Steiner identificaba su idea de la civilización europea con los cafés. En la imagen, el  'Museum Coffee' de Viena

Steiner identificaba su idea de la civilización europea con los cafés. En la imagen, el 'Museum Coffee' de Viena

Filosofía

La Europa de George Steiner

Steiner celebró siempre el milagro de que, a pesar de Hitler, existiera una civilización europea. Su europeidad fue una forma de resistencia frente al totalitarismo

9 febrero, 2020 00:05

“El canto nos conduce a un hogar en el que nunca hemos estado”. Esta frase de Errata (1997), su ensayo autobiográfico, resume como ninguna otra la idiosincrasia de George Steiner, su particular forma de estar en el mundo interpretado. Su posición, a pesar de la mitificación hueca a la que le sometió el periodismo cultural en sus últimos años, fue siempre incómoda, heterodoxa e incluso marginal. Desde muy temprano, Steiner quiso apartarse de la lucha por la hegemonía académica que animó los debates teóricos después de la Segunda Guerra Mundial, asumiendo la tacha de impresionista arcaico con que le quisieron menospreciar muchos de sus colegas. Nunca terminó de sentirse en casa en ningún ámbito, haciendo del desarraigo el fundamento de su hermenéutica, pero de un modo que ya no podía escapar a las inevitables limitaciones de su tiempo.

La obra de George Steiner es el producto del desmoronamiento de la tradición europea acaecido en el siglo XX. A partir de cierto momento, todo juicio crítico responsable tuvo que obligarse a integrar ese hundimiento y a hacer de él la atmósfera de su discurso. En ese sentido, Steiner huyó de la tentación de impostar una seguridad teórica paralela y disolvente que camuflara el desastre (una palabra que, como él mismo solía recordar, remite a la caída de los astros), instalándose en el corazón del problema y orbitando en torno a su estallido como un espectador fascinado. El candor de su entusiasmo a la hora de comentar obras literarias y artísticas es un síntoma de esa especial actitud, siempre más cerca de la inocencia que de la incredulidad posmoderna, aunque en su caso, por supuesto, se trate de una inocencia final que antes de ver la luz atraviesa la interpretación para descubrir el texto sin la pretensión de sustituirlo.

Steiner se definió a menudo como un judío europeo y, como tal, deploró la pérdida de provisionalidad y tránsito apátrida que para su pueblo había supuesto la creación del Estado de Israel. Al igual que Walter Benjamin, se reivindicó como ciudadano del Libro y como Studierende, como estudioso y discípulo de muchos maestros, entre ellos de Gerschom Scholem, el gran especialista en cábala amigo de Benjamin. Steiner siempre lamentó no haber sido capaz de aprender hebreo (“una de las grandes barreras ante una de las fuentes de la humanidad”), cuyo estudio abandonó en favor del latín y el griego. Y, frente a Scholem, tuvo la valentía de reconocer y asumir que su maestro, cuando hablaba con él, en realidad echaba de menos a Peter Szondi, cuya potencia intelectual tantas veces le había recordado a la de Benjamin. Si nosotros admiramos en Steiner una talla irrepetible, él tuvo a su vez la humildad de saber ponerse a sí mismo en su sitio. Hubo en su solemnidad, en su grandilocuencia y a veces en su falta de sentido del humor un reflejo invertido de la pequeñez de nuestros tiempos.

Edición en catalán de La idea de Europa, el ensayo de George Steiner / ARCADIA

Edición en catalán de La idea de Europa, el ensayo de George Steiner / ARCADIA

La Europa de Steiner, ilocalizable y desperdigada ya por todo el orbe, está concentrada en los tres ámbitos a los que dedicó su obra. Siendo aún muy joven, publicó La muerte de la tragedia (1961), un estudio sobre el problema de lo trágico en la modernidad que antes había sido rechazado como tesis doctoral. Más que las conclusiones a las que llega, asombra en ese libro el dominio que ya entonces tenía Steiner de la literatura dramática occidental, desde los trágicos griegos, pasando por el teatro latino, la escena isabelina, el Grand Siècle francés, el barroco español, la ópera o las vanguardias. Ahí Steiner seguía operando, aunque con la menor intensidad que intuyó frente a Scholem, en el campo de estudio de Benjamin y Szondi. Y en el enigma de lo trágico –de eso que a partir del romanticismo se emancipa de la tragedia– se quedó ya para siempre instalado, incluso como forma de interrogación hacia la cuestión hebrea, singularmente antitrágica.

Su privilegiada condición políglota en lenguas vivas y muertas le llevó casi de forma natural al estudio de la traducción y, en general, de la naturaleza del lenguaje, siguiendo también en eso los pasos de Benjamin y su especulación en torno a la Ursprache conformada por la suma de todas las traducciones. Después de Babel (1975) es una obra muy ambiciosa, quizá su aportación más perdurable y consistente. En ese campo, además, se atrevió a contar con el complemento problemático de Heidegger, a quien supo reconocer como pensador esencial para la hermenéutica contemporánea y padre putativo de toda la deconstrucción posterior. La relación con Heidegger, nos dijo, es inevitable para cualquiera que quiera sumergirse en serio en los problemas de la interpretación literaria y lingüística de nuestro tiempo. La desmesura de su atrevimiento no tenía parangón en el siglo XX, como explicó en su monografía sobre el filósofo publicada en 1978, todavía ejemplar.

Como todos los judíos que trabajaron en su constelación, Steiner mantuvo una relación ambigua con Heidegger, fascinado por su magisterio y a la vez repelido por su silencio después de la guerra, en el que al mismo tiempo no dejaba de reconocer una extraña e inquietante coherencia. Lector entusiasta y divulgador en el mundo británico de Paul Celan, Steiner le aguantó toda la vida la mirada al viejo rector de Friburgo, buscando alguna respuesta a ese enigma, a algo que después de todo también había quedado más allá del lenguaje. Y de esa cuestión, con una insistencia a veces exasperante, extrajo otro de los ejes fundamentales de sus investigaciones. Steiner se pasó la vida preguntándose por qué las humanidades no humanizan. Por qué, clamó en una impresionante conferencia pronunciada en Ámsterdam en 2010, la gran música no puede decir no ante las atrocidades. Fue en ese sentido un gran moralista, consciente de la necesidad ética que muchas veces desborda el alcance de los mayores logros artísticos, filosóficos y aun científicos, puesto que también atendió de forma constante y curiosa los avances y los interrogantes de la ciencia, maravillado por sus desafíos y prevenido por la advertencia de Heidegger de que “la ciencia no piensa”.

Steiner solía decir que no había abandonado Europa para no darle la razón a Hitler. A pesar de toda la destrucción y del extremo inefable de la Shoah, siempre celebraba el milagro de que aún existiera una civilización europea. Su europeidad era en ese sentido una resistencia frente a toda forma de totalitarismo, el mismo que aún veía triunfar en el creciente empobrecimiento del lenguaje, ya fuera en Alemania, en Inglaterra o en Estados Unidos. Al inglés internacional lo llamó un “esperanto industrial”, el primer síntoma de que nuestra civilización se estaba convirtiendo en una especie de provincianismo global. Frente a ese avance de un dialecto tecnológico, nunca dejó de glosar la grandeza de todas las lenguas, incluso de las más remotas, con su particular experiencia del tiempo, equiparando la progresiva destrucción de la fauna y de la flora con el aniquilamiento de las distintas posibilidades verbales. Y a la vez abominó siempre de toda forma de nacionalismo, recordando que somos unos invitados a la vida y que el mundo entero es un exilio.

Quizá por su obsesión con el lenguaje y el silencio, Steiner terminó más cerca de la música que de la Biblia. La música, decía, no puede mentir y es un arte más antiguo y extendido que la literatura. A ese respecto citaba siempre a Levi-Strauss: “La invención de la melodía es el supremo misterio del hombre”. Como Canetti, Steiner comprendió que la masificación del planeta y la mecanización de la vida harían de la música el último refugio de la espiritualidad. Como judío, y a pesar de su personal descreimiento, fue un verdadero krank an Gott, según la expresión de Karl Barth, un enfermo de Dios. Sus preguntas finales tenían que ver sobre todo con la preocupación por un mundo que ya no oyera el mysterium tremendum del que habló Nitezsche refiriéndose a Tristan e Isolda. Y con esa pregunta nos ha dejado, librándonos a la tarea de seguir manteniendo con vida la conversación con los muertos.