Violeta la Burra, durante una actuación en su juventud / DIGITAL TRANSGENDER ARCHIVE

Violeta la Burra, durante una actuación en su juventud / DIGITAL TRANSGENDER ARCHIVE

Letras

Cómpreme usted este ramito

Violeta la Burra llegó a Barcelona a los veinte años huyendo del campo andaluz y en busca del triunfo como cupletera; y lo logró en parte, actuando en diferentes garitos locales

3 febrero, 2020 00:00

No volveremos a cruzarnos con Violeta la Burra por las calles del Ensanche barcelonés, donde solía patrullar por las inmediaciones del Dry Martini de Javier de las Muelas vendiendo (o intentándolo) florecillas a los noctámbulos. Con la edad, Pedro Moreno (Herrera, Sevilla, 1936 – 2020) había dejado de ser un mamarracho más de la corte de los milagros de Nazario durante la Transición para convertirse en una señora mayor un tanto desvencijada, pero muy digna y pulcra. Con Violeta desaparece uno de los últimos personajes secundarios de la Barcelona cutre y alternativa de los años 70. La precedieron otros destacados miembros de la ilustre banda de piltrafas del arroyo, como diría Makoki, que vivieron sus años de oro durante esos cinco cursos que transcurrieron entre la muerte de Franco y la llegada de Pujol.

Nazario tenía en aquella época un pie en el cómic underground y otro en el lumpen gay de la Rambla, lo cual le permitía cultivar la amistad de Mariscal, pero también la de curiosos personajes como Ocaña, Violeta, Paca la Tomate, Camilo -el único que iba disfrazado de hombre en sus paseos con Ocaña colgado del brazo y enseñando el culo a las primeras de cambio- o su novio eterno, el gran Alejandro Molina, cuya simpatía solo era equiparable a su vagancia (aunque le salían muy buenas las lentejas y no se perdió ni una sola de las clases de jardinería que le financió Nazario). Muertos Ocaña, Camilo y Alejandro y desaparecida Paca la Tomate, voluntarioso travelo con cuerpo de estibador del que no he vuelto a saber nada, solo quedaban vivos Nazario (que es tan inmortal como Keith Richards) y Violeta, reciclada en violetera.

La verdad es que, en su momento, era algo imprudente acercarse a esa pandilla, que Nazario se traía a las inauguraciones tras cocerse todos a conciencia. Dados a protagonizar espectáculos alternativos o simplemente bochornosos, te obligaban a mantener las distancias porque, en cuanto te descuidabas, el que no te estaba tocando el paquete, te había metido la lengua hasta la campanilla: ejercían de maricona desatada las veinticuatro horas del día y cantaban como almejas en el sector artístico-creativo de Nazario, donde no se enteraban de nada y tanto les daba. En sus escasos momentos de sobriedad, Nazario era la persona amable y ponderada que es en la actualidad, desde que dejó de beber; los demás no sé dónde se metían, pero era evidente que en entornos que yo no frecuentaba.

Esos fueron los glory days de Violeta la Burra, que llegó a Barcelona a los veinte años huyendo del campo andaluz y en busca del triunfo como cupletera. Digamos que lo logró en parte: actuó en diferentes garitos locales -como el Barcelona de Noche- y hasta llegó a pasar un par de años en París actuando en el centro de esparcimiento gay Le paradis latin. Confieso que no le vi actuar jamás, pero sus números tenían fama de atrevidos, lo cual, en aquellos años caóticos, permite intuir todo tipo de atrocidades de tinte sexual: alguien que atiende por Violeta la Burra no engaña a nadie.

El tiempo no se portó excesivamente mal con Violeta/Pedro. Ni con Nazario, que es ahora un hombre mayor, sobrio como una colegiala, que, desaparecido su señor Hyde particular, ejerce de tipo encantador y memoria viviente de una ciudad que ya no existe. En sus últimos años, Violeta vestía con discreción y, a cierta distancia, podía pasar por una mujer de edad provecta que intentaba completar su magra pensión con la venta ambulante de flores (negocio que, en Barcelona, está en manos de hombres del Pakistán, no me pregunten por qué). Perdido el gusto por la provocación de sus años más o menos mozos -la verdad es que en la era underground ya nos doblaba la edad a todos-, Violeta se había convertido en una amable violetera que emitía comentarios amables sobre el tronío de los caballeros y la belleza de las damas en vistas a endilgarles el ramito.

¿Extraña forma de vida? No más que otras aparentemente más respetables, como la de presidente de la Generalitat o la alcaldesa de Barcelona.