Barbara Loden, coronada con flores
La actriz y cineasta, fallecida hace cuarenta años, sigue fascinando con su único largometraje, ‘Wanda’, pero su obra completa merece mayor atención
11 febrero, 2020 00:00Se cerró el año con el conveniente aluvión de listas de mejores películas y más destacados directores del curso –y hasta de las primeras décadas del siglo XXI–. No obstante, en 2019, como en otros ámbitos más allá de la burbuja cinéfila, primó el esfuerzo por rendir cuentas con el pasado y rescatar el callado trabajo de las mujeres cineastas, tan injustamente orilladas en la totalidad de las cinematografías. Fue con el especial de los Cahiers de los meses del crudo verano, centrado en Une histoire des réalisatrices, que volvimos a sucumbir ante la imagen –a la que se le dedicaba la portada del número– de Barbara Loden, con la frágil belleza rubia, tantas veces comparada con la de la Monroe por afinidades biográficas y azares del destino, coronada por flores que contrapesan su insondable mirada azul perdida en el off de un auto que avanza hacia la perdición. Rápidamente hojeamos hasta dar con la pequeña biografía dedicada a Loden, inolvidable cineasta de cuya película Wanda se extraía el fotograma comentado, pero sólo para comprobar que, como en otras ocasiones, el justificado anhelo de rescate seguía adoleciendo de superficialidad.
En 1970, cuando se exhibió tímidamente Wanda, al movimiento feminista tampoco le interesó demasiado la película, nada coincidente con el espíritu reivindicativo de la coyuntura, y donde la homónima protagonista representaba justo el modelo de mujer que se quería dejar atrás: apática, desorientada, con una dependencia casi enfermiza del sexo masculino y escasísima autonomía. Loden, sin embargo, siempre declaró que su película se concibió antes del rebrote de las luchas por los derechos de las mujeres y que en ella no pretendía dar cuenta de otra batalla, de otro caso, que no fuera el suyo. Años más tarde, muerta prematuramente la actriz y cineasta a los 48 años víctima de un cáncer, otra mujer fuera de la ortodoxia de género, Marguerite Duras, le declaraba a Elia Kazan una pasión irredenta por la película de quien había sido su esposa, su deseo de distribuir Wanda, de gritarla a los cuatro vientos y darla a conocer.
Cartel francés de Wanda.
A la Duras le debemos las primeras reflexiones inteligentes sobre la película, al advertir el riesgo y la dificultad de la autorrepresentación femenina que Loden ponía en escena. El milagro, la “gloria” en su retrato de decadencia, como lo calificaría la autora de India Song, ocurría por la manera con la que la actriz-directora reafirmaba su vida, una existencia que el cine convertía en más real. “Es más auténtica en la película que en la vida”, decía la escritora, como si el cine, al ofrecerle la oportunidad de mirarse a sí misma, le hubiera permitido a Loden pensarse por primera vez, rompiendo la condena que según otra gran actriz-cineasta, Delphine Seyrig (en Sois belle et tais-toi!, 1976), recaía en el colectivo femenino: la de ser intérpretes a la fuerza, receptáculo de miradas, de órdenes, cuerpos prostituidos en mayor o menor medida.
Barbara Loden, pin-up, modelo, bailarina, actriz de teatro forjada en el método, también de cine, en Río salvaje y Esplendor en la hierba, ambas de Kazan, con quien llegaría a casarse como colofón de una relación nada sencilla, declaraba sin ambages que atravesó buena parte de su vida, al menos sus primeros treinta años, “como una autista, sin dignidad”. De esa inadaptación al entorno, de la brecha física y emocional que conlleva, trata Wanda. Kazan, siempre en el punto de mira feminista, acusado de vampirizar el talento de Loden, dio sin embargo una clave para acercarse a esta película al desvelar que la que fuera su esposa se expresaba mejor “cuando los vínculos se rompían”, es decir, en los raptos de pasión que suspenden el lenguaje.
La traducción cinematográfica de estos cortocircuitos depara una de las grandes películas de la deambulatoria moderna, una espiral de vagabundaje encarnada por una mujer cuya inexistente autoestima la pone en movimiento: tras abandonar a marido e hijos pequeños, Wanda encuentra una momentánea dirección a su circulación al emparejarse con un delincuente de poca monta hasta que el nefasto y mal concebido plan de atraco a un banco de este último la vuelve a dejar a la deriva, “flotando”, como apuntara Kazan, encerrada en sí misma.
Barbara Loden y Elia Kazan
Pero lo que ha permitido que Wanda siga entre nosotros, que continúe siendo necesario, como quería Duras, avisar a la gente de que esta película existe, recae en la traducción material de aquella alienación propia que la cineasta reconociera en un olvidado fait divers, en la danza y combate que Loden y su operador-fotógrafo-montador Nicholas T. Proferes emprenden por mantener a la protagonista en plano tanto cuando, como una mancha de color digna de Antonioni, atraviesa empequeñecida los paisajes mineros de Pensilvania, como en sus erráticas idas y venidas entre cafeterías, cines y hostales, un estar entre-umbrales que impide el establecimiento de una gramática espacial, sustituida entonces por el espionaje de sus gestos, de su inexpresividad y desarraigo.
Apartando la mirada de las formas y fijándola en la interpretación de corte psicológico, muchas y muy buenas han sido las comentaristas que se han acercado a Wanda para rastrear lo que en ella había de Barbara Loden. Por ejemplo Bérénice Reynaud (en su artículo “For Wanda”) o Nathalie Léger (en su libro, en P.O.L., Supplément à la vie de Barbara Loden). Sin embargo, abusando del texto como pretexto, estas tentativas detectivescas –en el fondo se sabe bastante poco de Loden, de su vida y de los que fueron sus proyectos de futuro– desembocan en una improductiva celebración del ineludible talento de la actriz y cineasta y en un inane regodeo en la “lectura de género” con Kazan en el centro de la diana: así Norman Dennis (inolvidable Michael Higgins en su encarnación de violento macho no menos desesperado, por otro lado, que la protagonista), que en la ficción utilizara la ropa del propio cineasta, podría verse como una suerte de sosias del director de La ley del silencio, un áspero cineasta que maltrata y arrastra a la pobre Wanda a una defectuosa película-atraco, para abandonarla luego a su suerte, entre violadores y borrachos.
Lo más curioso, y significativo, de todo esto, es que ni a Reynaud, ni a Léger, ni a la redactora de su reciente mini-biografía en los Cahiers, les parece importante recordar que Barbara Loden no sólo dirigió Wanda. Sólo el monolítico prejuicio de las duraciones o el no menos anquilosado de los formatos –si no la pereza o el olvido interesado–, explicarían que casi nadie mencione dos cortometrajes de orientación educativa que Loden filmara cinco años después de Wanda, en 1975, The frontier experience y The boy who liked deer, y que completan, en todos los sentidos, su filmografía.
Que el nervio, el tono verité, y la ruidosa atmósfera de improvisación de Wanda, donde el guión se transformaba mientras el film se iba rodando, no son flor de un día, sino ajustadas decisiones estéticas, sólo puede comprobarse gracias a los planos fijos y taciturnos de The frontier experience, donde, en un mundo naciente (se trata de ponerle imágenes y sonidos al diario de una pionera colona, Delilah Fowler, otro modelo de mujer poco atractivo para el canon feminista), participamos de aquella “luz fósil de la infancia” de la que hablara Patrice Rollet al hilo del cine del escocés Bill Douglas.
Aquí Barbara Loden, además, se volvía a poner en escena, pero ahora como una mujer con agallas, determinada a no morir de hambre y a mantener a su familia en la desértica llanura de Kansas después de quedar traumáticamente viuda. La apuesta por la fijeza, la elipsis y la noción de plano como bloque, como pieza que recibe su sentido (su luz) en el montaje –momento de las “apariciones”, como la del indio que nos sorprende en un cambio de toma–, transforman esta película de apenas veinticinco minutos en una delicada pieza de orfebrería en la que Loden, de nuevo de la mano técnica de Proferes, demuestra su verdadera altura de cineasta. Wanda, por fin, encontraba su sitio, así como la capacidad de convertir una choza destartalada en un hogar, de poetizar el arraigo.
En otra de las declaraciones desoídas por quienes reivindican a Loden desde un único punto de vista y sin tener en cuenta estas dos películas posteriores a Wanda, la cineasta afirmaba encontrar fácil la tentación por lo avant-garde, a la que oponía la dificultad de contar bien una historia sencilla. Y en eso se ejercitaba aquí o en The boy who liked deer, una intensa parábola sobre un adolescente que compagina la empatía con el reino animal con el desprecio gamberro por su profesor de literatura, al que maltrata cruelmente junto a su camarilla de amigos. La rapidez del trazo, la economía expresiva y la facilidad para bosquejar los conflictos entre personas anuncian una escritura que atisba su madurez. Barbara Loden estaba aprendiendo a suturar las roturas, a expresarse mediante el vínculo (lo que supone el mejor argumento, ahora sí, con el que desmentir a Elia Kazan).