Texas, nuestro CBGB
La alegría punk no duró mucho y el Texas chapó definitivamente en 1982. Su lugar fue ocupado por el club Sidecar, que aún sigue ahí
10 febrero, 2020 00:00Durante los años de la Transición, los barceloneses jóvenes y alternativos dividíamos nuestras noches entre bares de diseño y tugurios infectos que, sin saberse muy bien por qué, se ponían de moda. Mi favorito fue el Texas, en la calle Heures, junto a la Plaza Real, inaugurado en 1962 para atender a las necesidades etílicas y afectivas de los muchachos de la Sexta Flota norteamericana que recalaban en Barcelona.
Aunque empezó con conciertos de jazz y actividades más o menos culturales y respetables, la cosa degeneró rápidamente en un puticlub para gringos de uniforme. A finales de los setenta, la Sexta Flota ya no se dejaba caer por nuestra querida ciudad, el negocio de la carne languideció y el Texas se convirtió en un punto de reunión para piltrafas del arroyo a las que no se les permitía el acceso a abrevaderos más selectos.
Con esa atracción por la vida canalla que distingue a la juventud, el Texas se empezó a llenar de moderniquis que, a falta de un equivalente local del neoyorquino CBGB, entre ellos quien esto firma y su buen amigo Llàtzer Moix, actualmente adjunto al director de La Vanguardia (espero no causarle problemas laborales con esta revelación, aunque ya le falta poco para la jubilación). De hecho, el edificio donde estaba el Texas albergó a finales del siglo XIX la primera redacción del diario de la familia Godó, así que lo de que mi amigo Llàtzer lo frecuentara en su juventud puede considerarse un homenaje a la empresa a la que ha dedicado los mejores años de su vida.
Solíamos llegar muy tarde y muy cocidos a bordo de su destartalado Volkswagen escarabajo --en la guantera siempre llevaba el mismo libro de Apollinaire, por cierto, aunque nunca supe si se lo había llegado a leer--, y lo más complicado, nada más aparecer, era no caerse escaleras abajo, ya que el Texas estaba en un sótano. Como en el caso del CBGB, había mierda para parar un tren, y visitar los lavabos podía considerarse un deporte de riesgo.
Aunque ya no quedaban ni american sailors ni spanish hookers, el sudor de ambos colectivos parecía haberse quedado clavado a las paredes. Por eso no nos sorprendió que, en 1979, la señora Nati, fundadora del Texas, se jubilara y le cediera su antro a unos organizadores de conciertos de punk rock --el primero fue el de Último Resorte-- que lo convirtieron en punto de reunión habitual para punkies, aunque sin desalojar a las piltrafas del arroyo de toda la vida, gente capaz de convivir con cualquier ser humano, cosa (incluida la del pantano), vendedor de drogas o degenerado de cualquier tipo que se dejara caer por allí.
La alegría punk no duró mucho y el Texas chapó definitivamente en 1982. Su lugar fue ocupado por el club Sidecar, que aún sigue ahí y que en 2007 acogió un concierto de los reformados (musical y socialmente) New York Dolls. Por entonces, ni el amigo Moix ni yo practicábamos la vida canalla: hasta el Volkswagen había pasado a mejor vida. Y yo no recuerdo gran cosa de las veladas en el Texas, más allá de su cochambroso y, por consiguiente, acogedor ambiente y de que constituía una mugrienta y divertida alternativa a todos aquellos bares que competían por el mejor diseño de interiores de los locales branchés de Barcelona.
Cómo conseguí no destrozarme la piñata contra los empinados peldaños de la entrada es un misterio que aún no he logrado resolver, más allá de reconocer la evidencia de que Dios protege a los borrachos, sobre todo cuando son jóvenes y alternativos.