Retrato de Lord Byron/ THOMAS PHILIPS

Retrato de Lord Byron/ THOMAS PHILIPS

Letras

Días y noches de lord Byron

Los diarios del poeta inglés, traducidos por Lorenzo Luengo para Galaxia Gutenberg, nos descubren el 'patio interior' de la intimidad del autor del 'Don Juan', incluidas sus lecturas

25 octubre, 2018 00:00

Dos lores marcan la historia de la poesía inglesa en el siglo XIX. Ya en la segunda mitad del siglo, lord Tennyson, uña y carne con el Imperio Británico y los ideales que representaba en los tiempos en los que este era tan orondo, aun perdidos los Estados Unidos, como el perímetro de la reina Victoria. En la primera mitad, lord Byron fue bandera de libertad que abogó por la república como forma de gobierno (se felicitó de que América del Norte y la del Sur hubiesen optado por ella y ya no dependieran de los tronos de Londres o de Madrid) y que bregó físicamente, sobre el terreno, en la lucha de Grecia por su libertad.

Tennyson escribió desde la comodidad de su mansión sobre la guerra de Crimea y la carga de la Brigada Ligera en Balaclava; Byron se fue a Missolonghi y desde allí, gravemente enfermo en circunstancias introducidas en el último de sus diarios, murió en loor de mito, que es mejor aún que el de multitudes (bien que su funeral al llegar sus restos a la patria fuera apoteósico, un cortejo seguido por miles que colapsó las calles junto al Támesis).

Tennyson cantó los héroes caballerescos en sus idilios artúricos; Byron, la rebeldía bronca de villanos como Caín o Manfred. De esa rebeldía, de ese ser él mismo, un tanto luciferino, dan muestras por lo que respecta a su persona los diarios que en diferentes ocasiones llevó (a menudo en los viajes) y que su dilecto amigo Thomas Moore transcribió y editó a su muerte.

Habían sido ya traducidos al español en 2008 por Lorenzo Luengo, que vuelve --traitore por traduttore, pero de los buenos-- ahora al lugar del crimen (Galaxia Gutenberg, 2018, en edición cuidada por el anglista y poeta Jordi Doce). Uno se asoma al balcón que da al patio interior de la intimidad de Byron y, cuando a él le place y no cae en la indolencia, lo ve anotar su día a día (cabalgadas, tiros que pega, lecturas, composición de poesía o drama, lances amorosos, agitaciones políticas). 

Byron Diarios.

Byron Diarios.

También se tiene aquí el privilegio de ver cuáles eran sus lecturas, y se comprueba que el autor de Don Juan era un políglota, aunque no gracias al estudio, sino al desenvolverse entre unos y otros, incluidos cocheros y gentes del común, de los que aprendía a maldecir y proferir palabrotas (el traductor emplea varias veces la palabra juramento, de la que se abusa en las traducciones del inglés).

Además del inglés, Byron leía en francés, italiano y latín, lenguas que además le servían para acceder a textos escritos originalmente en alemán, idioma en el que solo era capaz de soltar algún improperio. Pero, además, hizo sus pinitos con el español, el portugués, el árabe y el armenio; también se aplicó al griego, esto por imposición, en el colegio de Harrow (alternativa a Eton), periodo que recuerda en algunas entradas de las recogidas en este volumen.

Los diferentes cuadernos que integran el conjunto son: un diario londinense (1813-14), otro alpino (1816), un tercero de Rávena (1821) y el postrer de Cefalonia, de 1823 al año siguiente, cuando se abrochan las fechas de su peripecia en la Tierra. Con estas páginas, un diccionario que emprendió por cambiar la costumbre del diario y que, con cansancio alfabético, abandonó en la segunda entrada (Aberdeen), y unos “Pensamientos aislados” en los que hay reminiscencias, anécdotas, escolios.

Con un profuso epistolario, y unas memorias perdidas, la vida de Byron está en este diario intermitente, así como en los vislumbres de su personalidad que se traslucen en sus versos y escenas. Gran Bretaña tuvo diarios importantes que él conoció; por ejemplo, él mismo cita el de la vida de Johnson que fue consignando Boswell a lo largo de años con gran éxito que llega hasta hoy. 

Novelista premiado, Lorenzo Luengo firma una introducción extensa y documentada, a la que añade una pormenorizada hueste de notas y un comentario sobre su traducción. Hay que felicitarle por ella. Uno, en el colmo de la malicia crítica, solo ha sabido advertir un par de usos cuestionables: el “solía” por algún used to, para el que quizá es mejor emplear otra fórmula, y un aislado condicional donde se adivina un would que en realidad es más bien verbo volitivo, la expresión de un deseo. En todo lo demás, su trabajo brilla.

Presenta con naturalidad la escritura de Byron, y para ello tira de palabras españolas llenas de sabor y que, como la campana extractora de una cocina, extraen todo el humo del paso de la lengua extranjera a la nuestra y nos dejan, suculento, el manjar en el plato. Para botón, varias muestras: bullanga, majo, murga, peripuesto, remolonear, carteo, copazo. Son, huelga decirlo, acepciones que no aparecen inmediatamente en los diccionarios y que hay que rastrillar.

El resultado merece la pena, porque aportan vivacidad e inmediatez. Ha revisado, corregido, pulido. Con plasticidad, declara: “entre esta edición y la publicada hace diez años hay tantas diferencias como las que uno puede encontrar, por ejemplo, entre la imagen que le ofrece el espejo y la que arroja su propio retrato juvenil escondido en el altillo.” A Byron, siempre pendiente de su desaparecida juventud, aun siendo joven, le habría gustado esto.