Juan Estelrich, la pieza que faltaba
La editorial Demipage dedica una monografía a la vida y obra del director catalán, uno de los nombres clave del cine español en tiempos de Berlanga, Azcona o Fernán Gómez
5 agosto, 2021 00:00No se recuerda un libro tan espectacular en cuanto a formato, alardes de diseño, número de páginas, fotografías e imágenes sobre un cineasta español como el que ha dedicado a Juan Estelrich la editorial Demipage. Otra anomalía más, podría señalarse, de nuestra malhadada cinematografía, como si todo lo que se obstaculizó y reprimió en vida a aquella generación de los Berlanga, Azcona, Fernán Gómez, Estelrich, Pedro Beltrán y demás, hubiera provocado una inesperada visita de ultratumba, una desmedida y desafiante resurrección de lo reprimido, como la mirada del barbado cineasta que nos interroga desde la cubierta.
Responde esta lujosa edición, no obstante, al acto de amor de un hijo –Juan Estelrich Revesz, que siguió la misma ingrata profesión y que, junto a los historiadores José Luis Castro de Paz y Ralf Junkerjürgen ha diseñado este “bello libro” para que “recuerde a su padre”–, y su heterogeneidad constitutiva, a la vez recorrido histórico, cultural y sociopolítico, también analítico y estético, por la vida (incluye por primera vez sus escritos autobiográficos) y obra de Estelrich, apunta a esa condición de “eslabón necesario” que ejerciera el catalán dentro de una industria en la que sólo firmó como director dos trabajos, si bien inolvidables, el mediometraje Se vende un tranvía (1959) y el largo El anacoreta (1976).
Estelrich, cuyo segundo apellido era March, llegó al cine rebotado del mundo de la banca y las finanzas, lo que lo escoró, cuando el tradicional acceso a la profesión, canalizado por el meritoriaje ya había sido asaltado por las primeras promociones del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, al campo de la producción y la ayudantía, donde destacaría, junto a su suegro, el húngaro Tibor Revesz, en los años de coproducciones internacionales y tímidos aperturismos que trajeron consigo los estudios Bronston y estrellas como Orson Welles o Anthony Mann, con las que trabajó. Mientras, iniciaba –lo que quizás le otorgara ese punto de vista tan peculiar entre lo exógeno y lo endógeno– un decisivo contacto laboral y personal con el grupo de cineastas (Fernán Gómez en La vida alrededor, El mundo sigue y Mayores con reparos; Berlanga en Plácido y luego en Tamaño natural; Buñuel en Tristana) que mejor revelara que en la España atrasada y retrógrada los aires de modernidad cinematográfica estaban filtrados por una tradición cultural, popular y elevada, que ya comenzaba a ser orillada por las instituciones y el mercado.
El joven Estelrich, quien luego declarara que nunca fue lo suficientemente egoísta como para poner en peligro el pan de los suyos dirigiendo películas que distrajeran su carrera y emolumentos como cotizado y políglota trabajador de la industria, contribuiría, a finales de los cincuenta, a esta veta sainetesca, esperpéntica y de cómica negrura con Se vende un tranvía, aquel piloto de serie televisiva abortada que no hizo sino confirmar que tampoco en la pequeña pantalla encontrarían solaz aquellos perseguidores de un “cine válido” –como siempre lo llamara Fernán Gómez–.
Juan Estelrich, actor ocasional. Aquí en Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles
Son los autores que venían reclamando del neorrealismo italiano la etiqueta con la que sancionar aquello que, en el fondo, llevaban ejecutando de manera inconsciente y sin demasiado reconocimiento desde que la Guerra Civil ensombreciera la inspiración natural del cine español en los géneros chicos y populacheros: una respuesta a un mundo desmoronado, a un puzzle sin todas las piezas, un estrangulamiento autoconsciente y denunciador de convenciones desde las densidades más profundas de la tradición. En palabras de Bergamín ante la proyección parisina de Calabuch: “la extrañeza del hombre solo ante el mundo que le rodea, y ante los demás que con el viven y conviven […] que hace bárbaro al español en su tierra propia, en su patria: que le hace sentirse extraño a todo y a todos, extranjero, bárbaro, hasta para sí mismo”.
En Se vende un tranvía, que reuniera por vez primera a Azcona con Berlanga, quien supervisó el proyecto y su realización, Estelrich asumió esta herencia; aún, como advierte José Luis Castro de Paz, la de un costumbrismo sin afilar del todo, una aleación entre sainete y picaresca –se cuenta aquí el timo orquestado por unos sinvergüenzas que le colocan un tranvía público a un cateto con el fajo de billetes en el bolsillo y la moral distraída– donde el peso recaía de nuevo en el colectivo de los actores, cuerpos singulares en la mejor tradición de nuestros soldados de “reparto” –de López Vázquez a Chus Lampreave, pasando por, entre otros, María Luisa Ponte, Luis Ciges, Antonio Martínez, Antonio García Quijada, o las breves apariciones de los inimitables Xan das Bolas o José Orjas– a los que se deja evolucionar en un Madrid auténtico y bullicioso, de donde se recorta la sátira en lo que se formula como una elección –el acto de fijar la atención– entre un número ingente de posibilidades.
Este naturalismo, como apuntábamos, queda denunciado desde el arranque –López Vázquez representa en esta ocasión al demiurgo que, desde un patio de la cárcel que ahuyenta y cancela todo suspense narrativo, nos mira a los ojos y nos cuenta la historia que sigue– en un renovado llamado a la complicidad con la audiencia en el que resuena aquella impresión bergaminiana del actor como cruce y pugna entre hombre y máscara, entre vida y fantasma, como metáfora agridulce del reciente pasado bélico donde algunos –curas, guardia civiles, pero también soldados y combatientes– se habían dejado atrapar por el papel histórico, ahogando esa humanidad que aquí aún reluce con el fulgor de un extraño optimismo.
La cancelación del proyecto de serie y la orfandad final de Se vende un tranvía, que quedó descolgada e invisible hasta no hace mucho, les sirve aquí a Castro de Paz y Fernando Redondo para nombrar el proceso –el camino del sainete al esperpento– que pronto cuajará en títulos señeros –Plácido (1961), El verdugo (1963), El mundo sigue (1963), El extraño viaje (1964)– mediante los que esta generación dio su particular grito de comicidad desgarrada a contracorriente de la “modernidad oficial”, la del Nuevo Cine Español de Fraga Iribarne y García Escudero. Son éstas películas en las que el plano largo y coreografiado achica el fuera de campo, acorralando a unas criaturas condenadas de antemano, sin posibilidad de una evolución que no sea a peor.
Se vende un tranvía (J. Estelrich, 1959)
Ya no se nos cuenta, ya no se nos embauca desde aquella voz en off que venía acompañando al espectador desde los años republicanos, y el reflejo deformado cada vez se siente más familiar: “Nadie nos distancia, ironiza y nos consuela de la España que se nos muestra; nadie acolcha, controla o mitiga el dolor desde fuera. Habitamos la misma inhabitable piel de toro que los personajes, y el horror, como les sucede a ellos, está delante de nosotros”. Como se sabe, este trazo, esta veta tan celebrada de nuestro cine, se hizo insoportable para las autoridades, lo que repercutió en las carreras de todos los implicados. Fuente de melancolía y frustración que, décadas más tarde, dio origen a una especie de oblicuo testamento fílmico que supuso el único largometraje dirigido por Estelrich, El anacoreta, protagonizado por un Fernando Fernán Gómez que, al leer el guión, comentó: “Creo que he estado leyendo una historia de mi vida”.
La historia era la de Fernando Tobajas, un hombre que decide encerrarse en el cuarto de baño para no salir más y al que, cual San Antonio en chándal hortera, se le aparece una tentadora y caprichosa Reina de Saba que desestabiliza su particular statu quo y precipita su final, que no es otro que el drástico salto al vacío desde la ventana. No resulta complicado, entonces, percibir en este auténtico “film de amigos” las claves, ya hipertrofiadas y sarcásticas, de aquel cine que casi no pudo ser, el sentimiento tragicómico español encerrado en el váter, con el coro de actores entre azulejos de baño, entrando y saliendo del único espacio como en un vodevil de postrimerías con olor a bajante.
“Que nos vengan a ver a nuestro retrete”, pensaban Azcona y Estelrich, para quienes aquella fue la mejor opción posible y enfrentada a la de la inmensa mayoría, la que solía y suele ir “con el retrete a cuestas”. El anacoreta, que dialogaba con pasado, presente y hasta futuro (Simón del desierto, Dillinger ha muerto, Tamaño natural, La gran comilona, El fantasma de la libertad, Mambrú se fue a la guerra), parecía despedir, en una arrebatadora tristeza salpicada de intransferible humor, un mundo y una manera de entender la realidad ya definitivamente arrinconados.
Para encarnar todo esto, Azcona y Estelrich contaron con el amigo del alma, Fernán Gómez, quien, después de haber suicidado su imagen sainetesca con el Faustino de su El mundo sigue, prestaba su cuerpo de médium, pura memoria del cine patrio, para albergar otro deceso, el de una generación, la suya, que hurgó en la indefensión y la vulnerabilidad de hombre. Nuevo papel desagradecido, el de este asceta de pacotilla, egoísta e infantil, que al no separarse drásticamente de lo real y sus fantasmas, sucumbe entre contradicciones, en el que se reflejan estos cineastas y guionistas atrapados en una naciente coyuntura –la muerte de Franco y el inicio de la Transición–, poco halagüeña para ellos, entre tetas, culos y desmemoria, ya casi sin fuerzas para seguir errando.