Bolañesca
El escritor chileno, convertido 15 años después de su muerte en el nombre cósmico de la literatura en español, recreó el puzle de la vida en sus novelas fragmentarias
17 julio, 2018 00:00No está muy claro qué fue primero, si el malditismo literario –esa épica del ridículo, porque es absolutamente involuntaria– o el éxito sublime, que algunos confunden con el dinero y otros, los realmente inteligentes, con la posteridad, que es una mujer caprichosa y desconcertante. Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953; Barcelona, 2003) conoció ambas posiciones vitales, las dos situaciones básicas de la noria de la vida, si bien la segunda –llamémosle la cumbre– comenzaba recién a emerger del agua cuando ya no estaba en este mundo miserable, de donde se lo llevó una rara enfermedad hepática a los 50 años, una edad tan rotunda como inquietante.
Hace ahora quince veranos de su deceso, efeméride que editoriales como Alfaguara aprovechan para reunir su opera omnia –gracias a un acuerdo cuyas cifras marean– y el mundillo literario, esa hoguera intermitente de las vanidades, usa para reivindicar su figura y, de paso, celebrarse, a la manera del verso de Whitman. Lo advertimos de partida: nosotros no vamos a ser una excepción, si bien quisiéramos, más que repetir los juicios canónicos –Bolaño entró en la academia in articulo mortis sin haber dejado de ser el humilde vigilante sudaca del cámping Estrella del Mar–, simplemente diseminar algunas de las sensaciones que nos sugieren sus libros. Las hemos ordenado (es un decir) en tres digresiones, tres:
La muerte y el azar. Bolaño falleció el mismo día que Francisco Repilado, Compay Segundo, músico y maestro del tres cubano, que vivió en total casi cinco décadas más que el escritor chileno. Si traemos a colación esta coincidencia no es porque entre ellos hubiera relación alguna –que sepamos–, sino porque confirma una de las ideas que sobrevuelan casi todas las narraciones de Bolaño: lo azaroso de la existencia. ¿Cuál es la causa de que un hombre muera al cumplir el medio siglo y otro doble este cómputo? No lo sabe nadie. Las mentes cerebrales dirían que la enfermedad, pero ya sabemos que existen muchos tipos de dolencias, algunas incluso mortales, que tardan mucho tiempo en cumplir su tarea, que es matarnos.
En realidad, las distintas muertes de los hombres no tienen ninguna explicación. Ocurren cuando ocurren. Simplemente suceden. Es cada individuo quien trata de articular un relato donde aparezcan las causas y el fin de su existencia, no el destino. Nada está escrito. Somos nosotros quienes lo escribimos. El problema es que, como demuestra la depurada técnica de los obituarios, casi siempre insistimos en darle a la vida una linealidad, coherencia, una hipotética dirección. Hacemos una ficción de nuestra vida y un cuento de la ajena. Nadie garantiza, sin embargo, que esta práctica no sea más que un artificio. Es la conclusión que transmiten las narraciones de Bolaño: la vida es una incógnita, una interrogación que siempre se queda sin respuesta.
Roberto Bolaño, ante un mapa del mundo
Hasta para las existencias más trabadas llega un instante en el que los nudos de relato oficial se desvanecen y emerge el vacío. Si la vida es un caos donde no hay arquitectura que se sostenga ni sea perdurable –que es lo que Bertrand Russell decía que sucedía en el universo– la novela, esa expresión ficticia de la existencia, no tiene tampoco necesariamente que tener un orden lógico. Más bien debe ser una composición fragmentaria, deshilachada. Bolaño no inventó –a pesar de sus devotos– este concepto de novela. Podemos encontrar antecedentes en la retórica de la novela negra o en la prosa con infinitas variaciones de Cortázar. Sin ser original, es una práctica narrativa que Bolaño cultivó con éxito. En sus novelas pasan muchas cosas –el argumento convive con las digresiones ensayísticas, políticas o culturales– pero en el fondo dejan en el lector una extraña sensación de vacío, como si la interpretación que debería desprenderse de su lectura fuera imposible. En todas se percibe una resistencia por parte del escritor a dotar de sentido completo a hechos y peripecias. Y todas parecen ser frutos del azar. El mensaje es la ausencia de mensaje: esta vida no es una novela previsible.
Todos los Bolaños están en Parra. Desde que se convirtió en el último maldito ascendido al Parnaso del mainstream literario, sin perder por ello su condición de escritor para escritores, que es lo que empezó siendo Bolaño, se han escrito océanos de tinta sobre los secretos mecanismos de su obra, las claves de su carpintería literaria. En esta constelación de ideas hay de todo: piezas brillantes y los habituales estudios-en-clave-biográfica, como si la literatura consistiera en un mero trasunto de la experiencia. Está por desarrollar, sin embargo, una lectura en clave parriana de su narrativa. Existen algunos acercamientos, pero son superficiales. Nicanor Parra –es sabido– era el poeta preferido de Bolaño, aunque esto no es más que un dato de índole confesional. Lo trascendente es cómo la antipoesía (y su espíritu) contamina la literatura de Bolaño, probablemente con más intensidad que otras influencias, como Borges, Sergio Pitol o Vila Matas (estos dos últimos, su contemporáneos).
Al igual que la lírica de Parra es una antilírica, la narrativa de Bolaño tiene algo de contranovela, si no fuera porque el género –gracias a su versatilidad histórica– lo digiere casi todo. Si ustedes no han leído a Bolaño –los letraheridos, esas ninfas indignadas, no deberían extrañarse por esta afirmación– no esperen encontrar, obviamente, ni el patrón novelístico decimonónico, con sus ricas panorámicas sociales, ni tampoco la solemnidad de la literatura de denuncia social. No. Bolaño practica una forma de novela innovadora que en realidad es bastante antigua. La fragmentación del relato en un sinfín de historias y la multiplicación de las voces que cuentan existen, al menos, desde Cervantes, donde también aparecen otros ingredientes de los relatos bolañescos: el humor, la ironía, el prosaísmo y la intensa reflexión sobre la propia literatura.
Libros de Roberto Bolaño
La narrativa de Bolaño es vacilante. Igual que la vida e idéntica a la poesía de Parra, donde el sentido del poema no depende de las referencias, sino justamente de su vacío de sentido. En las novelas de Bolaño sucede algo similar: hay tantas trampas enunciativas como en los poemas de Parra, que hace hablar al poeta indistintamente como un demente o a la manera de un presentador de televisión porque lo que le interesa no es quien habla en sus textos, sino cómo habla y, sobre todo, lo que no dice del todo, sino de forma lateral. Parra empezó escribiendo a la manera de Lorca, después pasó a copiar a Whitman –con una elogiable capacidad mimética– y, tras descubrir a Kafka, se inventó el antipoema, que parecía el non plus ultra.
Había, sin embargo, más camino, pero exigía caminar sobre el aire. El poeta chileno desmontó por completo la estructura lírica heredada para terminar creando los artefactos, que son las esquirlas del primitivo objeto sagrado que conocemos como poesía después de su estallido. La búsqueda estilística de Bolaño es similar: las historias en sus libros –especialmente en las narraciones del ciclo 2666– se multiplican configurando un panorama confuso, evocativo, casi nebuloso. Hay quien dice que, al final, todas las piezas encajan como si la novela fuera un mecano. Nosotros pensamos que no terminan nunca de casar unas con otras. Lejos de ser un defecto, ésta es la aportación del escritor chileno: su libros son innovadores –unos más que otros– porque no resuelven todo. Son resultado de una búsqueda, la manera de expresar por qué un día –en Chile, o seguramente durante su adolescencia mexicana– un tipo decide apostar toda su vida a la carta de la literatura, eligiendo ser un pobre diablo. Las vidas de sus seres se desenvuelven por caminos extraños. Su existencia se asemeja al ludus, que es el lugar donde se entrenaban los gladiadores romanos antes de morir. Son excéntricos obsesionados con la literatura y lo literario, que es ese misterio que no sabemos definir pero todos reconocemos cuando lo contemplamos.
El realismo como conjetura. La literatura de Bolaño es voluntariamente antirrealista y, al mismo tiempo, realista. Semejante paradoja, que no es un juego de ingenio, sino un argumento que se sostiene en función de cuál sea el contexto en el que usemos el término, depende de qué entendamos por realismo. Si esperamos una réplica mimética del mundo que nos transmiten los sentidos, Bolaño no es nuestro hombre. Si, por el contrario, profesamos una interpretación del realismo más abierta, en clave intencional, como explica en un libro brillantísimo –Teoría del Realismo– Darío Villanueva, indudablemente las narraciones bolañescas son un reflejo (bastante exacto) de lo que es la existencia del hombre en el mundo posmoderno, donde no hay significados fijos.
Bolaño muestra en sus libros una actitud escéptica ante lo referencial. Sus novelas son como un sueño de la realidad, como diría Sergio Pitol. La realidad no es lo que vemos. Es lo que interpretamos a partir del mundo objetivo, que en realidad no existiría sin su manipulación subjetiva. Las criaturas de Bolaño sueñan que viven y viven cuando sueñan, igual que el protagonista de Las ruinas circulares de Borges. Los paisajes –como el famoso desierto de Sonora que los amigos de Altaïr Magazine han convertido en un ejemplo de cómo hacer periodismo expandido– son una doble metáfora de la soledad. Espacios que son reales pero cuya trascendencia literaria es simbólica, pues expresan el vacío espiritual que acompaña al hombre que busca.
Quince años después de su muerte, la obra de Bolaño se ha convertido en un diccionario de infinitas referencias; en algunos casos, en tendencia cultural; en otros, también en un producto editorial. Todo esto pasará. Más difícil es que se extinga la llama secreta que alimenta sus ficciones: esa imposibilidad de dotar de una lógica segura a la existencia salvo mediante el artificio literario. Las incertidumbres, en el fondo, son la única cosa cierta que tenemos en esta vida. Y el resto, como dice el verso de Verlaine, sólo es literatura.