuillard, que demuestra (en vano) dotes narrativas, naufraga debido a este pobre planteamiento, que tiene un cierto punto cómico (e involuntario: el escritor francés piensa que ha escrito un drama, pero escribe de Pizarro: “Sintió en la boca el sabor del queso agrio de Extremadura”). Su amplificación de la conquista del Perú carece de la necesaria verosimilitud literaria. Se asemeja más a un videojuego. Lo que el escritor francés firma es el guión de un cómic o de una serie de TV, más que una novela stricto sensu. La diferencia, además de en lenguaje, estriba en distinguir la recreación (caprichosa) de la representación (ficticia).
Vuillard sabe hacer con eficacia lo primero, pero se estrella al intentar consumar lo segundo. Su libro es un teatro de guiñol donde la codicia de Pizarro y sus hombres, cuyo punto de no retorno son las guerras entre los propios conquistadores, contrasta con la mirada roussoniana sobre los indios. Los historiadores han demostrado –con datos– que la malaria mató a muchos más incas que la espada de Pizarro, al que Vuillard parece no perdonarle ni su asombroso triunfo ante un imperio teocrático de seis millones de súbditos ni su origen humilde o su conocida bastardía, compartida con Almagro.
¿Por qué? Intuimos que puede deberse a que la historia (revisada) ya no la escriben los vencedores, sino el resentimiento avivado por los que se autotitulan a sí mismos como los herederos de los perdedores. Vuillard afirma que la historia de la conquista del Perú sólo ha sido contada por los españoles. Falso. Quienes vivieron aquella guerra de dominio, como fue el caso de los autores indígenas de las crónicas compiladas por Miguel Leon-Portilla, en México, o Felipe Guamán Pola de Ayala, en Cuzco, levantaron un acta, dirigida a al rey Felipe III, de la visión de los vencidos.
Vuillard ha descubierto pues el Mediterráneo con cuatro siglos de demora. Nadie es perfecto. Su relato se dispone mediante estampas líricas y llenas de desasosiego, en general breves, pero en su narración aparecen errores. Dos ejemplos tomados al azar: el hecho de llamar bandoleros a los conquistadores parece ser un desliz inequívocamente francés, además de un anacronismo imperdonable; igual que resulta enternecedor leerle que la humilde morada familiar de los Pizarro en Trujillo tenía “cortinas de tul”. Debían habitar en un palacio, sin duda alguna.
Por todo esto su crónica (inventada) de la tragedia del Perú en disputa es ineficaz. Sobre todo, en términos literarios. Confía el relato a un narrador único (no le interesa entrecruzar puntos de vista) que no es que sea poco confiable, es que habla desde el presente y zarandea a los personajes como marionetas, con una omnisciencia que roza lo ridículo. Este caprichoso narrador recurre a símiles históricos –la Biblia, la Historia de Roma– para sacarle partido al contraste entre lo que cuenta una épica esencialmente falsa y lo que revela la realidad pedestre de las cosas, mucho más prosaica y obsesivamente escatológica (es llamativo todas las veces que el autor francés dice que los conquistadores orinaban sin bajar de sus monturas). La consecuencia de ete sesgo narrativo es una fábula ante la que resulta imposible suspender la incredulidad del lector.
El Perú de Vuillard es como un tebeo sangriento y reiterativo. Es evidente que nadie conquista ningún territorio –sobre todo en la época del descubrimiento de América– sin verter la sangre ajena, del mismo modo que en cualquier guerra exisyen personajes (entre cualquiera de los bandos) que para unos son abyectos asesinos y para otros adquieren la condición de héroes. La misión de la novela debería ser sacarle partido literario a esta ambigüedad evidente. Vuillard no lo consigue, al reducir la conquista a una carnicería avariciosa, sin conceder a sus lectores el derecho a la duda ni contemplar la posibilidad de que, junto la violencia, pudieran existir otros motivos o influir imaginarios culturales ajenos al nuestro.
Cuestionarse por la legitimidad de la conquista es un ejercicio perfectamente estéril. Los hechos no van a cambiar por eso. Además, ya lo hicieron sus protagonistas, cosa que jamás se plantearon el imperio francés ni el inglés. La historia no es –ni tiene que ser– moral. O es cierta o no lo es, de igual forma que la literatura puede contar del modo que guste una historia a condición de que sea verosímil, en lugar de increíble.
Vuillard no es un novelista innovador. Es el continuador de la estirpe de los creadores omniscientes, al modo populista de Victor Hugo, que era capaz de dosificar con oficio el efecto emocional de su literatura (romántica) aunque los presupuestos de partida de sus libros sean demagógicos. Hugo, igual que Vuillard, también sabía todo acerca sus personajes: conocía sus sueños, los delirios, el tormento que los movía y la obsesión que los atormentaba. Su constante intromisión y la pretensión de establecer una disyuntiva moral de orden maniqueo al desarrollar su historia no deja al lector espacio para sacar sus conclusiones. Por eso sus novelas son como frisos escultóricos en lugar de retratos de la vida (natural).
Sus coetáneos leyeron al escritor francés con devoción y entusiasmo. Ganó dinero y se convirtió en la celebridad de la Place des Vosges. Hoy es un autor arqueológico. Vuillard persigue sin cesar el rastro del oro y se recrea, con plasticidad naturalista, en la sangre derramada en América y en el oro marchito. Está en su perfecto derecho, aunque, a ratos, lo que ha escrito parezca una pretenciosa y melodramática redacción didáctica.
Por supuesto, no entiende nada de la conquista de América porque es incapaz de comprender que los seres humanos –sus personajes– no son nobles, buenos o sagrados. Son esclavos de sus ambiciones e hijos de su época. “Es curioso advertir que el estilo de Dios es idéntico al de Hugo”, escribió Borges sobre el autor de Los miserables. Casi podríamos decir lo mismo Vuillard, con la diferencia de que, en su caso particular, ahora se trata de un dios menor.