Los macarrones de 'El caballito blanco'
Barcelona perdió un restaurante que arrancó con la postguerra, 'El caballito blanco', que no experimentaba, con una cocina de toda la vida y platos como los macarrones
9 marzo, 2020 00:00Calculo que la vida social de mis padres empezó a languidecer en mi adolescencia y feneció definitivamente hacia el final de ésta. No sé si se quedaron sin amigos o si, simplemente, decidieron que no valía la pena seguir dirigiéndoles la palabra; en cualquier caso, ahí empezó una especie de encierro autoimpuesto que solo rompían para pasar los fines de semana en su apartamento del Maresme o para visitar las Canarias, donde mi padre había sido muy feliz de joven, recién salido de la Academia Militar de Zaragoza.
En las postrimerías de su vida social, mis progenitores solían quedar a cenar con un par de matrimonios amigos en El Caballito Blanco, un restaurante de la calle Mallorca, esquina Aribau, que les quedaba a cinco minutos del piso familiar de la plaza Letamendi. Solían volver pronto y yo los oía, desde el dormitorio que compartía con mi hermano mayor, mientras se desnudaban y ponían de vuelta y media a los demás comensales, cosa que un adolescente apasionado de la amistad era incapaz de comprender.
Cuando tuve edad de visitar restaurantes y poder pagar la cuenta, evité de manera recalcitrante poner los pies en El Caballito Blanco. Obedeciendo a una impecable lógica juvenil, consideraba que, si ese sitio les gustaba a mis padres, forzosamente tenía que ser un asco. Mantuve mi contumacia en el error durante años, mientras me prestaba a ser torturado en esos restaurantes de nouvelle cuisine que tanto abundaron en la Barcelona de mi juventud y que se distinguían por sus platos grandes, sus raciones pequeñas y la mala costumbre de poner un artículo delante de cada elemento de cada propuesta culinaria.
No sé quién me convenció para entrar en El Caballito Blanco, pero siempre se lo agradeceré: harto de comistrajos moderniquis, ese sitio me ofrecía lo de siempre y muy bien hecho. El cocinero no tenía imaginación ni falta que le hacía: lo suyo, culinariamente hablando, era lo de sota, caballo y rey. Los camareros eran de verdad, no aspirantes a actor, artista o escritor. La decoración no se había alterado desde que se inauguró el local en la inmediata postguerra y era un restaurante alemán --nido de nazis, según se contaba-- llamado El Caballo Blanco (aunque el caballo se redujo rápidamente a caballito).
El Caballito Blanco definitivo se inauguró en 1950, tras ser adquirido por Antonio Cañabate Ramos, que conservó el nombre del establecimiento para ahorrarse las cinco pesetas que costaba hacerlo en aquella época. Dudo que cambiaran la carta jamás, pero tampoco hacía ninguna falta, y recuerdo con especial emoción los chipirones y, sobre todo, los macarrones, que son los más buenos que uno haya comido nunca en su ciudad natal. Solía ser frecuentado por grupos de hombres triperos que disfrutaban zampando (no era un sitio para citas románticas, sino para parejas de mediana edad y pandillas de amigotes).
Fui mucho con el cineasta Paco Betriu cuando caía por su ciudad natal desde Madrid o Valencia; y también con Ia Clúa, que en paz descanse, a quien le encantaban la comida y el ambiente (en sus últimos tiempos, la dirección se saltaba la prohibición de fumar y cuando llegabas a la sala del fondo observabas que en cada mesa había un cenicero); el fotógrafo Jordi Bernadó fue otro de mis contertulios habituales; y, sobre todo, Jaume Sisa y nuestro común amigo Ignasi Duarte, gran fan del cantautor galáctico al que le aburría la gente de su edad y prefería la compañía de unos carcamales como nosotros (Sisa siempre se refería a él como El nen, y yo, como El joven Duarte).
Mis últimos macarrones en El Caballito Blanco me los zampé en compañía de estos dos grandes seres humanos. Lo habíamos escogido como cuartel general y, cuando el restaurante chapó en septiembre de 2015, nos quedamos sin nuestro lugar de reunión favorito. El joven Duarte se fue a vivir a París, aburrido del prusés, y Sisa y yo empezamos a quedar los jueves en restaurantes de menú porque ése es el día de la paella y hay ciertas tradiciones que nos gusta respetar.
El Caballito Blanco aún se cuela de vez en cuando en nuestras conversaciones del día de la paella. No sabemos por qué cerró, aunque no es del todo descartable que el cocinero fuera el mismo de 1950 y la diñara repentinamente a los 115 años.