Arturo Fernández: el hombre de terciopelo
La carrera del actor asturiano, que encarnó el prototipo del galán de alta comedia según el estilo de la vieja escuela, ha perdurado en los escenarios durante setenta años
18 julio, 2019 00:00Del cuello camisero y de los puños doblados, Arturo Fernández hizo reliquias. Nadie se lo discutió, aquel sábado frente a su cuerpo yacente, cuando miles de personas desfilaron por delante de su capilla ardiente en el Teatro Jovellanos de Gijón. En sus comedias, convertidas en obras maestras a pie de calle y entre vecinos, supo ser siempre el hombre ausente para evitar una pelea entre dos de sus amantes. Menudeaba como un mago escondiéndose entre mujeres, suyas o de otros, como aquel arquitecto que huía de sus parientes persiguiendo a una rusa, desde la Italia tudesca hasta las grandes praderas de la depresión de los Urales, en busca de un iris diamantino. Así se cuenta en la película Ojos negros, cinta bellísima de baños termales y camisas de blanco opalino, dirigida por Nikita Mikhalkov, con Silvana Mangano, Elena Safonova y Marcello Mastroianni, el hombre estático, asombrado ante la belleza.
Llevó la escena en la sangre y supo dejarse la ambigüedad colgada en el perchero, que no es poco. De palabra se situó en las antípodas de la liberalidad que exigían sus mejores papeles. La actriz Carmen del Valle ha explicado estos días que la última función de Arturo tuvo lugar el pasado mes de marzo en el Teatro Campos Elíseos de Bilbao, cuando ya estaba “muy malito”. Actuaban ambos en Alta Seducción y poco después de su paso por Madrid, el actor dijo aquello de que las “comedias de hoy huelen a cocido”. A muchos nos revolvió el pasado hasta vernos de pronto en la imagen metaforizada de Comedia ligera, la novela de Eduardo Mendoza, una zambullida cervantina en la Barcelona reciente, arrancada del Paralelo y del Maresme veraniego, con Matías Colsada, Tania Doris y el el gobernador Acedo Colunga.
Formaron un trío, más fotogénico que real, en el que la ciudad canalla se mostraba atenta a los prófugos noctámbulos huidos de Sant Gervasi hasta el no man´s land, los permisos gubernativos, pellizcos en las nalgas y censura. Un revoltillo de señoritos, bellas damas, bebedores crepusculares, guardias y serenos con los preceptos del antiguo Orden Público pegados en la frente. La otra cara de las comidas de letrados en La Puñalada, cita de caldos golosos, o en el Finisterre, de los clásicos riñones al jerez, con arroz blanco salteado en la sartén. Hoy, ambos restaurantes están cerrados y su memoria, arrasada por los vendavales del tiempo, solo se puede rastrear en las crónicas imponentes de Lluís Permanyer.
Arturo fue muy querido por la Barcelona de “tres informes y cuatro decorados”, descrita mucho antes por Santiago Rusiñol –el teatro es eterno, no computa el tiempo– en su pieza sarcástica Gente bien. El actor llegó a cumplir 90 años, pero no era una pieza de museo, sino la recreación reiterada de la escena con el humor blanco, que disfrutaron en las plateas del Poliorana y del Romea, los Masriera, Montaner i Simón o Batllò, descendientes de aquellas dinastías industriales que habían levantado el Eixample del alcalde Rius i Taulet.
De hecho, conservó siempre intacta su pegada en Barcelona porque conocía el paño. Las tribunas de ganchillo y el té de media tarde volcadas sobre las aceras, con firma de arquitecto art decó, habían vuelto a la vida en los años del medio siglo. Repentinamente, dramaturgos como Alonso Millán, Jardiel Poncela, Tono Llopis o Miguel Miura, tocaron de nuevo el cielo con títulos de un clásico reventón, al estilo de El cianuro… ¿Solo o con leche?, Pecados conyugales, Mayores con reparos o Juegos de sociedad. Y en este humus renacido germinó la vis cómica interminable de Arturo.
El teatro ligero gustaba a un público numerosísimo al que los críticos llamaron sin compasión la cultura popular. El divorcio se haría mayor, cuando estalló la revolución estética de las vanguardias –en pintura (Dau al Set, contado en letras de molde de Cirici Pellicer o Eduardo Cirlot), en arquitectura y jardinería (Correa, Ribas Piera, Bofill), en música (fin real de la posguerra y regreso del Palau y del Liceu a velocidad de crucero), en literatura (Marsé, González Ledesma, Barral y otros)–, que acompasó la vida de la ciudad hasta entrado el actual siglo. En los años del remolino, la ciudad dio para un Sartre devastador, como A puerta cerrada (dirigido por Marsillach), y un pase de Pecados conyugales.
Se ha dicho que Arturo ha sido uno de los pocos arquetipos de la ficción española que aguantó bien el paso de los años del plomo a la democracia abierta, acompañado de Fernán Gómez (el emblemático marfileño se retorcería hoy bajo su mausoleo), José Luis de Vilallonga, Juan Luis Galiardo, Pedro Osinaga o Carlos Larrañaga. Personalmente no lo veo así. Arturo hizo de galán por descarte, pero nunca encontró un papel de desarrollo dramático al estilo de los que pilotaron en Italia la trayectoria de Marcello Mastroianni, desde La dolcce vita de Fellini hasta su último personaje, en Sostiene Pereira de Roberto Fenzoano. ¿Por qué nadie intentó aquí llevárselo a un rol semejante como hizo Etore Scola con Marcello y la Loren? ¿Por qué nadie le sacó el terno ajustado y lo embozó en el traje raído de un perdedor?
Lola Herrera nos diría ahora mismo que Arturo no lo hubiese permitido; hablaba de la alta comedia como género y no le faltaba razón, pero tal vez le sobró el sujeto. Herrera trabajó con el actor días y días en la grabación de la serie La casa de los líos, éxito atronador, y el cariño de la actriz por su hermano de guion desbordaba hasta el punto de que la gente, delante del televisor, daba por hecho que ambos improvisaban. Era fácil creerlo porque, al fin y al cabo, él siempre deambuló sobre el fiel que separa el derrumbe y la broma existencial. La serie se mantuvo cuatro temporadas en antena y por todas partes se remedaba el chatina.
Después, TVE trató de repetir la experiencia del canal privado en Ni contigo ni sin ti (con Osinaga) y se pegó un trastazo. Su carrera ha durado casi setenta años. “¿Qué papel te gustaría hacer que no has hecho?”, le preguntaron. “Me pega el de Otelo, pero si me tengo que maquillar de negro, entonces iba a estar más pendiente de que el maquillaje no me manchara la camisa que de mis frases”. Algunos dirán que su humor era empalagoso, pero es tan inexacto como no entender la comicidad de payasos como Colombaioni o de Gabi, Fofó y Miliki, superadas todas las comparaciones de estilos diametralmente opuestos, pero igual de vivos.
La broma evidente que practicaba Arturo es un género, diría más, es una cultura en sí misma, practicada en todas las orillas del Sur; es algo así como el chiste sobado que te contaba mil veces el tío loco que venía a comer a casa, cuando eras niño; el pariente en cuestión acababa haciendo el juego de manos más facilón que jamás haya existido, pero todo el mundo se reía con ganas sobre la caricatura que él creaba de sí mismo. En un momento de su carrera, Arturo decidió aprovechar su popularidad para sacar una colonia masculina. La llamó Classe y en su presentación estampó esta frase: “No apto para menores”. Nada más trillado pero, dicho con el candor gamberro de Arturo, funcionó y arrancó torrentes de carcajadas. ¿Por qué? Nos habíamos acostumbrado a que en el escenario, debajo de su máscara entre satírica y burlona, él mostraba el corazón aherrojado de un actor que quiere gustar.
Arturo Fernández, refractario a la ideología, se mostró siempre como un hombre de derechas subidas de tono, coto vedado de la sinrazón, en contra de la izquierda charcutera; y tuvo momentos de enjuague dignos de mención, como cuando lanzó un alegato histórico contra las manifestaciones: “Cuando se sale a la calle, coño, ¡sal con gente guapa! ¡Porque en las manifestaciones no he visto yo a gente más fea, me cago en la leche! ¿Cómo es posible? ¡Yo a estos no los veo por la calle! ¿De dónde los han sacado?”. Es conocido que se pronunció contra Podemos y lo hizo con especial encono respecto al alcalde de Cádiz, ciudad a la que se negó a llevar un estreno de su compañía: “Donde está Podemos yo no voy. A mí me caen fatal, me caen como una patada en el hígado, para qué vamos a engañarnos”. A muchos no nos gustará, pero aquella ruptura estética encuentra ahora justificaciones de matiz relevante, en plena galaxia eterna de la investidura.
Más adelante dijo que Pablo Iglesias era un hombre inteligente. Y casi de inmediato mantuvo la moderación en el programa En tu casa o en la mía, frente a Bertín Osborne, un hombre bautizado de intelligentia, a través de la educación, como escribió el exquisito arquitecto barcelonés Óscar Tusquets en un libro de perfiles en el que el cantante acompañaba a Salvador Dalí, entre otros. En el prólogo de Amables personajes (Acantilado), Tusquets justificó aquella inclusión que no necesitaba apostillas porque la educación es el mejor envoltorio de la tolerancia. Y en aquel encuentro fue cuando la pareja del actor, Carmen Quesada, lo clavó con exactitud femenina: “Arturo es de terciopelo por dentro”.