Plagas literarias, pavor terrestre
Una panorámica por las creaciones literarias que han descrito el miedo a las enfermedades contagiosas y sus efectos en el imaginario cultural
7 marzo, 2020 00:10En el origen era la peste. Vivir es una isla anómala en el océano de la muerte; y las enfermedades son los lagos, manantiales y charcas –infectadas– que preparan nuestra aparente solidez para esa otra condición que nos rodea por todos lados y que acabará por engullirnos. Como escribió Susan Sontag, toda persona que nace posee una doble ciudadanía: la de la salud y la de la enfermedad. Y antes o después tenemos que usar ese pasaporte. Sobre esta idea escribió su ensayo La enfermedad como metáfora. De la actual epidemia de coronavirus lo que inquieta no es tanto el cuadro clínico como la propagación de lo desconocido, la atávica constancia de nuestra fragilidad. Ya hay un primer escritor afectado: Luis Sepúlveda, contagiado cuando regresaba de un encuentro literario en Portugal.
La literatura occidental se abre con la narración del episodio de una plaga: el canto I de la Ilíada comienza con una epidemia de peste de la que es víctima el campamento aqueo. Se consulta al adivino Calcante, quien vaticina que la enfermedad durará hasta que Criseida, esclava de Agamenón, sea devuelta a su padre. Desde aquella guerra de Troya, las plagas han asediado a nuestras letras. Sin salir de Grecia, Tucídides narra la peste de Atenas en Historia de la guerra del Peloponeso. Y en Edipo Rey, de Sófocles, asistimos a la plaga que también asoló a la misma ciudad en tiempos de Pericles.
En otra literatura antigua, la irlandesa, hallamos una extraña dolencia de sorprendente recurrir. La Táin Bó Cuailnge, la historia del guerrero Cú Chulainn, cuenta la enfermedad que ataca a los hombres del Ulster todos los años durante cinco días equiparando sus dolores a los que sufren las mujeres cuando dan a luz. Una paradoja en español, imprevisible para los creadores orales de la historia, es el nombre de la diosa a la que aquellos varones ultrajaron burlándose de ella, pues la diosa, epítome de lo femenino, se llama Macha (pronúnciese maja).
Luego la Edad Media tiene el ejemplo altísimo del Decamerón. Boccaccio lo ambienta a mediados del siglo XIV cuando se produjo la peste bubónica de Florencia de 1348. Se trata de una colección de cuentos narrados en una villa al abrigo de la enfermedad. En la primera jornada leemos: “¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!”.
Porque era la peste una realidad más que frecuente. Su huella se percibe en mayor o menor medida en muchas otras obras del mismo periodo y distintos países. Indirectamente, en el Cancionero de Petrarca, pues Laura fue una de las víctimas de la epidemia en Aviñón. Petrarca descreía de los médicos que no pudieron retener en este mundo a su amada. En una carta de 1365 dirigida a Boccaccio se quejaba amargamente: “Si cien hombres, o mil de la misma edad y constitución general y habituados a la misma dieta cayeran todos víctima de enfermedad al mismo tiempo, y la mitad siguiera las prescripciones de nuestros contemporáneos doctores, y la otra mitad se guiaran por su natural instinto y sentido común sin doctores, no tengo dudas que el último grupo estaría mejor”. Es conocido también el cierre obligatorio de los teatros de Londres en época de Shakespeare. En muchas ocasiones hubo que evitar la propagación de la peste mediante este recurso. Ese es el motivo de que el Bardo se empleara en el verso no dramático durante sus ausencia de los escenarios. Así surgieron los poemas Venus y Adonis y La violación de Lucrecia.
Daniel Defoe narra en su Diario del año de la peste la epidemia que se enseñoreó de la capital brillanica entre 1664 y 1666. Es ficción, no un diario real, por más que Defoe conociera la realidad de la que hablaba, pues aunque tenía a la sazón cinco años no fue este el último episodio de epidemia en las décadas posteriores. Los hechos coinciden con varias entradas del diario de Samuel Pepys, quien sí consignó su propia experiencia sobre la peste.
La novela Los novios, de Manzoni, transcurre en Lombardía, foco de la actual epidemia de coronavirus en Italia. Reconstruye la propagación de la peste en 1630. Su descripción hizo escribir a Edgar Allan Poe en una reseña de la novela que esta podría servir para mostrar a sus paisanos que la pestilencia que se abatió sobre ellos “era en comparación un ángel misericordioso”. Por su parte, también está la fantasía gótica: “La máscara de la muerte roja”, de Poe. Aquí, el príncipe Próspero quiere eludir una plaga retirándose a una abadía con un numeroso de invitados que una noche realizan un baile de máscaras.
Si Thomas Mann plasmó en La montaña mágica un hospital de tuberculosos, en La muerte en Venecia amenaza una epidemia de cólera, pero las autoridades no quieren espantar a los turistas que recorren los canales o se tienden al sol en el Lido, de modo que ocultan la enfermedad. El protagonista no ignora la amenaza, pero prefiere seguir disfrutando de la contemplación del joven Tadzio. Y tanto se queda que enferma y muere. En Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse, aparece una mujer muerta. Al verla, un romero grita a Goldmundo: “Ah, ahora me explico también por qué ayer los campesinos no nos dejaron entrar en su aldea. Oh Dios, ahora lo comprendo todo. ¡Es la peste! ¡Es la peste, así Dios me salve, Goldmundo! ¡Y tú has permanecido un largo rato dentro de la casa y, a lo mejor, hasta tocaste los cadáveres! Apártate, no te acerques, de seguro que estás contaminado. Lo lamento, Goldmundo, pero tengo que irme, no puedo continuar a tu lado”. La peste y su temor fueron durante mucho tiempo inseparables del paisaje europeo, pero también fuera de él.
La peste de Albert Camus se desarrolla en Orán (Argelia). Una mañana, el doctor Bernard Rieux, “al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera”. Es la primera señal y la primera rata muerta. Habrá muchas más. Al aparecer la plaga, las autoridades civiles y eclesiásticas intervienen. Unas con plegarias, otras con medidas que incluyen el toque de queda. La peste en la novela de Camus representa el empeño de unos hombres buenos que tratan de luchar desinteresadamente contra la adversidad. Como en toda gran obra literaria, admite múltiples interpretaciones.
En El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, el joven médico Juvenal Urbino se fija el objetivo de erradicar el cólera, la fiebre amarilla que luego, como pretexto para que pueda llevarse a cabo una relación amorosa, se declara con la bandera estipulada en un barco para que nadie importune a los amantes. La peste también está presente en su obra La mala hora, en parte un homenaje al libro de Camus. El autor colombiano también adaptó el clásico de Defoe para el guión de la película de 1978 El año de la peste.
México, el país de esta producción cinematográfica, cuenta con dos novelas recientes sobre este tema. La primera es La transmigración de los cuerpos de Yuri Herrera, donde el Alfaqueque y la Tres Veces Rubia viven en medio de una enfermedad de la que se sabe poco. Comienza no siendo preocupante: “Todos lo sabían: si era algo, era una chingaderita. Que la enfermedad era cosa de un bicho y el bicho se mantenía nomás en barrios insalubres. El problema podía arreglarse a periodicazos en la pared. Quien no tuviera para periódico podía usar las suelas”.
Luego, la cosa adopta un perfil más siniestro: hombres que no se conocen comienzan a sangrar simultáneamente en un restaurante. El gobierno dice: “Tampoco es para preocuparse, tenemos a la gente más astuta persiguiendo a lo que sea que es, y también tenemos hospitales, pero, por si las dudas, pues, mejor quédese en casita y mejor no bese a nadie y no toque a nadie y cúbrase la nariz y la boca y reporte cualquier síntoma, pero sobre todo no se preocupe”. La otra es Salón de belleza, de Mario Bellatin, donde el establecimiento de un peluquero travestido se convierte en lugar en el que esperan su final los moribundos afectados por una rara enfermedad. Paralelamente, los peces de su acuario van muriendo.
Está también Ensayo sobre la ceguera, José Saramago, novela en la que la pandemia provoca la privación de la vista. Sus consecuencias son, por un lado, los comportamientos solidarios, por otro, conductas viles y mezquinas. Le Clézio, premio Nobel, narra en La cuarentena, las aventuras del médico Jacques Archambau, que de niño fue testigo de un accidente tabernario en el que participó Rimbaud. El protagonista embarca con su esposa y su hermano a la isla Mauricio, donde nació, pero en el buque se declara el cólera y deben pasar una cuarentena en otra isla. Peste y cólera, de Patrick Deville, gira en torno a la vida aventurera de Alexandre Yersin, quien tras investigar sobre la tuberculosis y la difteria puso raciocinio en algo tan propenso al pánico irracional como es la peste, al descubrir su bacilo.
Las plagas cambian y a finales del siglo pasado su forma más feroz fue el Sida. De esta enfermedad se habla en Antes de que anochezca, de Reinaldo Arenas (un testimonio personal); El desbarrancadero, de Fernando Vallejo; o París-Austerlitz de Rafael Chirbes. El flagelo de la plaga, además de someter a riesgos mortales al cuerpo físico amenaza también al cuerpo social porque extrema la relación entre los seres humanos: y por su causa se dan sospechas, bulos, decisiones extraordinarias, solidaridad, chivos expiatorios. Propician el conflicto, que es elemento primordial de la literatura.