El filósofo Jean-Jacques Rousseau

El filósofo Jean-Jacques Rousseau WIKIPEDIA

Ideas

Jean-Jacques Rousseau, redactor de la LOMLOE

Las concepciones románticas de a educación, convertidas en la clave de la “equidad” para los pedagogos, no conducen a la felicidad solipsista, sino al más crudo y primitivo darwinismo social, que es la más básica y brutal de las desigualdades sociales

10 septiembre, 2024 13:03

Jean-Jacques Rousseau ganó el premio de la Academia de Dijon con su célebre Discurso sobre las ciencias y las artes en el año 175o. Su texto, no precisamente el más maduro de los que escribió, dejó patidifusos a los autores ilustrados que estaban intentando demostrar y afianzar tesis absolutamente contrarias a las suyas, a saber, por decirlo de manera reducida, que el cultivo de las artes y las ciencias debería reducirse a un cultivo de individualidades geniales estrictamente imprescindibles, y que su fomento y enseñanza no podía ser más nocivo para la sociedad, puesto que la vanidad y el ocio especulativo ablandaban a los buenos ciudadanos apartándolos de la virtud y el patriotismo. Es decir, que un proyecto educativo popular o democrático resultaría dañino para las costumbres de cualquier país, puesto que inmunizaría a los ciudadanos contra el hábito más o menos saludable de hacer el Bien.

Acerquémonos a esta cuestión, para examinar lo que realmente escribió Rousseau. El prefacio de su texto de 1750 parece todo lo que se publicó a favor de la LOMLOE y en contra del presunto academicismo o enciclopedismo educativo español: “En este discurso no se trata en absoluto de esas sutilezas metafísicas que han ganado todas las partes de la Literatura, y de las que no siempre están exentos los programas de la Academia; se trata de una de esas verdades que atañen a la dicha del ser humano”. Y es que, precisamente, se trataba de eso: de señalar la relación inversamente proporcional que existía entre la felicidad y el saber, exactamente igual que en los planteamientos curriculares de nuestras escuelas para la Felicidad.

Más adelante es más claro y concreto, y define con más precisión qué tipo de hombre es el que prefiere al vicioso y sofisticado que produce el refinamiento cultural: “El hombre de bien es un atleta que se place en combatir desnudo: desprecia todos esos viles ornamentos que estorbarían el uso de sus fuerzas, y que en su mayor parte sólo se han inventado para ocultar alguna deformidad”. Ahora bien, ¿combatir dónde? ¿Por qué combatir? Rousseau, el primer romántico, opina que la sociedad es un “rebaño” y que la cultura crea seres sin “genio propio”, sin individualidad, exactamente igual que nuestros gurús actuales cuando proclaman que la escuela “mata la creatividad”; pero claro, lo que no explican es que los contenidos académicos son sustituidos no por una especie de religión de virtudes civiles, sino por el currículum oculto del estándar digital. Actualmente, el estado de Naturaleza no comportaría un regreso a un salvajismo feliz, sino una oportunidad única concedida al Emocapitalismo para autoconfirmarse como única Naturaleza posible.

Portada de 'Las confesiones' de Rousseau

Portada de 'Las confesiones' de Rousseau

Pero volvamos al tema del “combate”. Continúa Rousseau: “Mientras las comodidades de la vida se multiplican, mientras las artes se perfeccionan y el lujo se extiende, el verdadero valor se enerva, las virtudes militares se desvanecen, y también es esto obra de las ciencias y de todas esas artes que se ejercen en la sombra del gabinete”. Es realmente sorprendente adónde va a parar: la verdadera virtud, el carácter auténtico es el del soldado. El guerrero que no se plantea nada, que asume sin chistar la fe del carbonero y se lía a garrotazos con quien haga falta para defender las “virtudes” y la simplicidad de las costumbres. En este punto empezamos ya a alarmarnos. No son pocas las voces que desde hace cuatro años alertan sobre los peligros de embrutecer adrede las sociedades europeas, que es lo que están haciendo las reformas competenciales, sin duda para reclamar la adhesión del ciudadano bienpensante que se debe ahorrar preguntas incómodas sobre desigualdades inducidas, políticas antiinmigratorias, proyectos poco confesables de expansión económica o ya, directamente, el colmo, ciertos tambores de guerra.

¿Fue un exabrupto aislado de Rousseau? ¿O, por el contrario, conformar un ideal humano de combatiente alérgico a los refinamientos culturales entraba en los planes explícitos del escritor suizo? Nos tememos que se trataba del segundo caso: “Carlos VIII se vio dueño de Toscana y del reino de Nápoles sin haber sacado apenas la espada; y toda su corte atribuyó esta facilidad inesperada a que los príncipes y la nobleza de Italia se entretenían más en volverse ingeniosos y doctos de lo que se ejercitaban en volverse vigorosos y guerreros. En efecto, dice el hombre sensato que refiere esos dos hechos históricos, todos los ejemplos nos enseñan que en la organización marcial y en todas cuantas le son semejantes el estudio de las ciencias es más propio para amollecer y afeminar los bríos que para afirmarlos y animarlos” (p.64).

Y a renglón seguido, añade: “Los romanos confesaron que la virtud militar se había ido extinguiendo entre ellos a medida que comenzaron a ser entendidos en cuadros, en grabados, en vasos de orfebrería, y a cultivar las bellas artes”, para concluir que la Italia de los Médici condujo de nuevo a los italianos a la ruina militar. ¿Qué otra conclusión podemos sacar? Rousseau  no está pensando en ideales republicanos, sino en modelos masculinos aguerridos y sobrios, que desprecian la cultura. Ya lo ha dicho un poco más atrás: Atenas es el camino hacia el vicio y la ociosidad; y Esparta su ideal de sociedad bien templada y dispuesta para las virtudes correctas y la pelea (p.49). Los germanos y los primeros persas eran pueblos puros, de costumbres rurales y patriarcales, y luego cayeron penosamente en la sofisticación y el vicio.

Rousseau también pensaba, sin duda, en las competencias sociales y la equidad cuando escribió esto: “¿De dónde nacen  todos estos abusos si no es de la funesta desigualdad introducida entre los hombres por la distinción de los talentos y por el envilecimiento de las virtudes? He ahí el efecto más evidente de todos nuestros estudios, y la más peligrosa de todas sus consecuencias. Ya no se pregunta de un hombre si tiene probidad, sino si tiene talentos; ni de un libro si es útil, sino si está bien escrito. Las recompensas son prodigadas al hombre culto, y la virtud queda sin honores” (p.67). ¡Oh, escándalo! ¡Leer un libro bien escrito, apreciar un cuadro magistral, preguntarse por la estructura de la sociedad o del universo! Rousseau también opina que hay demasiados libros, que la educación debe orientarse hacia otra cosa.

Al fin y al cabo, estudiar, conocer el arte, conducía a la desigualdad, tal y como piensan hoy los lomloístas… ¡Cómo se atreven a pensar por sí mismos los ciudadanos! ¡Qué atrevimiento y qué grosería imperdonable! Lo escribe bien claro: ¿Dónde queda el premio para la virtud? “Tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores; no tenemos ya ciudadanos” (p.68). ¡Libros, puaj! ¡Ciencia, buffff! ¡Prácticas antisociales! “¿Qué funesto esplendor ha sucedido a la sencillez romana? ¿Qué es ese lenguaje extranjero? ¿Qué son esas costumbres afeminadas?” (p.53). Y es que Atenas lo pudre todo…

Concepciones románticas

Cuesta de creer que cayera en un utilitarismo militarista tan radical. Pero lo que más cuesta de creer es que la Pedagogía hoy hegemónica en Europa, Norteamérica y en nuestro país parta de estas concepciones, como ha demostrado Catherine L’Ecuyer en su libro Montessori ante el legado de Rousseau (2020). A propósito de todos estos puntos de partida rousseaunianos, base de la pedagogía ultra foucaultiana y desreguladora que nos ha tocado sufrir, ha escrito Mauro Armiño, editor y traductor del texto para Alianza:

“El Discurso de la desigualdad va recorriendo las distintas etapas: ese hombre que camina por los bosques en solitario es, además de feliz, libre, pues al no mantener ninguna relación con sus semejantes no mantiene con ellos relaciones de dependencia; su primitivismo le libra de la desigualdad, que sólo nació de unas causas exteriores que, aunque conjeturas probables, Rousseau convierte en razones”. De esta concepción surge un problema contemporáneo, puesto que nuestro hombre actual no pulula precisamente por una selva amable poblada por animalillos más o menos simpáticos, sino por una muy hostil jungla urbana de depredación neoliberal que lo condena a diversas formas de ansiedad y depresión.

El problema es que estas concepciones románticas, al pasar al pedagogismo actual convertidas en la base de la “equidad”, a lo que conducen no es a la felicidad solipsista de quien se provee egoístamente de los objetos que cree necesitar o le provocan placer, sino al más crudo y primitivo darwinismo social, que es la más básica y brutal de las desigualdades sociales: la desigualdad manadista, la psicopatía del que necesita anular y humillar, la simplicidad violenta de la minoría de edad pre kantiana. Ni vivimos solos, ni podemos desentendernos de una producción responsable para una vida vivible para todos, cuando somos más interdependientes que nunca y precisamente nuestro déficit estructural es la falta de comunidades.

Otros aspectos más recuperables del pensamiento rousseauniano tienen que ver con la asunción y superación del contractualismo político esbozado por Hobbes, desarrollados en El contrato social (1762) y aprovechados por los liberales hegelianos para consolidar el universo constitucionalista. Y es que, en libros posteriores, a diferencia de su pedagogía funesta, en política Rousseau nos ayudó precisamente a llegar trabajosamente a lo contrario de lo que predicaba inicialmente, volviendo a Atenas para alejarnos de Esparta.