El extraño caso de los lectores desaparecidos
Nuestra sociedad parece haber llegado al extraño consenso de que es deseable que nuestras criaturas lean con fruición, pero no parece que tengamos tan claro qué deben leer ni para qué
15 marzo, 2018 00:00Me temo que con los libros infantiles y juveniles --en realidad con todos-- pasa lo mismo que con las meriendas: no todas alimentan igual. No es lo mismo zamparse un Bollycao que una manzana. No tiene la novela de la última youtuber de moda las mismas vitaminas que Roald Dahl.
Nuestra sociedad parece haber llegado al extraño consenso --visto lo visto en nuestros hábitos posteriores-- de que es deseable que nuestras criaturas lean con fruición. Lo que no parece que tengamos tan claro es qué deben leer ni para qué. Diseñamos ambiciosos planes lectores en las escuelas de infantil y primaria; ilustramos carteles con lemas bienintencionados para su fomento --a veces pareciera que la mejor manera de animar a la lectura fuera que un no lector las publicite: un deportista famoso, una presentadora de la tele--, en las cada vez más numerosas bibliotecas públicas proliferan estupendas actividades, las librerías amplían la sección de libros infantiles con furor expansionista y programan clubes de lecturas y talleres de escritura para los más pequeños.
Supervivientes
El lugar común dice que una vez los tenemos preparados y en fila, a eso de los doce o trece años, teóricamente preparados para desarrollar un criterio literario propio e incipiente, le damos un leve empujoncito, les regalamos ese móvil robatiempo --o precisando: son ellos los regalados--, nos da pereza convencerles para seguir leyendo juntos, para que puedan despeñarse alegremente por el abismo de la desafección lectora como lemmings sobradamente alfabetizados.
Dice la leyenda que unos pocos sobreviven, probablemente amparados en algún paraguas, y en otros casos afortunados la muchachada vuelve a los libros cuando se acerca a la veintena. Muchos se habrán perdido para siempre.
¿Qué leen los niños?
Lo que olvida el mito de los lectores desaparecidos es qué pasa antes. ¿Qué leen nuestros pequeños? La mayor parte de la literatura infantil no es literatura. ¿Qué es?, te preguntas mientras en mi pupila etc. Pues una mezcla heterogénea y extraña, más Phoskito que batido de plátano. Un cajón desastre donde cabe de todo, a saber: melocotones gigantes de la mano de personajes mediáticos, biografías bienintencionadas de triunfadores económicos junto alguna adaptación del Quijote mutilada y en Pop-up, lo cursi y lo salvaje, lo comercial y lo mediático. Parece que en este caso se privilegia el canal por encima del contenido, dando por hecho que el simple hecho de leer es beneficioso. Cuanto más poder real pierde la literatura, más poder simbólico parece ganar. De aquí a unos años acabaremos comprendiendo que se puede aprender más, o ser más nutritivo, con el visionado de según qué películas o jugar a según qué videojuegos que con la mayoría de lecturas.
Una buena dieta lectora
Pero tampoco hay que ponerse exquisito o catastrofista. ¿En qué quedamos entonces? Una vez establecida la capacidad lectora debemos construir el espíritu crítico de nuestros jóvenes lectores, continuar el acompañamiento más allá de la primaria y atreverse conjuntamente a escalar libros ambiciosos. Si hacemos esto, siempre que se combine con una buena dieta lectora, una golosina de vez en cuando sentará de fábula.
Hace poco al preguntarle a un menudo lector cuál era su libro favorito me dijo que el especial de olores de Geronimo Stilton. ¿Por qué? ¿Acaso la trama? ¿Los personajes? No, me dijo sonriendo, porque rasco mucho para que apeste y lo utilizo como bomba fétida.
La bibliofilia sigue escribiendo recto con renglones torcidos.