Voltaire versus Rousseau, el regreso luminoso de Flotats
El actor y director catalán estrena La disputa el próximo 22 de febrero en el Romea, con un texto filósofico y político de Prévant
13 febrero, 2024 17:42“Yo solo soy un pequeño planeta de su torbellino”, le dice Voltaire a Madamme Pompadour, la noche en la que comparte una cena en Versalles, con la reina amante, no oficial, de la Francia de Felipe V. Al revés podría decirlo Josep Maria Flotats, el gran hombre de teatro que chocó contra la incomprensión de la nomenclatura romántica de CiU, hecha a la medida de una pequeña Renaixença. El gran actor regresa ahora a Barcelona con La disputa, la versión teatral de la polémica entre Voltaire y Rousseau, que se estrena en el Romea, el próximo 22 de febrero.
Flotats dejó de ser comprendido por las élites políticas catalanas el día en que inauguró el Teatre Nacional y recitó Els Segadors delante de los políticos que ofrendan ante la nación y desprecian la simplicidad de la patria. Flotats es el teatro y necesita un entorno sin complejos culturales, hecho a la medida de una pequeña Comédie, capaz de morder y convivir, al mismo tiempo, con un patio de butacas abierto a la ironía molieresca. No es la chabacanería de Pitarra ni el humor pequeñoburgués de los Juegos Florales.
Mirabeau, Giraudoux, Molière, Wedekind, Rostand o Ettore Scola y algunos dramaturgos consagrados más. Eso es Flotats, el incomprendido que vuelve al Voltaire vs Rousseau, en versión renovada por el guión de François Prévant.
Antes de la cena versallesca, Voltaire regresa de la Prusia de Federico II, y lo hace medio huido, medio enfermo, un destino presente en toda su vida de riñones calcáreos y ataques de fiebre intercalados por los mejores burdeos y los exquisitos manjares en los palacios de la bienséance (el decoro). Estamos en la Francia pintada por la corriente fête galante de Watteau, la explosión rococó; ante el país musicalizado por Rameau y narrado por el Abate Prévost, en Manon Lescaut, la auténtica metáfora de su tiempo, base de la conocida versión operística de Puccini, estrenada un siglo y medio más tarde, en Milán.
No hay hechos, solo interpretaciones
El Flotats que dirige La disputa fue el joven formado en la Escuela Nacional Superior de Arte Dramático de Estrasburgo y que en 1967 pasa a formar parte del Théâtre National Populaire (TNP) y se incorpora como primer actor en la nueva compañía del Théâtre de la Ville, fundada por Jean Mercure. Ingresa en la Comédie Française, en la que es nombrado Societaire; nunca ha dejado de relacionarse con Francia, que siempre le ha considerado un hijo adoptivo. Prueba de ello es que, en 1995, recibe la Legión de Honor francesa, la máxima distinción cultural del país. Pero al parecer, aquí no era suficiente, ni para el poder ni para otros competidores catalanes que aspiraban a las medallas de Flotats.
Llevados al siglo XVIII por simple contagio, intuimos sobre la escena que la Enciclopedia da sus primeros pasos. Boileau y Racine han sido los historiógrafos del Luis XIV, mientras que Voltaire y Jean Jacques Rousseau no pasarán de gentilhombres en la corte de Luis XV. El primero tiraniza al mundo con su letra; llega a ser chambelán de Felipe II de Hohenzollern, en la capital prusiana, hasta que se harta de reescribir la pésima literatura del príncipe y en plena huida, desde la frontera de Francia, le manda este mensaje: ¿No se cansará usted de enviarme su ropa sucia para lavar?
Ha salido como el rayo del palacio de Sanssouci, “la corte gazmoña de Postdam”, y se detiene en la bella Maguncia de los deístas, tocados por la gracia del “eterno geómetra”. Repiensa cientos de veces a Pangloss, el tutor de Cándido, el rol de Leibniz, convencido de que habitamos “en el mejor de los mundos posibles”, una obra que se ha abierto paso a lo largo de tres siglos, gracias a la ironía, entendida como arma de denuncia. Defiende la insolencia de la creación y por eso su rol encaja en la labor escénica de Flotas; Voltaire trabaja denodadamente y es fiel a su estilo de siempre. Su arte no le abandona a pesar de que vive altibajos, como la pérdida de su herencia y su superación gracias a la adquisición de títulos del Tesoro comprados en Londres. Como autor dice siempre lo que quiere decir, como lo han hecho, en otro contexto cultural, Bresson o René Claire en el cine del siglo pasado.
A su regreso a París, se siente protegido por la señora de Châttelet, física newtoniana y gran dama; se cartea sin disimulo con su amiga, la marquesa Du Dufant y regresa al mundo de la galantería. A Voltaire le cuidan las mujeres; le ahíjan y, si es necesario, le tratan como a un Edipo; podríamos atribuirle la anticipación de lo que, mucho después, dirá Nietzsche: “No hay hechos, solo interpretaciones”.
La Trinidad en la iglesia de la Razón
La creación es un acto consciente que ilustra un cierto código; lo que equivale a decir que la conversación en más fútil. Solo Voltaire es capaz de denigrar, practicar y glorificar, al mismo tiempo, el arte de la elocuencia, joya de Francia, en los salones de Sévigné, Longueville, La Fayette, Staël, Récamier o Caylus; “todas damas brillantes, cultas e insignes representaciones de la civilidad”, en palabras de Sainte-Beuve, el gran crítico francés del XIX, autor de Port-Royal, su obra maestra.
En la batalla dialéctica, Voltaire, el pseudónimo de François-Marie Arouet, mantiene unas ciertas reglas, pero sus escritos son viperinos, como recordaría largamente aquel duque de Orleans, regente de Francia, en la minoría de edad de Luis XV. Cuando caen el absolutismo y la Iglesia, los grandes poderes de Europa, Voltaire y Jean-Jacques se enzarzan en un debate imaginario sobre la tablas, que podrá verse remozado en La disputa. La pieza escrita por François Prévand, con Pep Planas en el papel de Rousseau y Josep Maria Flotats en el de Voltaire.
Flotats, uno de los grandes de la escena en Europa, ha paseado sus versiones volterianas por los mejores teatros. Incluimos la biblioteca de la sede del Real Círculo Artístico, la recordada noche barcelonesa, en la que el grupo escénico ofreció un debate final, abierto al público, y en la que Flotats habló desde el público.
En el setecientos, aparecen Emilio, el ejercicio didáctico de Jean-Jaques, y las tragedias de Voltaire, como Henriade, trufada de versos satíricos contra el regente, que nunca le perdonó. Exiliado en Inglaterra, contrario a la teocracia real, Voltaire ensalza a Bacon, Locke y Newton, la Trinidad en su iglesia de la Razón. El sabio deísta es un espadachín que pica y se escabulle; Rousseau, por su parte, proclama la “religión civil”; es el intelectual comprometido, colofón del estilo neoclásico, mientras no se discutan la hegemonía del hombre, la sumisión de la mujer y el cuidado de sus cinco hijos a los que presuntamente él abandona con crueldad, entregándolos a las Hijas de la Caridad.
Razón y emoción
Así lo anuncia un panfleto que recorre, de boca en boca, Francia entera. En la obra, que ahora pisa el escenario del Romea, Rousseau lo niega y recurre a Voltaire para averiguar juntos quién es el autor de esta abominación. Una situación que nos proporciona la oportunidad de asistir a una escena de calidad, en la que los filósofos enfrentan sus ideas sobre la igualdad, la educación, la ciencia o la interpretación. Dos maneras igualmente generosas, pero muy diferentes, de concebir la sociedad. Un duelo vibrante y feroz. Para Rousseau, el lazo afectivo, que parte del contacto corporal entre la madre y el hijo en la lactancia, transgrede todas las relaciones familiares e incluso puede llegar a regenerar al Estado. Voltaire esboza una sonrisa de estupefacción y dice: “pero usted les privó a sus hijos de participar en la regeneración de la que habla”.
Con el clavecín de fondo, Voltaire está convencido de que Francia no ha establecido una jerarquía de valores capaz de unir a la Iluminación francesa con la aportación del liberalismo británico. Los dardos más finos corresponden a sus Cartas filosóficas, el gran logro, más conocido en su tiempo como Letras inglesas, que se imprimen clandestinamente en Holanda. Es la gran aportación al pensamiento occidental de un hombre enormemente celoso, que anhela más gloria que Las carta persas de Montesquieu, su gran contemporáneo. Está encantado con la protección de Chattélet, la femme savante, entonada y pedante. Regresa entonces a la Corte de Versalles. Ya no es un joven divino, sino un inventor de palabras y conceptos. Él expresa la ruptura epistemológica de canon neoclásico y, aunque no lo quiera, se le cuela por debajo de sus notas la fuerza indeseada del romanticismo, el anuncio del XIX.
Voltaire vs Rousseau. La Ilustración vive dentro de ellos y abarca dos concepciones del mundo: el inmenso Rousseau, el padre de la división de poderes, frente a Voltaire, el liberal abierto y anglófilo capaz de exigir consecuencia y compasión. Dos grandes pensadores, dos concepciones del mundo, dos extremos de lo que será la weltanschauung hegeliana. Ambos mueren el mismo año, en 1778, para alimentar, desde la herencia inmaterial de sus ideas, la Revolución Francesa. Dos soluciones distintas, poco antes de la noche de La Bastilla, luchando ambas con las “facultades de la razón y la emoción”, en palabras de Prévand.