La vigencia del Caso Padilla
El documental 'El caso Padilla', de Pavel Giroud, expone la "autocrítica" del poeta y narrador cubano ante el régimen castrista y que provocó el fin del idilio entre la revolución cubana y los intelectuales de todo el mundo
Cuba en la mirada. Oscura. ¿En qué momento? Esta semana se ha proyectado en la Casa de América el premiado pero nada comercial documental de 2022 El caso Padilla, de Pavel Giroud, director de cine de origen cubano-francés y residente en Madrid. Quien lo haya visto no lo podrá fácilmente olvidar.
Los lectores más jóvenes quizá no sabrán quién fue Heberto Padilla (1932-2000), ni que su caso produjo el fin del idilio entre la revolución cubana (1958) y los intelectuales de todo el mundo, que hasta entonces habían apoyado el experimento castrista como gran esperanza emancipadora del cono sur. Se quedaron, eso sí, apoyando a Castro –aunque avergonzadamente— algunos narradores excelentes pero de poca solvencia intelectual, como Cortázar y García Márquez. Ya se sabe que para ser un excelente novelista no es condición sine qua non ser inteligente, ni mucho menos es preciso ser honesto. Todavía hoy algunos literatos españoles viajan con frecuencia a Cuba para disfrutar de un tratamiento VIP por parte de la interminable dictadura. No diré nombres.
Heberto Padilla era poeta y narrador, políglota, se había formado en Rusia y en Estados Unidos, y había vuelto a Cuba, donde era figura destacada del aparato intelectual castrista, pero alimentando una disidencia interna que se manifestaba en sus encuentros de los escritores y editores extranjeros que visitaban la Isla y que cuajó en el poemario Fuera de juego, con el que en 1968 ganó el premio de poesía de la UNEAC (Unión de Artistas y Escritores de Cuba).
Un hombre que se humilla
Amparado por sus numerosos contactos internacionales y por ese premio que concedía el stablishment cubano, Padilla se creía poco menos que invulnerable, y habilitado para convertirse en una distinguida figura de la disidencia, una figura moral como lo había sido en la URSS Pasternak, que había obtenido –y tenido que rechazar, para evitar males mayores— el Nobel de literatura. Pero no fue así: Castro había detectado ya que la contestación intelectual podía roer su régimen, y después de algunas lecturas públicas de su siguiente poemario, titulado Provocaciones, Padilla fue detenido, su esposa también.
En el extranjero se publicó un manifiesto, firmado por las mayores luminarias de la época, empezando por Jean Paul Sartre, reclamando su liberación. Fue “el caso Padilla”.
El 27 de abril de 1971 el poeta expuso su autocrítica ante dos docenas de escritores. Duró más de tres horas. Fue grabada y es la base del documental de Giroud, y un documento no propiamente aterrador, como los juicios de Moscú, donde los jerarcas bolcheviques se autoinculpaban de traición y connivencia con el enemigo, para que se cumpliesen los designios del Partido –como último servicio a éste--, sino desolador.
Porque pocas cosas hay tan desoladoras como el espectáculo de un hombre que se humilla y se niega a sí mismo y se reprocha sus defectos de carácter o su exceso de ambición o su frivolidad no ya en un confesionario, al oído de un cura, sino ante la colectividad de sus semejantes. En realidad ya someterse a dar explicaciones es rebajarse, una coquetería inversa, una forma de pornografía moral. Esa actitud, aunque casi siempre motivada para evitar males mayores, para protegerse uno mismo o proteger terceros, es exactamente la contraria de la virilidad, de la dignidad personal.
Un fracaso moral
“Los que me han apoyado se deberían arrepentir”, cuenta Padilla, “porque yo seguía en mis argumentaciones enfermizas y negativas”. “Yo inauguré el resentimiento, la amargura, el pesimismo, elementos que son sinónimos de contrarrevolución”. Pasan las horas de la autocrítica, Padilla argumenta sus errores con no poca locuacidad y presunta convicción, suda copiosamente, bebe un sorbo de agua para tomar impulso, se pone a denunciar a sus amigos al tiempo que elogia su gran calidad humana y literaria… y si algo les reprocha es que hayan sido solidarios con él “en el pesimismo, en el derrotismo, en el resentimiento, o sea en la contrarrevolución”.
Despotrica contra su novela inédita, que estaba escribiendo cuando fue detenido, “En mi jardín pastan los héroes”, de la que dice que “afortunadamente nunca se publicará”. Una autocrítica tan exagerada parecía incluso incurrir en la parodia, y desde luego dio la voz de alarma en todo el mundo intelectual sobre el concepto de libertad de expresión que regía en la isla de Castro. Después Padilla pasó penalidades y castigos, acabó en el exilio y falleció en Estados Unidos.
Allí, antes de morir, publicó otros poemas y la novela “En mi jardín pastan los héroes”, aquella de la que en su autocrítica había dicho que cuando encontraba un papel en el que había apuntado un fragmento, lo arrugaba y arrojaba con rabia a la papelera, pero ¿para qué leer a un autor que se ha autodestruido de una manera tan infamante?
El “caso Padilla” quedó como un trauma, un parteaguas, una revelación. A mí personalmente me confirma de forma muy plástica que por norma general los reproches de pesimismo, de derrotismo, de resentimiento, las llamadas al asentimiento y al entusiasmo, aunque puedan ser motivados por humanísima pulsión de supervivencia, delatan un fracaso intelectual y quizá moral.