Una colección de dinosaurios en miniatura / C.G.

Una colección de dinosaurios en miniatura / C.G.

Letras

Variaciones sobre el dinosaurio de Monterroso

La obra del escritor centroamericano, compuesta por maravillosas miniaturas narrativas basadas en la tradición clásica, contiene una riqueza que trasciende a su cuento más famoso

3 septiembre, 2019 00:00

Dejen en paz al dinosaurio. Cárguenselo de una vez. Que cuando despertemos deje de estar ahí. Políticos, tertulianos y periodistas de todo pelaje y condición siguen citando sin parar el microrrelato "El dinosaurio", del tímido Augusto Monterroso (Tegucigalpa 1921-México Distrito Federal, 2003) a la mínima que pueden, sin importarles nada más de su obra, sin ni siquiera –me temo– entenderlo del todo. Eso sí que es apropiacionismo y no lo de Rosalía. Érase un hombre a un dinosaurio pegado. Érase un dinosaurio superlativo que ocultaba una obra de formas breves pero profundas, llena de ironía, clasicismo y buen humor. 

“Los amigos del barrio pueden desaparecer/ pero los dinosaurios van a desaparecer”, cantaba el músico Charly García en el 83, un temazo que denunciaba la tragedia de las desapariciones de la dictadura militar de Jorge Videla. El de Monterroso, publicado en el 1959, no pilló la indirecta. También el escritor Hipólito G. Navarro intentó acabar con él mediante el cuento que cierra su libro de relatos Los tigres albinos: “El dinosaurio estaba ya hasta las narices”. Tampoco tuvo éxito. Este artículo pretende participar de este linaje que aboga por la extinción del monstruo. A modo de canje o compensación, proponemos un somero viaje por algunas de las otras obras de Monterroso. Relatos, ensayos y diarios, repletos de imágenes brillantes, reflexiones originales, no contaminadas todavía por el tufo del topicazo, libres de polvo y caspa, a las que citar con ahínco y originalidad.

Augusto Monterroso nació en Tegucigalpa, capital de Honduras, aunque él siempre se consideró guatemalteco. Fue en una imprenta. O mejor, en el piso de arriba de la imprenta donde el padre se dedica a fundar delicadas y efímeras revistas literarias con las que dilapidar la fortuna familiar de su esposa. Si con estas piedras no bastara, el padre añade a la sangría económica los gastos habituales de la vida bohemia. Desde pequeño, dicen, Monterroso, fue pequeño. Es conocido que el poeta clásico Horacio también era bajito. Que Giacomo Leopardi no llegaba al metro treinta. Pareciera que las musas se sienten mejor en los esqueletos breves. Caprichosamente, o no, sus obras también lo serán. Breves e inspiradas.

El joven Monterroso se convirtió en un gran lector. Como en su época no existían tantos libros con dibujos para niños, ni revistas infantiles, uno se enfrentaba a los libros tal cual eran. Así se suceden los primeros acercamientos a la gran literatura. Transita el terror en el infierno de Dante. Conoce El Quijote mediante las ilustraciones de Doré. Aprende a leer los pies de los grabados. El Quijote, como el amor renacentista, le entra a uno por los ojos y se queda allí para siempre. Impreso en la mente infantil. Más que adelantarse, Monterroso parece que se atrasó a su tiempo. Por eso su obra tiene ese aire clásico. Por eso sus textos contagian esa fiebre por conocer y leer a los antiguos maestros. Son máquinas de intertextualidad y deleite. 

El escritor Augusto Monterroso

El escritor Augusto Monterroso.

Durante la primera adolescencia, Tito y familia se mudan a Ciudad de Guatemala, capital del país de origen del padre, donde nuestro autor se siente como en casa. “Para quien en un momento dado decide que va a ser escritor, no existe diferencia alguna en haber nacido en cualquier punto de Centroamérica, en Dublín, en París, en Florencia o en Buenos Aires. (…) El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es igual en cualquier parte: sólo se amplia si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse, físicamente o con la imaginación.”

Pero en poco tiempo sucede una tragedia. El padre fallece y las penurias económicas familiares se agudizan. El joven, a los quince años, debe dejar la escuela y buscar sustento. Lo encuentra pronto. Trabaja de cuatro de la mañana a seis de la tarde como contable en una carnicería. Apenas tiene un día de fiesta en todo el año: el jueves santo, cuando el dogma católico dicta que está prohibido comer carne. Pero las cosas, como en la mayoría de los textos del guatemalteco, no son del todo como parecen. 

Monterroso, antologíaAllí, de manera extraña, entre libros de contabilidad, como Franz Kafka, Monterroso encuentra el modo de seguir con su vocación lectora. Resulta que justo al lado de la oficina se ubica la Biblioteca Nacional de Guatemala y el joven Tito, después de su jornada, se encierra allí para leer como si no hubiera mañana. “En los países subdesarrollados las bibliotecas son tan malas, que los libros que tienen son muy buenos”, aseguró él mismo en uno de esos aforismos al aire con los que adornaba sus entrevistas. Es decir, al no disponer de fondos económicos para comprar novedades, la biblioteca está llena de los clásicos que los viejos próceres legaban a sus anaqueles. Como Tito tampoco tiene un quetzal para gastar en libros, no tiene más remedio que leer lo mejor de la tradición occidental de forma autodidacta. Base fundamental de su posterior obra. La riqueza de la pobreza. 

Allí, de manera extraña, entre libros de contabilidad, como

Monterroso crece rápido y poco y a los diecinueve publica sus primeras prosas en periódicos y en la revista Acento. Muy pronto, ay, tiene problemas con el dictador guatemalteco Jorge Ubico. Sanguinario tirano tropical a caballo que prohibió el uso de la palabra “obrero”. Es famosa la anécdota que recoge Ullán en el prólogo del volumen recopilatorio Cuentos, fábulas y lo demás es silencio (Alfaguara) en la que cuenta cómo su noviecita de aquel entonces ve a Tito ejecutar una pintada en las paredes de la ciudad con la leyenda revolucionaria y juguetona: “No me ubico”. Juegos verbales y denuncia social en un solo graffitti. A ver si Banksy aprende. Junto a otros jóvenes intelectuales firma también el Memorial de los 311, en el que se pide la renuncia del dictador. El tirano cae, los jóvenes se alegran y fundan un diario. Pero la dicha es corta. Otro más fiero lo sustituye y los envía a la cárcel.

Monterroso se exilia entonces a México en 1944 con un jersey y los ensayos de Montaigne como único equipaje, donde es bien recibido en el mundo cultural. El D.F. bulle de refugiados que huyen de los dictadores de toda América. También están los europeos perseguidos por el nazismo. Conoce al nicaragüense Ernesto Cardenal y a los mexicanos Rubén Bonifaz Nuño y Rosario Castellanos. Pasea con un joven Juan Rulfo todavía novel por las calles del centro. Trabaja en la Editorial Séneca con José Bergamín como corrector de pruebas. Durante unos años desempeña también un humilde puesto en la embajada de Guatemala en México a petición del nuevo gobierno de su país. 

Después viaja y vive en Chile y se exilia de nuevo a Bolivia. En 1956 vuelve definitivamente al D.F. No ha publicado todavía ningún libro. Ya va siendo hora. Se resiste a lo que le aconsejan los amigos. Tiene un gran respeto a la letra impresa. Hay grados, dirá él: “No publicar, no escribir, no pensar. Existen también otros que recorren otro camino en sentido contrario: no pensar, escribir, publicar”. 

Descubre que todo escritor se enfrenta a cuatro enemigos: el poema, la novela, el ensayo, el cuento y el reportaje. Va a luchar con ellos. Como piensa que el enemigo más pequeño es el cuento empieza por ahí. Y exagera la cosa hasta límites insospechados. No publica, pero escribe en las servilletas, en los trenes, hablando con los amigos. Sus modelos son los autores latinos. Estos eran los reyes de sátiras en verso, como Horacio. Los fabulistas, como Fedro o Esopo. Se acostumbró así al laconismo. Utiliza una idoma español que es casi latín. Con una perfección insondable, gracianesca, ejemplo de concisión y brillantez. En México termina de hacerse escritor y publica sus once libros, el equipo titular de una selección maravillosa. No muchos, tal vez. Todos necesarios. A publicar el primero, a los treinta y ocho años de edad, lo obliga su amigo Enrique González Casanova que dice que le va a despedir de su nuevo cargo en la universidad si no le entrega los cuentos que tiene dispersos por ahí. 

“Entre el miedo a publicar  su primer libro de cuentos y el hambre de mi hija, venció este último”. Así que armado de tijeras y pegamento, en un corta y pega preword, Tito monta, a modo de collage, su primer libro de cuentos. Se titula Obras completas (y otros cuentos). El título ya contiene una bomba lapa de humor adosada a sus bajos. Es capaz de discriminar al lector desde el propio inicio. Sus escasas ciento y pico páginas en absoluto corresponden a unas obras completas. La resolución por el acertijo la descubrimos cuando leemos que uno de los cuentos se llama precisamente “Obras completas”. 

Allí, en esa primera obra, ya está todo Monterroso. A saber: cuentos que se quedan en la memoria, que demandan relecturas gozosas y ganas de compartirlos con todos nuestros amigos lectores. Prueben si no a leer “El eclipse” o “Mr.Taylor” o “Vaca”.  Antisolemnes, maravillosos.

Diez años después Monterroso suelta otro clásico: “La Oveja negra y otras fábulas” donde riza el rizo del clasicismo y el humor poniendo al día la tradición de Esopo en fábulas modernas. Sin moralejas claras. Llenas de lirismo y cachondeo. Allí encontramos a un mono que quiere ser escritor satírico y a la mosca que soñaba que era un águila, entre otros. Lean solo uno y disfruten:

“En un país existió hace muchos años una oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura”.

No me digan que no merece la oveja tanta fama y popularidad como el dinosaurio. En el donoso escrutinio de su obra nos quedamos con todo, con los ensayos personales y misceláneos de La palabra mágica, con la honestidad del diario de La letra e, con las memorias de Los buscadores del oro. Con la antología de citas sobre moscas en Movimiento Perpetuo o su antinovela Lo demás es silencio

Su obra fue un secreto a voces entre los buenos lectores durante algún tiempo, pero ahora descubrimos que, poco a poco, su legado va desapareciendo de las librerías. No dejemos que pase. Junto con Juan Rulfo y Jorge Luis Borges conforman el trío de la miniatura genial. Monterroso es víctima, aunque él no lo vería así, de una doble marginalidad. La del género de sus prosas y la de pertenecer a unos países sin mucho peso específico en la bolsa de la Academia. Sus cuentitos, de alguna manera, quedan ocultos tras los grandes novelistas del boom. Además, tampoco en sus libros aparece mucha selva frondosa ni mariposas amarillas. Algo de eso cambia, no mucho, en los últimos tiempos con la llegada a nuestras mesas lectoras de los magníficos libros de los guatemaltecos Rodrigo Rey Rosa y Eduardo Halfon.  

(Perdonen una última confesión personal. Hubo un momento en el que tuve el mejor trabajo del mundo. Me encargaron la tarea de seleccionar los textos para una antología del escritor guatemalteco. Era imposible fallar. Eligiera lo que eligiera. Tramamos una treta con el editor Jaume Bonfill, en nuestra selección no incluiríamos al dinosaurio, nos parecía que ya estaba bien de que el bueno de Tito solo fuera recordado por eso. Nuestra sorpresa, después de la publicación, fue comprobar cómo un par de articulistas culturales, que se suponía que habían leído el libro de cabo a rabo, lo hacían aparecer de nuevo en sus reseñas. En fin. Parece irreductible. Que no lo sea. Ahora yo también me siento bien, un Tom Wolfe, ya estoy terminando este artículo).